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Thursday, June 30, 2016

Gilberto Padilla Cárdenas sobre el Premio Nacional de Literatura

Imaginemos una película de dos partes. En la primera hay un grupo de candidatos. Es diciembre. O enero. Da lo mismo. Hay un jurado. Testosterona. Estrógeno. Pasa lo que no tiene que pasar. Lo irremediable. Se hacen grupúsculos impares. Conciliábulos. Intentan ser discretos pero al final todo se sabe. Alguien se entera. Una llamada o un email. La discusión dura dos horas y media de una película de tres. Se elige un ganador. Besos y música de fondo (algún tema de José María Vitier). Termina la primera parte de la película.
   La segunda parte es la que menos nos interesa. El eco en todas las revistas cubanas. La hagiografía. Una nueva sección en la Gaceta de Cuba. En ese lapso el naciente Premio Nacional es acuchillado y sobrevive, es estrangulado y sobrevive, es apaleado y sobrevive. Le sacan fotos. Incluso alguna gigantografía. Naturalmente, la fotogenia no tiene nada que ver con la buena literatura. (Pienso en Thomas Pynchon, el escritor norteamericano con más fama de recluido e invisible: la casi única foto que se le conoce es la del anuario del college. La foto de un nerd.) Pero hay en todo ello una lección interesante: en cierto modo, la danza del Premio Nacional puede ser relatada como una liturgia vaticana: la tensión, los rumores, el humo blanco en los jardines de la UNEAC, las nominaciones inútiles de las instituciones, las habladurías de algunos periodistas sobre el supuesto vínculo de la Semana de Autor de la Casa de las Américas, el secretismo de la Academia Cubana de la Lengua, terminan recordando todos los años al método de elección de un nuevo Papa. Porque sí, algunos de nuestros Premios Nacionales de Literatura huelen más a conspiración de pasillo. A susurro. A cónclave. A ensalmo. A velas encendidas. A Giordano Bruno quemándose en la hoguera. A una novela de Dan Brown, a fin de cuentas. De ahí que sería interesante que este año, gane quien gane, aconteciera con el Premio Nacional lo mismo que pasó luego del cónclave que eligió a Benedicto XVI, cuando unos cardenales filtraron a la prensa lo que sucedió en la elección; todos esos tira y encoge que convirtieron a Ratzinger en Papa.
   Como lector, pienso que por acá falta una versión taquigráfica de las broncas del jurado del Premio Nacional de Literatura. Una versión estenotipia que no esquive el resentimiento; la intimidación; el sociolismo; las anécdotas intercambiables como sexo rápido; los criterios de algunos ensayistas donde suena la insensatez a todo volumen. Esas actas serían, cómo no, un best seller, un libro negro, un verdadero testimonio al filo de la combustión.
   Por supuesto, no sé quién podría publicar tal libro. Qué casa editorial cubana se atrevería a transformar toda esa grasa en literatura, todo ese montón de personalidades –“los grandes escritores disertando/ con camisas de hilo”, como dice Oscar Cruz– en tiro al blanco.
   Los lectores que se llevaron las manos a la cabeza de asombro con Polémicas culturales de los 60 –un libro publicado con un delay de cuarenta años–, no sabrían cómo asimilar tanto presente sin la correspondiente taquicardia. Porque en Cuba no estamos acostumbrados a ser contemporáneos. No hay inmediatez editorial. Vivimos en una especie de flash back. Levemente anacrónicos. Nuestro tiempo es el tiempo de las narraciones de Proust. (El pasado es a los editores cubanos lo que los ponis, estribos, arcos y flechas eran a los mongoles.) Esa sería, parafraseando a Jorge Luis Borges, la supersticiosa ética de las editoriales cubanas. Oyeron que el presente está contraindicado y demorarán veinte o treinta años en publicar las polémicas de hoy; aun cuando no hay ninguna razón para suponer que probablemente los desacuerdos que se originen esta tarde sean menos excelentes que los que se produjeron hace cien años. En realidad, puede haber buenas razones para esperar exactamente lo contrario.
   No estaría mal que pasara eso este año. Que publicaran las verdaderas actas del jurado. Sin hervir. Sin hipoclorito. Hemos estado esperando, año tras año, que le otorguen el Premio Nacional de Literatura a José Kozer, y, obvio, nos corresponde también enterarnos de la enjundia. De la discusión. Quién votó a quién, qué le interesaba, qué odiaba, cuáles pactos podrían haber quedado detrás del asunto. Por supuesto, algunas amistades quedarán rotas. Alguien estará despotricando de ese libro en alguna parte. Alguien hará el papel de Víctor Mesa en las últimas temporadas, guardando su traje de gala, manteniendo a su equipo en el dugout, pensando en todas esas fiestas del mañana que no llegarán, prendiendo el televisor semanas después para ver el documental de Julita Osendi sobre el ganador. No es agradable. La elección –porque sí– de un Premio Nacional de Literatura todos los años tampoco lo es.
   Demasiadas vacantes.

