Este año
acaba de ser galardonada con ese lauro la narradora y poeta Mirta Yàñez. Con
ella parece refrendarse la nueva tendencia del premio, concedido en las últimas
ediciones a graduados de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La
Habana. A Margarita Mateo le sucedió Luis Álvarez Álvarez. Y ahora es la autora
de El diablo son las cosas y Sangra por la herida la que recibe el
honor. No se trata aquí de discutir sus obras: sin dudas ellos han hecho sus
aportes. Lo que tampoco nos deja olvidar que este premio no recayó nunca en
Samuel Feijoo ni en Rafael Alcides, por no hablar de cubanos residentes en el
extranjero, aunque sí se le entregara a un uruguayo radicado en nuestra Isla.
La cosa es mucho más compleja y responde al vaivén de otras políticas. Lo cual
no es, ni con mucho, exclusivo de este galardón.
Hace algunos años, siendo ella parte
del jurado del Premio de la Crítica Literaria, cuentan que Mirta Yáñez la
emprendió contra los poemarios, al grito de “¡hay que castigar a la poesía!”, y
en esa edición no obtuvo el lauro poeta alguno. No quiero dejarme llevar por
falsos predicamentos, ni creer que esa “maldición penitenciaria” perdure hasta
hoy, si es cierta la anécdota que recorrió toda La Habana. Lo que angustia es
que, siendo Delfín Prats uno de los mejores poetas vivos de esta Nación, se le
siga escurriendo algo que merece completamente. Ganador del David en 1968 con Lenguaje de mudos -uno de esos cuatro o
cinco libros altamente conflictivos de aquel año, junto a Fuera del juego (Padilla), Los
siete contra Tebas (Arrufat), Condenados
del Condado (Fuentes) y Dos viejos
pánicos (Piñera), todos premiados y de inmediato merecedores de una fatwa
que tardó años en deshacerse-, el libro de Delfín se redujo a pulpa,
sobreviviendo unos pocos ejemplares de aquella edición. El poeta también
sobrevivió a esas y tantas tribulaciones, cárcel incluida, y a mediados de los
80 comenzó su rehabilitación. Para
festejar el ascenso de Icaro recuperó poemas de Lenguaje de mudos, y luego vinieron otros libros. No muchos, porque
Delfín es poeta de vida, más que de obra, según quienes creen que la Literatura
es ir sumando legajos y páginas en tediosa acumulación. Como a otra eterna
postergada, Lina de Feria, mi generación le acogió como a un igual. Delfín es,
además, un hombre y un personaje a la vez, ambos memorables. Y de hecho han
sacado provecho sus amigos, desde Reinaldo Arenas, fantasma acompañante, y
otros de menor talento.
Lo cierto es que tampoco cerraremos el
año con el Premio en las manos de Delfín Prats. Uno de nuestros más capaces
poetas líricos. La causa de esa nueva negativa es ambigua, pero nos recuerda
las ocasiones anteriores en que también él y quienes le estimamos nos hemos
quedado a la espera. Darle el premio acaso sea resucitar su karma de
infortunios, tener que sacar a la luz pública las razones de sus silencios
editoriales impuestos o elegidos por él mismo, según las épocas. Hablar,
¡horror!, de sus amistades peligrosas con la bohemia habanera de los 60, Arenas
y otros no menos perniciosos entre esa galería de outcasts. Y de alguna manera,
pedirle el perdón que ya acaso él no necesita, porque ha demostrado estar más
allá de todo eso. Antón Arrufat me contaba con su habitual mezcla de gozo y
malicia como Roberto Friol, al recibir el premio, gritó para desasosiego de los
funcionarios que accedieron a que se le entregase el galardón a ese hombre de
casi olvidada poesía católica: “¡Viva Cristo Rey!” ¿Qué gritaría ante las
cámaras este holguinero de vida desaforada y compinche de tantas bestias
negras?, acaso se pregunten en sus noches de insomnio. Y mientras tanto, todo
se retarda.
(¿Por qué no se gana Delfín Prats el Premio Nacional de Literatura?, publicado en la red, diciembre 2018)