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Monday, June 4, 2018

Duanel Díaz vs. Lorenzo García Vega (y Juan Manuel Tabío, Ibrahim Hernández Oramas y Waldo Pérez Cino)

Yo carezco de poder, de influencias. No pertenezco a ningún cenáculo o grupo, no soy catedrático de una universidad de élite. Voy, en este caso, contra lo que parece ser el criterio mayoritario, que tiende a celebrar sin reservas Los años de Orígenes. Ocurre, además, que tanto “La persistencia del origenismo” como “Los años de Orígenes: visión y ceguera” son reacciones, a Kaleidoscopio, donde Arcos arremete directamente contra mi lectura del libro de García Vega, y al prólogo de Tabío, que sin nombrarme la deslegitima. La polémica, en ambos casos, no la he empezado yo, aunque ciertamente me ha servido para abundar en aquellas ideas que publiqué primero en Límites del origenismo. Gracias a los detractores de mi crítica a Los años de Orígenes, he ido profundizando en ella, pero todo estaba ya ahí, en ese libro de hace más de una década, así que los que ahora se sorprenden por lo que ven como un brote de dogmatismo no parecen estar muy al tanto de la bibliografía en torno a Los años de Orígenes. Alegar ahora que esta lectura mía equivale a pedir que el libro sea puesto en una lista negra, o que su autor deba ser expulsado de futuros diccionarios de la literatura cubana, mueve a risa. P.M. fue censurado; yo critico Los años de Orígenes –para ser exactos, una parte de este libro híbrido, la que tiene que ver con cierta idea de la literatura cubana, y de lo cubano. Llamo la atención sobre el fundamento marxista de “La opereta cubana de Julián del Casal”. Cito otros ensayos de García Vega, menos conocidos que Los años de Orígenes. Trato de encontrar el sentido que hay detrás de esa retahíla de noes que conforman su visión de la tradición cubana.
   Mis nuevos críticos, en cambio, no sudan. Apenas citan a García Vega. No aportan nada nuevo a la discusión. No se toman el trabajo de refutar mis argumentos. Les basta con deslegitimar mi crítica in toto, tachándola de crimen de lesa literatura. Ibrahim Hernández Oramas califica Los años de Orígenes de novela; no hay más que hablar. La literatura es la literatura es la literatura… Según Waldo Pérez Cino, mi lectura reproduce, aunque sea con signo contrario, ese tipo de crítica centrada en el discurso que padecimos durante décadas. Se diría que, para Pérez Cino, los años noventa y los años cero no existieron. Estamos aún en 1993, reivindicando la autonomía de la literatura frente a comisarios que nos tachan de formalistas y existencialistas… Es el mismo falso argumento que esgrimía Leonardo Padura en una entrevista con la revista Consenso en 2005, al afirmar: “el principal cambio que hace mi generación en la literatura de los 80 es precisamente sacar la ortodoxia política de la literatura, por eso no tiene mucho sentido que volvamos a meterla.” Esa sacralización de lo literario, que en nuestro contexto resulta cuanto menos ingenua, es justo la nueva ortodoxia a la que me refería al final de mi réplica a Tabío.
   Sé que no los voy a convencer. Pero hago mía aquella frase de Beckett que García Vega cita en Son gotas del autismo visual: “Vuelve a fracasar; fracasa mejor”. Sigan ellos en la posición cómoda, ociosa, del señor; defendiendo una literatura que está más que a salvo, que nadie ha amenazado. Vuelvo yo a la faena, a ensuciarme las manos. Un trabajo que no equivale, claro está, a subestimar la obra literaria de García Vega, su narrativa, su poesía y los libros híbridos que escribió después. Aunque no es de mis escritores cubanos favoritos, lo considero un autor importante, y entiendo por qué se ha convertido en una referencia fundamental, casi una figura tutelar, para tantos escritores contemporáneos. Pero lo que me interesa es justamente ese otro García Vega que no tiene que ver en principio con la ficción, el diario o las memorias, y que sus admiradores y aun sus estudiosos han desapercibido bastante: el García Vega crítico de la literatura cubana.