(Cónclave. OnCuba Magazine, octubre 2015)

Wednesday, June 29, 2016

Juan Abreu vs. Leonardo Padura (4)

Mi capacidad de indignación está intacta y espero que lo esté hasta el final. No quiero llegar vivo al final quiero llegar airado. A veces me digo que todo lo que no tenga que ver con el trabajo es una pérdida de tiempo y seguro es verdad. Por qué perder tiempo con el mierdecilla Padura, por poner un ejemplo. Pero. Una vida de cobardía no es vida como se dice.
   “Cuando hay cien que marchan en una dirección, el centésimo tiene que ir evidentemente en la dirección opuesta. Sin preguntarse por qué”.
   Oh furia mía, no me abandones.

(Blog Emanaciones, octubre 2015)

Tuesday, June 28, 2016

Jorge Camacho vs. “¿Fue Martí racista?: perspectiva sobre los negros en Cuba y estados Unidos: una crítica a la Academia norteamericana”, de Miguel Cabrera Peña (2)

El señor Cabrera es un crítico tradicionalista que se ha gastado 423 páginas alabando a Martí. A esto agreguemos que el señor Cabrera no sabe citar, o cita mal en su libro y lo hace así ya sea por desconocimiento de las normas mínimas del trabajo académico, porque no leyó los autores que cita o simplemente porque quiere ningunear a los críticos con los cuales está en desacuerdo. Esto lo puede comprobar cualquiera que esté familiarizado con la crítica martiana y lea las cosas que escribe en su libro. Una de ellas, como dije, el levantar fragmentos e ideas de ensayos de otros, sin mencionar la fuente de donde los sacó. Porque si Cabrera ha leído cualquiera manual de la academia debe saber que no basta con citar a un crítico al final del libro en la bibliografía —aun si fuera 10 veces—. Si Cabrera usó mis ensayos o los de cualquier otro autor para escribir su libro, tenía que señalar la procedencia de los fragmentos que cita dentro de la discusión, para de esta forma saber dónde comienzan sus ideas y donde terminan las de los otros.
   Por eso cualquier lector que lea su libro y esté ligeramente familiarizado con lo que se ha dicho sobre Martí comprobará con desasosiego que no solo Cabrera repite argumentos que ya se habían planteado antes, sino que varias veces a lo largo de su libro, afirma con arrogancia y desdén “como escribió un académico en los Estados Unidos” (68), “como afirma un académico en los Estados Unidos” (145), “se le ha criticado a Martí no responder al ataque racista de The Manufacturer” (342). ¿Quiénes son esos académicos? ¿Realmente piensa que esta forma de citar es correcta?
   Además de todo esto, agrego, su interpretación y las citas que usa para hablar de Martí y las razas, es selectiva. Por lo general deja siempre afuera los textos que no encajan con la idea tradicional de un Martí que pide una república “con todos y para el bien de todos” o resalta en otros críticos lo que le conviene. De ahí que niegue la relación entre lo biológico y lo cultural en el cubano, pase por alto o le reste importancia a frases de Martí como estas: “con los calores, que pueden en la sangre negra más que en la blanca, se les ha encendido la fe a las negradas de Georgia” (OC 12, 293). Esta cita y otras por el estilo, afirmo, muestran las diferencias entre las razas en su concepción del negro, y se repite en varios lugares de su obra, como en el fragmento del 20 de agosto, y en su crónica del terremoto de Charleston, donde Martí afirma de nuevo que la reacción de los negros ante el seísmo muestra “lo heredado de su sangre lo que traen en ella de viento de selva” (OC 11, 73).
   Negar estas diferencias como hace Cabrera, plantear la cuestión en términos culturales y argumentar que hay que ver a Martí en su totalidad —como alguien que evolucionó a posiciones más radicales—, es errado, y es otra forma de desviar la atención. Martí veía, repito, lo biológico y lo cultural enyuntados. Como decía en otro fragmento, que Cabrera evita citar o desconoce: “un pueblo crea su carácter en virtud de la raza de que precede, de la comarca en que habita, de las necesidades y recursos de su existencia, y de sus hábitos religiosos y políticos” (OC, 5,262 énfasis nuestro). Negar uno de esos elementos en la conformación del carácter de un pueblo, según Martí, no era posible. Solamente con el tiempo, la cultura civilizada y la educación que recibieran los negros podía evitarse los males que traía como consecuencia de aparecer en ellos “los caracteres primitivos que desarrollarán por herencia, con grande peligro de un país que de arriba viene acrisolado y culto, los sucesores directos o cercanos de los negros de África salvaje” (18, 284). Por eso dijimos que aun cuando Martí es optimista, y cree encontrar un “remedio” para estos males, no escapa de la visión etnocéntrica de los críticos supremacistas blancos que apelaban a estos mismos argumentos (la raza salvaje, la educación, la aculturación, y los valores de la civilización occidental) para hablar de ellos. Es lamentable por tanto no solo que Cabrera se niegue a ver algo tan simple. Es lamentable que siga adorando un hombre que pensaba de esta forma de los negros.
   Pero entiendo que Cabrera no comparta esta opinión. Es más fácil repetir que Martí tenía una visión “cultural” de las razas y descalificar cualquier argumento en contra de esta idea con insultos. Esto es típico de todos los fanáticos. Es más fácil aún levantar ideas de mi ensayo y argumentar que cualquiera pudo analizar el fragmento del 20 de agosto desde la perspectiva que lo hice yo, porque si realmente hubiera sido ese el caso, ¿cómo es que no se le ocurrió a Cabrera Peña hacerlo primero? En su artículo de 2008, donde él comenta este fragmento, nunca lo hace y sin embargo, ahora afirma “estos abordajes son muy comunes en diferentes disciplinas universitarias, incluso de pregrado. Me pregunto, además, quién es capaz de olvidar ‘El Terremoto de Charleston’ una vez leído y al que se han dedicado decenas de ensayos.” ¿Es común que alguien interprete a Martí de esta forma?
   Bueno, que yo sepa él y yo somos los únicos que hemos dado esta explicación apoyándonos en la tesis de Lamore. Solo que Cabrera repite lo que digo, siete años después, sin mencionar mi nombre y solamente aclarando que “se ha dicho que aquí Martí toma distancia y marca a los negros ya de por vida” (57), algo que por supuesto sacó de mi artículo de 2007 en A contracorriente. La diferencia es que donde yo veo una marca de la herencia biológica y una sugerencia de ortopedia social, él ve una “herencia cultural”. Dice “no está en la obra martiana un abordaje del tema desde la herencia de la sangre, es decir, biológico. Aun cuando muy raramente utilice el vocablo ‘sangre’ en este ámbito, lo utiliza como una metáfora para la herencia cultural” (60).
   El problema de fondo, como digo en mi reseña de su libro, es que a Cabrera no le interesa realmente llegar a una conclusión sobre este tema, ni le interesa tampoco responderse la pregunta que él mismo se hace en el título del libro. Su propósito es remachar una tesis tan vulgar y manida, como la que defiende, una idea que viene a apoyar otra más importante, que es el supuesto conflicto que ha producido esta reevaluación de Martí para los negros en Cuba. Por eso Cabrera se empeña en ocultar fragmentos, interpreta a su modo otros que ya habían sido explicados antes, y ningunea a quienes defienden esta tesis. Esto, repito, es el gesto compulsivo de una parte de la crítica martiana que insiste en barrer debajo de la alfombra lo que no es conveniente que se diga, lo que según las palabras de Cabrera y Raúl Fornet-Betancourt, es necesario “confrontar” porque “es una tarea necesaria y urgente para el futuro de la configuración justa y hermana de todos los componentes de la comunidad cubana” (14).
   Si el objetivo de Cabrera era contribuir con algo al debate sobre Martí y las razas con su libro, lamentablemente no lo logró. No dijo nada nuevo a lo que ya se había planteado. Solamente ha añadido alabanzas al Apóstol. Sus argumentos sobre la “desobediencia civil” están en función de cómo pueden servir sus ideas hoy en día para obtener los cubanos nuevos derechos, que es la forma tradicional en que se ha usado a Martí, es decir, como instrumento de un grupo o de una ideología para servirse de él en él presente. No lo lee para entender la forma en que él veía las distintas razas y el complejo dilema que representaba llevar a la guerra un país. Por eso, estoy en desacuerdo con Cabrera y su forma de citar mis artículos y los de otros académicos que él solamente menciona como fantasmas decidores o con una línea al final del libro. No se trata, como él quiere hacer creer, de una cuestión de vulgar ego, se trata de una cuestión de honestidad, de simple disciplina académica, de respeto por lo que han escrito los otros.