   Sarduy escribió par de ensayos sobre Lezama, presentándose como su heredero. Cabrera Infante escribió semblanzas de los autores que admiraba (Novás Calvo, Piñera, Carlos Montenegro, Lydia Cabrera), y de otros que había llegado a detestar, como Guillén y Carpentier. Arenas escribió “La isla en peso con todas sus cucarachas”, uno de los mejores ensayos que se han hecho sobre Piñera, y “La cultura popular en la actual narrativa latinoamericana”, donde elogió a Sarduy y a Cabrera Infante, y llamó a Carpentier “gran turista francés”. Carpentier escribió el prólogo de El reino de este mundo, polemizando con los surrealistas franceses, no con otros escritores cubanos. Vitier criticó duramente La isla en peso, pero reconoció la grandeza de “Vida de Flora”. Gastón Baquero escribió ensayos elogiosos sobre Casal, sobre Mariano Brull, sobre Lydia Cabrera, sobre Florit.
   Muy distinto, casi único, es el caso de García Vega. Ningún otro escritor cubano ha sido tan poco generoso con los demás escritores cubanos como él. Una explicación sería ese resentimiento que algunos de sus detractores han señalado. Pero no me parece que ello dé cuenta cabal de la visión suya sobre la literatura cubana. García Vega podía estar resentido con Mañach, porque dijo “no entiendo” en Bohemia y fue injusto con los poetas de Orígenes; con Sarduy, porque fue el intermediario de la lectura formalista de Lezama que hizo el boom, la cual a sus ojos, los de García Vega, lo privaba a él de su condición de discípulo del Maestro; podía estar resentido con los de Lunes, porque debieron reconocerlo y en su lugar lo machacaron; podía estar resentido con Carlos Enríquez, porque una vez lo miró con odio en La Habana Vieja. Pero, ¿cómo podría él estar resentido con Enrique José Varona, con Miguel de Carrión, con Julián del Casal? Y las críticas a estos que aparecen en sus ensayos son muy semejantes a las críticas a aquellos. Los contemporáneos reciben el mismo tratamiento que los autores del pasado.
   No se trata, entonces, de habituales recelos de los escritores hacia otros escritores, de los desencuentros propios de la vida literaria. Verlos así, como anécdota, restándoles importancia, es perder de vista su carácter sistemático, y su tendencia a la generalización. Incluso cuando se dirige a sus bestias negras, Virgilio Piñera y Carlos Enríquez, la crítica de García Vega tiende siempre hacia lo más general. No es Casal, es los escritores de La Habana Elegante. No es Miguel de Carrión o José Antonio Ramos, es la primera generación republicana. No es Mañach o Carpentier, es la segunda generación republicana. No es Sarduy o Padilla, es la “generación del areíto verbal”. Si convenimos en que es sólo a partir de la década de 1880, cuando en revistas como La Habana Elegante y La Habana Literaria la literatura emerge como cosa estética, diferenciada de la política y la crítica de costumbres, que existe tradición literaria en Cuba, habrá que reconocer que, con la excepción de algunos escritores de la generación de los ochenta, los del grupo Diáspora(s), García Vega impugnó a todas las generaciones que conforman esa tradición. Cambian los autores, los géneros literarios y las generaciones; el reparo es siempre el mismo: no superaron su circunstancia, no llegaron a conjurar el reverso, no pudieron ir más allá de lo puramente verbal…
   Por variar un poco, voy a citar ahora “José Antonio Ramos en el ensayo”, publicado en la revista Exilio en 1971. Hay en Ramos, dice García Vega, “una extraña imposibilidad para agarrar la circunstancia” (p.113). Insiste: “quedaba aprisionado en los vicios que pretendía erradicar de su circunstancia, así como no había en los narradores cubanos de su generación un serio intento por penetrar en la situación que pretendían describir” (p.114). Remata: el caso de José Antonio Ramos es “ejemplificativo de las limitaciones y vicisitudes de nuestra literatura” (p.118) Leer por vez primera estas frases tiene un cierto efecto de déjà vu: las hemos encontrado en otros escritos de su autor. Pero este ensayo sobre José Antonio Ramos, seguramente escrito en Cuba cuando García Vega trabajaba en el Instituto de Literatura y Lingüística, contiene un pasaje muy significativo, que vale la pena citar completo: “Ramos individualista. Héroes nietzscheanos… No podemos zafarnos de la tentación de acudir a un texto: se trata de los estudios sobre Literatura popular de Gramsci, donde se nos dice: "De todos modos me parece que se puede afirmar que una gran parte de la sedicente “superhumanidad” nietzscheana tiene como único origen y modelo doctoral no a Zaratustra, sino a El Conde de Montecristo de A. Dumas".” (p.117)
   Esta crítica gramsciana de lo folletinesco parece ser una clave importante de Los años de Orígenes. En los Cuadernos de la cárcel leemos: “La novela de folletín sustituye (y favorece al mismo tiempo) el fantasear del hombre del pueblo, es un verdadero soñar con los ojos abiertos. Se puede ver lo que sostienen Freud y los psicoanalistas sobre el soñar con los ojos abiertos.” (Literatura y vida nacional, Lautaro, Buenos Aires, 1961, p.129) No es sólo, entonces, la idea del folletín de los años treinta, el romanticismo de los héroes comunistas como Martínez Villena, sino la idea de soñar con los ojos abiertos: eso, la crítica de eso, es fundamental en Los años de Orígenes. García Vega, a quien le interesaban los sueños con los ojos cerrados, lo propiamente onírico, arremete contra el ensueño característico del tipo de literatura popular que en Cuba tuvo su epítome en El derecho de nacer, pero que podría subyacer también, aunque no lo pareciera, en la “alta literatura”. Así como Gramsci desmitifica a muchos nietzscheanos, que en realidad estarían más influidos por Sue y Dumas que por Nietzsche, él desmitifica a Casal y a los origenistas como folletín culto, aunque no se trate en este caso del superhombre, sino de la “falsa grandeza venida a menos”, de la “mentira poética”, vista como equivalente del sentimentalismo compensatorio de la literatura popular, de ese tipo de mitos que las ficciones pulp manufacturan para consumo de las masas.