(El libro de Cabrera Peña, mi respuesta. Cubaencuentro, septiembre 2015)

Monday, June 27, 2016

Fermín Gabor vs. Ernesto Hernández Busto

Se sabe que Fermín Gabor es un nombre usado del mismo modo que se usa una máscara. Tacharlo de envidioso o de pedante logra, entonces, poco. ¿Acaso no es demasiado delgada una máscara como para sentir envidia? (Hay máscaras de risa o llanto, de susto o de melancolía, de vejez o juveniles, pero ninguna conocida por mí da expresión a la envidia.) Las cosas cambian, empero, desde que se denuncia un rostro tras la máscara, desde que varios anónimos que bien podrían ser Hernández Busto denuncian a Antonio José Ponte.
   El 10 de junio pasado, tres días antes de que aquél colgara la reseña rusa, aparecían anónimas referencias a Ponte entre los comentarios de ese blog. Eran también menciones caprichosas y, al menos en tiburonística, es técnica muy socorrida la de soltar carne y sangre para ver qué tal danzan los tiburones. (No es preciso siquiera incluir el nombre elegido en alguna entrada de blog, basta con dejarlo caer desde el anonimato en la cola de comentaristas, hasta lograr que el molote prorrumpa en chusmerías.)
   ¿Recurre a tales artes Hernández Busto? No podría afirmarlo. Pero en este punto voy a recordar un par de episodios que lo relacionan conflictivamente con el denostado Ponte. En el primero de los episodios, él publica en Madrid su libro Inventario de saldos (vaya título bodeguero), y Ponte hace circular desde La Habana un mensaje electrónico donde anuncia que ese libro tergiversa trabajos suyos, le empeora la expresión cuando lo cita, y le adjudica juicios contrarios a los que sostuviera.
   Incapaz de rechazar tales acusaciones, Hernández Busto aprovecha una entrevista publicada en Encuentro en la Red para ofrecer excusas. Achaca todo a prisa de escritura, se culpa de atolondramiento. No ha existido mala intención de su parte, pero (y he aquí el segundo episodio) en un texto que publicara diez años antes en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, él mismo se encargaba de plagiar un ensayo sobre Julián del Casal escrito por Ponte.
   (El autor de Inventario de saldos ha llegado al extremo de robarse a sí mismo. Deseoso de publicar libro en España, agarró un volumen suyo aparecido en México, le cosió el virgo, y lo hizo pasar por inédito ante el jurado del III Premio Casa de América de Ensayo, que lo premió sin sospechar violadas las bases del concurso. Nada más ha publicado, fuera de ese libro clonado y del que ostenta título bodegueril. Aunque amenaza con una biografía de José Lezama Lima que, a juzgar por los fragmentos publicados, pone en boca de ciertas figuras lo que éstas dejaron por escrito, con lo cual logra diálogos más almidonados que los de Sir Walter Scott.)
   No hay por qué asombrarse entonces de que una novela extrañamente admirada (entusiasmo constreñido entre una neblina desorientadora y una mueca de profundo disgusto) le sirva ahora, junto a  mis observaciones acerca de ella, para cargar otra vez sobre Ponte. Aunque quizás me equivoque al suponerlo entrando en su blog bajo figura de comentarista anónimo… En cualquier caso, puesto que un comentario firmado por él me endilgaba tareas escolares, quiero reciprocarle con las siguientes recomendaciones: “Ernestico, deja de traducir reseñas dedicadas a otros, y haz lo tuyo, mira que el año próximo vas a cumplir cuarenta. Que no te engañe el espejismo de un blog (el tuyo, con lo poco que escribes en él, es más bien un álbum de recortes), y trata, por favor, de que la desesperación curricular no te haga reincidir en latrocinios”. 

(La lengua Suelta # 42, La Habana Elegante, segunda época)

Friday, June 24, 2016

Yoandy Cabrera vs. “The Cuban Team”, antología de poetas cubanos seleccionada y prologada por Oscar Cruz

Desde mi punto de vista, llamar a una antología de 11 autores The Cuban team: los once poetas cubanos puede parecer un buen ejercicio de marketing (con inglés incluido), pero es más bien un gesto que carece de rigor y seriedad, algo que, sin embargo, el propio Cruz exige a los grandes catálogos de poesía cubana que incluyen a los autores sin ningún criterio de selección (véase su apartado “La maldita circunstancia de los bodrios por todas partes”, p. 10).
   A pesar de lo categórico y seguro que parece Oscar Cruz en sus páginas de presentación, no todo lo que dice está tan claro y determinado. La división entre los seleccionados por él mismo y el “resto indivisible” (9) es, como mínimo, un procedimiento simplista y poco atendible. Al referirse al cúmulo de antologías poéticas cubanas de cualquier temática que incluye a los autores sin criterio de selección alguno, Cruz dice, por ejemplo, que “la mayoría de estos engendros adolece de lo mismo: no presentan un aparato crítico que haga factible su existencia” (10); creo que lo mismo se podría decir de su selección al juzgar por su prólogo, así que cae en ese mismo error que cuestiona y señala adecuadamente sobre otras antologías. Por otra parte, sobre las mismas selecciones cubanas asegura Cruz que “la calidad de los textos deja mucho que desear” (10), sin tener en cuenta que ya es un lugar común de la teoría literaria (desde antes de Terry Eagleton que lo subraya), que los conceptos de “gusto” y “calidad literaria” son epocales, subjetivos, variables. Por ello mismo, a veces, gestos discursivos semejantes al de Oscar Cruz parecen más bien ademanes vanguardistas trasnochados. Quiera el prologuista o no, detrás de esa división facilista y pseudomesiánica de “los once” por un lado y el “resto” por otro, de lo “real” por una parte y de los “sentimentales” por otra, hay una serie de poéticas y de formas líricas de autores que viven ahora mismo en Cuba que merecen ser tenidas en cuenta, sean más o menos tradicionales, más o menos guerreras, más o menos cuestionables.
   Cuando leí en el prólogo que Oscar Cruz habla (al referirse del “resto”) de “Escritura-Melaza” (10), de “poetines y princesas” (9), el uso del diminutivo despectivo y el femenino me recordó un artículo sobre la obra del propio Cruz titulado “Un duro de matar” y publicado en OnCuba donde el periodista Carlos M. Álvarez dice que “todavía crecen, como marabú de librerías, decenas de lezamianitos disciplinados, tan délficos ellos, tan órficos, tan tóxicos, tan peróxidos, tan peluches” y considera que Oscar Cruz es “generoso con los suyos, con los de su plante, que no es otro que el de la escritura real”. Considerar que existe una “escritura real” opuesta a autores lezamanianos, délficos u órficos recuerda demasiado ciertas rivalidades estériles de los años setenta en Cuba. Criterios sectarios semejantes fueron los que desde la oficialidad y la intelectualidad militante echaron a un lado a autores como Delfín Prats o Lina de Feria. Cuando, para defender una poética, hay que ofender y ningunear al otro, o hay que echar por tierra otros estilos y otras formas de lo literario, es que de algo se carece. Algo falla. Si no pueden convivir “guapos” y “órficos”, si la poesía es una guerra en que hay que anular al otro, ¿qué diferencia a estos tiempos del coloquialismo militante y excluyente de los años setenta? Intolerancias como estas reproducen viejas y absurdas dicotomías, los mismos rezagos del totalitarismo que solemos cuestionar. Me resisto a resumir lo poético a un mero asunto de guapería. Valdría la pena preguntarse, frente a semejantes simplismos divisorios, si no se puede ser valiente y a la vez órfico o ser cobarde y escribir buenos poemas.
   Dentro de las antologías de poesía cubana de cambio de siglo hay dos tendencias principales: (1) las selecciones interminables en que los compiladores no llevan a cabo prácticamente ninguna labor de selección a partir de criterios declarados y (2) aquellas en las que, como la realizada por Oscar Cruz, la selección es mucho más pequeña en número, pero en la que sigue faltando una justificación exegética coherente y rigurosa. De ambas tendencias he hablado en otros artículos que he publicado sobre poesía cubana de cambio de siglo. Los ejercicios más serios de compiladores como Jesús J. Barquet, Jorge Luis Arcos y Milena Rodríguez son más bien excepciones en la actualidad.
   Oscar Cruz diferencia su “coalición” del “resto indivisible que la rodea” (9), de los demás autores cubanos que al parecer confunde en una gran masa indistinguible y que denomina “un charangón de poetines y princesas” (9), “Escrituras-Melaza. Escrituras de Leche. Boberías”, “país de Melancolía” (10). La suya dice ser “una coalición contra la abulia y el gran aburrimiento, contra las formas precocidas de representación” (9).
(…)
   Como suele suceder con estas antologías que pretenden ser hiperselectivas, el problema no radica en la selección en sí, en los autores compilados, que suelen ser de mucho interés y en general suelen tener poéticas atendibles. El error, en mi opinión, suele estar en el texto que las presenta, en este caso en el prólogo titulado “La coalición / algunas ideas” (9-14) y firmado por el propio antologador. La única justificación que me parece creíble, después de leer estas páginas de inicio, es que estamos en presencia de una selección personal de los once autores que más sobresalen hoy mismo en la poesía cubana según el gusto del seleccionador, lo cual me parece válido y positivo. Pero hacer del resto de los autores vivos que hoy mismo escriben poesía y viven en la isla una masa indivisible y descalificarlos con frases irónicas y ofensivas no es solo un error, sino también un acto totalitario, que margina innecesariamente otras poéticas y otras formas del discurso lírico insular. Para hacer resaltar el valor de unos no es necesario cuestionar al resto de manera incompetente y tan generalizadora, sin siquiera proponer ejemplos de lo que se critica o cuestiona. No tiene sentido alguno, al menos para mí, ir de incendiario cuando no se explica y se ejemplifica hasta las últimas consecuencias. En ese sentido, este tipo de antologías (por su justificación y sus prólogos) termina siendo un insustancial golpe totalitario del mismo tipo que pretenden huir y denunciar.

(‘The Cuban team’: once poetas cubanos para jugar balompié. Blog El Jardín de Academos, enero 2016)