   “José Antonio Ramos en el ensayo” vuelve a situarnos, entonces, a García Vega en un marco de referencias marxista, el mismo que ya encontrábamos en “La opereta cubana de Julián del Casal”. Leídos juntos, el ensayo sobre Casal, el ensayo sobre Miguel de Carrión y el ensayo sobre José Antonio Ramos parecen esbozar un radicalísimo proyecto crítico que recuerda al que para la narrativa argentina llevara a cabo Viñas en Literatura y realidad política: “una lectura política de la literatura de nuestro país entendida como un texto único, corrido, donde la burguesía argentina habla”. (Literatura argentina y realidad política, Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1970, p.10) García Vega no era, desde luego, un marxista como Viñas, pero sí ofreció en estos ensayos críticos una idea de la literatura cubana como un texto continuo donde la pequeña burguesía cubana habla, o más bien fracasa en su intento de expresión. Fracasa por defecto o por exceso, pero siempre fracasa: no logra “agarrar la circunstancia”.
   ¿Qué hay detrás de este reparo sino la Revolución, entendida como la posibilidad –que no la garantía– de superar las “contradicciones” de la tradición literaria cubana? Es justo a comienzos de los sesenta que García Vega empieza a escribir ensayos; primero el prólogo a la Antología de la novela cubana y las notas que introducen los capítulos de novelas; luego “Miguel de Carrión en la metáfora”, publicado en 1961, “La opereta cubana de Julián del Casal”, escrito en ocasión del centenario del poeta en 1963, y finalmente “José Antonio Ramos en el ensayo”. Pero hay un cambio significativo, una solución de continuidad, entre el prólogo aquel y estos tres ensayos. Aunque termina con una larga cita de Sartre, el prólogo de la Antología es lezamiano: “sujeto metafórico”, “espacio contrapunteado”, “centro reminiscente”. En la línea de aquella crítica basada en el “razonamiento reminiscente” que preconizaba Lezama en su conferencia sobre Casal, García Vega ensaya “una manera de penetrar, por los momentos de indecisión, o de escaso relieve, que ha tenido nuestra literatura; salvando así, el dibujo que, a contrapelo de su insuficiencia, han trazado los que se han manifestado dentro de ella.” Intenta captar, a pesar de la pobreza o la escasez, “la tendencia o movimiento hacia una integración.” (Antología de la novela cubana, Dirección General de Cultura, Ministerio de Educación, La Habana, 1960, p.9)
   En los tres ensayos posteriores no se trata ya de hacerse una tradición a partir de fragmentos aprovechables, de llenar un vacío, sino de mirar de otro modo, exorcizar fantasmas, “liberarnos definitivamente de esas fuerzas oscuras que han tenido para nosotros el rostro de lo desvencijado y de lo roto” (“La opereta cubana de Julián del Casal”, Los años de Orígenes, Monte Ávila, 1979, p.58). Por lo que tuvo de radical novedad, de cosa intempestiva, la revolución de 1959 posibilitó a García Vega el distanciamiento, el shock necesario para tomar otra conciencia de la tradición, y verse a sí mismo desde fuera, al otro lado del espejo. Esa noción utópica de una literatura que pudiera agarrar la circunstancia y resolver las contradicciones, cortando de una buena vez el nudo gordiano, no se entiende sin el evento revolucionario, sin el horizonte abierto por el 59. Surge, como Pegaso de la sangre de Medusa, del radical cambio de circunstancia que fue la destrucción de la República.