Thursday, June 23, 2016

Alejandro Armengol sobre los intelectuales cubanos

La primera pregunta es hasta qué punto el creador debe sacrificar la realización de su obra frente a una situación transitoria.
   De nuevo el ejemplo de Martí puede resultar contraproducente. La famosa frase del arte a la hoguera no hay que seguirla al pie de la letra. De ser así Cuba sería un páramo cultural, porque siempre han existido razones para el fuego.
   El grupo Orígenes, tan fructífero en martianos, no siguió las palabras del “Apóstol”. Más bien hizo todo lo contrario durante toda la tiranía de Fulgencio Batista y en algunos casos y situaciones también tras el primero de enero de 1959: se alejó lo más posible de las llamas.
   Otra cuestión es el peligro de la manipulación en cualquier sentido. El argumento —no pocas veces usado como justificación— de que los fines políticos de ambos bandos no dejan de ser eso: fines políticos, medios para alcanzar el poder.
   A todo esto se añade que la cultura la hacen los miembros de una comunidad o un país, no un gobierno. Hay que diferenciar entre las acciones individuales y las de un Estado.
   Apoyar a los mediadores culturales del régimen es otra forma de apoyar al régimen, pero rechazar en bloque a todos los creadores es menospreciar la cultura.
   Aquí están presenten las dos principales reacciones ante los artistas e intelectuales, procedentes de Cuba o manifestadas en Miami.
   La primera es de franco rechazo, de oposición abierta, de desprecio y odio. La segunda es la búsqueda pasiva de un espacio abierto que permita el encuentro. Ambas han mostrado su ineficacia. Bajo los términos intercambiables de tolerancia e intolerancia no se ha logrado alcanzar la necesaria delimitación de linderos: el rechazo lleva a la pérdida de la confrontación, por la que a veces vale la pena pasar por alto las trampas del enemigo. Juntos pero no revueltos.
   Queda también la urgencia de debatir una situación que no resulta fácil de comprender fuera de Cuba, y cuya capacidad de asimilación comienza a alejarse desde el día en que uno sale de la Isla: el ambiente de encierro, frustración y desesperanza en que viven quienes no abandonan el país.
   Las respuestas para algunas de estas preguntas vienen forzadas por las mismas condiciones imperantes en Cuba en la actualidad. Aún es difícil —aunque no imposible— crear una obra sólida dando la espalda a la realidad nacional.
   Eso en el caso de un escritor, porque en otros campos de la cultura —música, pintura— no existe duda en que no solo es posible sino frecuente el vivir ajeno al entorno.
   Pero en literatura nadie parece librarse del acecho de “algún poema peligroso”.
   Que el intelectual cubano haya visto relegado su papel en los aspectos políticos no tiene necesariamente consecuencias negativas. Quizá todo lo contrario. Sobre todo a partir de reconocer que esa supuesta función de “intelectual orgánico” fue sumisión y acomodo en los mejores casos; simple desempeño de trabajo burocrático, con disfraz de artista o escritor en otros, y labor represiva o de censor en algunos ejemplos.
   Más allá de la función de conciencia crítica, inherente al acto de creación, la participación de los escritores y artistas en los estratos del Gobierno —aun limitada a los aspectos de orientación— no solo ha resultado en muchas ocasiones errónea, sino incluso contraproducente y hasta peligrosa.
   Pero en un país como Cuba, donde la organización social, cultural, económica y política se caracteriza por el dominio gubernamental —gobierno, no Estado, dueño de todo—, la complicidad adquirió un carácter compulsivo imposible de eludir salvo con el abandono: el exilio o el reino.
   Así que tras los años del intelectual orgánico, el poeta guerrillero y el novelista funcionario, resultó saludable pensar que lo mejor que hacían los escritores y artistas en la Isla era dedicarse a sus libros, películas, composiciones musicales y de artes plásticas; no “perder su tiempo” en otros asuntos, salvo por razones de subsistencia.
   Pareció adecuado entonces mantenerse en la ribera. Cuba continuaba siendo una excepción, pero incluso en este caso se alzaban voces que intentaban propiciar un acercamiento en que la política —si no podía quedar completamente excluida— fuera al menos relegada a un segundo o tercer plano.
   Las intenciones resultaron claras en pocas ocasiones y torcidas la mayoría de las veces.
   Aunque la posibilidad del aislamiento intelectual no debe despreciarse simplemente con un rechazo, tampoco excluye el reproche. Si bien ello no invalida una obra, no necesariamente salva a un autor de un aspecto negativo al considerar su persona.
   El intelectual no tiene que sentirse obligado a emitir criterios sobre todo lo que ocurre, pero tampoco puede librarse de una maldición que arrastra a muchos creadores: opinar y participar de alguna forma en la vida social y política.
   El 1 de enero de 1959 los intelectuales cubanos despertaron con una noticia alegre que pronto se transformó en amarga: el triunfo de una revolución para la que —pronto comenzarían a escuchar la reclamación hasta el cansancio— ellos no habían hecho lo suficiente.
   No es hasta esa fecha que la ejecución política en Cuba adquiere una trascendencia internacional superior a cualquier logro cultural, en cuanto a importancia y nivel de influencia (no se trata ahora de valorarla sino de fijar su alcance), y se abre la posibilidad de un momento en que la cultura y sus creadores se beneficien de este despliegue internacional. Pero en la curva que describe la evolución de ese proceso, durante los últimos 56 años, la cultura se ha mantenido a la zaga: incapaz tras un período de florecimiento inicial de aprovechar las altas y bajas para destacarse.
   A partir de ese inicio de año y durante muchos más, los escritores cubanos lucharon —algunos con honestidad, otros en apariencia— por librarse de una carga que al principio fue culpa existencial y terminó transformada en alabanza, oportunismo y cobardía. De esta forma, buena parte de ellos terminaron siendo “más revolucionarios” cuando precisamente lo fueron menos. Marcharon, hicieron guardias y gritaron consignas. Demostraron una complacencia mayor que nunca con el poder.
   Por encima de la discusión sobre hasta qué punto se impuso la práctica oportunista y cuándo terminó la voluntad revolucionaria, lo que definió las primeras décadas del proceso revolucionario fue la imposibilidad de que los escritores pudieran escapar del debate político.
   No es hasta los años noventa del pasado siglo que se abre en Cuba la posibilidad de definir una labor literaria al margen de la política, y asumir una posición que es tanto un rechazo a la situación en la Isla como un establecimiento de jerarquías. Es posible que este orden de prioridades menosprecie aspectos sociales que deben preocupar a todo ciudadano, pero debe ser considerado como una opción del individuo.

(Intelectuales, censura y política en Cuba. Cubaencuentro, enero 2016)

Wednesday, June 22, 2016

Emilio Ichikawa vs. Sindo Pacheco

En La Habana se comenta que el escritor de origen cubano residente en Miami Sindo Pacheco es un fuerte candidato para obtener el Premio Nacional de Literatura que concede la isla. Una decisión de este tipo no sería extraña, más bien se ajusta a la moda. Aunque no por eso dejaría de exigir cierta valentía en el galardonado, si es que no opta por rechazarlo.
   Sindo Pacheco pudiera ir blindándose para que cuando llegue la noticia -si llega- la opinión miamense no se altere demasiado. Por ejemplo, desde ya puede acaparar y lucirse en posiciones bien a la derecha en cuanto foro se monte por el sur de Florida. De hecho parece que lo ha intuido, porque una colega suya cuenta que en la conferencia que recientemente ofreció el Embajador Valladares (creo que en Delio Photo Studio), Sindo Pacheco defendió con vehemencia la idea de no permitir la entrada de musulmanes a EEUU y combatir los radicales donde sea necesario.
   Una posición como esta, que lo desmarca del oficialismo cubano, un tradicional defensor de la llamada “causa árabe”, le va aligerando de sospechas por si el premio llega. El premio o… tareas más necesarias.

(La Habana comenta: Premio Nacional de Literatura puede caer en Miami. Ichikawa Blog, diciembre 2015)

Tuesday, June 21, 2016

Manuel Ballagas vs. Néstor Díaz de Villegas

Pongo mi nombre al pie de este comentario para que no quede duda de la autoría de estas líneas, y de que las digo con indignada sinceridad.
   Hasta ahora, me bastaba con conservar, sin expresarla, una indiferencia absoluta hacia los textos de Néstor Díaz de Villegas, por la simple razón de que ni me gustan, ni los entiendo ni creo que aporten algo a nuestras letras. Son ni más ni menos los balbuceos de alguien carente de experiencias vitales y de cultura.
   Ya quisiera para un día de fiesta Díaz de Villegas haber escrito siquiera cualquiera de los libros de Carlos Victoria.

(comentario publicado en la red, Blog Penúltimos Días, enero 2014)

Monday, June 20, 2016

Rafael E. Saumell sobre “El corazón del rey”, de Félix Luis Viera

Cuando tomamos en cuenta las premisas anteriores, se podría llegar a la conclusión de que la novela de Viera puede ser catalogada como muy densa en materia política, que sobran algunos de los comentarios del narrador, que parecen excesivos los berrinches ideológicos de Robertón, que se repiten hasta la fatiga las polémicas con Benito y Maritza; que son largos y reiterativos los episodios dedicados a las colas que hacen sobre todo el Numantino y la Samaritana. Más que narrar hechos en los cuales se involucran los personajes, estos se dedican a comentar lo que sucede en la ciudad por culpa de los gobernantes. De ahí que la mayoría de las acciones son verbales, esto es, se reducen a conversaciones y a narrar las pugnas existentes entre los personajes. Están reducidos a comentar lo que pasa afuera, no tienen ni control ni voz ni voto sobre lo que les ocurre. El gobierno lleva la voz cantante.
   Por eso Robertón, el Numantino y, en ocasiones, la Samaritana se ocupan de desafiar a las autoridades allí donde éstas no pueden ejercer mucha o ninguna influencia. Por ejemplo, lucrar en el mercado negro, hacer trampas en las colas y comprar cualquier cosa que se venda, a especular con los pocos artículos que circulan en la red comercial. Entre tanto, les da por beber cantidades navegables de ron sentados en bares y cabarets de medio pelo, acompañados o no de sus amantes, a acostarse con cuanta mujer lo consienta, caminar y dar paseos a pie, en ómnibus o en taxis dentro de los límites de la ciudad, siempre denunciando lo malas que están las cosas en Santa Clara.
   Ninguno de los personajes le da tregua al lector para que éste pueda apreciar otra cosa que no sea leer las andanadas interminables que ellos arrojan contra el régimen. Lo que se discute sin cansancio es el lado invariablemente feo del país. Con ese tipo de trama y de concepción de los personajes, cualquier obra literaria corre el alto riesgo de ser considerada una tarea narrativa de mucha habladuría y de escasas acciones dramáticas.
   No obstante, a esta objeción podría responderse que la vida en Santa Clara es así de aburrida, predecible y monótona. Casi no hay nada que hacer excepto quizás aventurarse a participar en una de las tantísimas movilizaciones patrocinadas por el gobierno, digamos las tareas agrícolas. En cierto momento, el Numantino y la Samaritana se enfrascan en una competencia –llamada emulación– para cortar cañas de azúcar. Salen mal parados y solo los salvan del ridículo la solidaridad mostrada por los cortadores más diestros.
   La otra tarea programada en las que se meten Robertón y el Numantino tiene que ver con los juegos de béisbol. Sin embargo, ni el uno ni el otro va al estadio para recrearse y apoyar al equipo local sino para poner en marcha un mecanismo de apuestas ilegales.
   Como se ha visto, el narrador no esconde ni sus fobias ni sus rechazos. De manera descarnada y exacerbada destaca en repetidas ocasiones la escasez material, la pobreza, la represión, la discriminación, la persecución contra los homosexuales, las prostitutas y los jóvenes diferentes, la falta de alimentos, los mediocres espectáculos de cabaret, la imposición de normas arbitrarias de conducta y de consumo, la pésima calidad de las bebidas y la rampante doble moral representada por los parientes de la Magalí, primera pareja del Numantino.