   Si comparamos los tres ensayos en cuanto al grado de severidad en los reparos, de distanciamiento entre García Vega y el objeto de su crítica, quedaría primero el de Casal, luego el de Carrión, y por último el de Ramos. Pues bien, esta gradación coincide con el canon marxista, que percibía a José Antonio Ramos como una figura de transición desde un anarquismo y antimperialismo eclécticos, lastrado por influencias nietzscheanas, idealistas, al socialismo de inspiración marxista-leninista. García Vega reproduce, siempre con su peculiar estilo que nada tiene en común con la prosa funcional de los doctores marxistas, esta noción: “Pero ahí estaba el camino de Damasco por los últimos años de nuestro ensayista, así como su fe en los valores humanos de una nueva sociedad sin clases.”(p.122) De Casal dice que no hay nada aprovechable; de José Antonio Ramos dice, en cambio, que “conmueve esa humanidad que en él se muestra; esa humanidad que trata de vencer los fallos de su circunstancia con el pesado fondo de una tradición confusa y contradictoria.”(p.122)
   Porque Ramos, en sus últimos años, estuvo “a punto de comprender las palabras que hubieran podido borrar el confuso aparato de conceptos que la sombriedad de su circunstancia le había impuesto; las palabras que le hubieran dado, sin enquistamiento, la poesía de lo humano.”(p.122) Y García Vega concluye con una cita de la carta de San Pablo a los corintios, el célebre pasaje sobre lo imprescindible de la caridad. Este final recuerda, como el final de “La opereta cubana de Julián del Casal” donde llamaba a “conquistar la cristiana dignidad de la pobreza”, al Vitier contemporáneo, el de fines de los sesenta, que ya intenta una suerte de conciliación entre el marxismo y el cristianismo. Es justo la Revolución, la fe en la Revolución, ese huracán que habría venido a redimir una historia hecha de ruina, espejismos y folletín, lo que alienta la noción utópica de una literatura que pudiera captar la totalidad de lo humano.
   Al exiliarse, desencantado del régimen, esa utopía quedó atrás, el castrismo pasó a ser otro episodio más de la “churumbela onírica”, como antes lo había sido la revolución del 30 que entronizara a Batista. Sólo quedó la parte crítica, aquel no que había surgido de un sí. Los años de Orígenes vino a ser un nuevo capítulo de aquel proyecto de revisión radical de la literatura cubana, ya sin la esperanza de una sociedad sin clases, sin la odiosa pequeña burguesía, que lo había sustentado en los años sesenta. Luego el no se fue haciendo cada vez más retórico, previsible, caprichoso, en textos como “Entrevista con Lydia Cabrera” y “La carne de los héroes o en un jardín pasta René”. En este último ensayo reaparece así el reparo lanzado contra Casal, Miguel de Carrión y José Antonio Ramos: “Virgilio no llegó, pese a su Aire frío y, quizás por carecer de antecedentes, a revelar su circunstancia. Consecuencia de esto es que sólo llegara a ser el padre de una generación que se mantuvo en la superficie de un areíto verbal, pero aunque con ello estableció la posibilidad de que se pudieran obtener las piezas -texturas- que servirían para construir un paisaje, existió, y existe, el peligro de que esas piezas se vuelvan un apriori verbal.” (Collages de un notario, p.77)
   Hay aquí una noción fundamentalmente antiestética de la literatura, contraria a todo formalismo, a toda celebración del “placer del texto”. Para este García Vega (que acaso entre en contradicción con el autor de libros como Variaciones a como veredicto para sol de otras dudas y Erogando trizas donde gotas de lo vario pinto), los escritores deberían superar el mero juego de palabras, llegar a captar algo que está fuera del texto. Esta noción, que tenía sentido desde premisas marxistas, se vacía, convirtiéndose en una suerte de petición de principio, cuando no franco disparate, sin aquellas. Ojalá Rialta reedite también estos dos ensayos de la época de Escandalar, junto a “Miguel de Carrión en la metáfora” y “José Antonio Ramos en el ensayo”. Se vería mejor el dogmatismo que comparten, la insólita continuidad entre el García Vega revolucionario y el García Vega exiliado. Y cómo a su vituperio empedernido de la literatura cubana y de Cuba misma subyace, más que una crítica a fondo del castrismo, una imagen caricaturesca, retórica, de la República.

(La nueva ortodoxia, el marxismo, y la literatura cubana según García Vega. Publicado en la red, ref: incubadorista files, diciembre 2017)

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