(Buscando al rey David en Santa Clara. Revista Otro Lunes # 38, octubre 2015)

Friday, June 17, 2016

Oscar Cruz vs. los poetas de la isla

Cuando aprendes a reírte eres libre. Nadie se merece ni tu odio ni tu rabia. El odio y la rabia se dejan pa’ la escritura. Hay de todo en la viña del señor. Cada día resulta más difícil identificar quién está y quién no en el jueguito. El jueguito es sabroso. Tiene premios, publicaciones, derechos de autor, viajecitos, internet, jurados, homenajes, pueden darte casa o cambiarte la que te dieron por una mejor. Así de bonito. Conozco a varios que llevan años jugando y a pichones de jugadores que tienen una capacidad increíble para el vuelo. Esto puede afectarte hasta el día que descubres que el sistema literario es de juguete. Que todo su aparato de representación, de premios y de eventos es de cartón. Que la mediocridad y el oportunismo político le han hecho metástasis. Hay mucha falta de carácter y seriedad. Lo mejor que puedes hacer es recluirte en tu casa y escribir tus poemetos. Leer tus materiales. Tener una preparación interior lo más severa posible. Publicar cuando se pueda y como se pueda. No exponerte. No esperar absolutamente nada. Solo así estás a salvo y no te dañas como le ha pasado a tantos que después de haber escritos magníficos textos andan por ahí desbarrando de otros porque no le dieron tal o mas cual premiecito, desesperados, enfermos de merecimiento. Llenos de complejos y paranoia. Con una autoestima desbaratada por la falsedad y la hipocresía literaria que los hizo creer unos salvajes. Nada disfruto más que poder reírme cuando leo o escucho disparates. Cuando descubro a un farsante sin vísceras ni órganos con galones de poeta o narrador.
(…)
   La poesía cubana hecha en Cuba —por regla general— es bastante sentimental y noña. Hay voces potentes, claro. Voces que te caminan un juego hasta el séptimo inning sin permitir libertades. El problema está cuando extraes al abridor. Aparece ahí una longaniza de amiguitos que no saca out. Hay tanto poetín de ferias, cruzadas, romerías… Entrar en esas aguas es terrible, banal…

(Reescribir la historia desde escenarios podridos, entrevista. Hypermedia Magazine, mayo 2016)

Thursday, June 16, 2016

Francisco Morán sobre el Martí racista

Si sorprendente y perturbadora es la incapacidad de Martí para escucharse a sí mismo, más sorprendente y perturbadores el descuido, la negligencia, la complicidad incluso de la crítica.  El paternalismo y las tretas del estilo martianos (los “campos risueños”, las “flores de oro”), lejos de mitigar o esconder el horror, lo hacen más visible.  La desamericanización y “barbarie” de Haití se cifran en su africanización y contraposición a las “tierras europeas” y a “cualquier república blanca hispanoamericana”.  El “elogio” de Haití no tiene otro fundamento que lo que pueda hallarse allí de blanco; es decir, de ordenado, racional y letrado: la “poesía pura”, los “libros de hacienda pública, jurisprudencia y sociología”.  Más aún; puesto que Haití no es sino un “volcánico rincón” (violento, africano, irracional), esa blancura reviste los signos casi de un milagro, cuando no de algo grotesco: “gentío ilustrado”.  Similarmente, nuestra América aparece explícitamente identificada con la blancura europea.  Uno tiene que preguntarse (y preguntarle a los críticos que nos han repetido hasta el cansancio el conocimiento profundo que Martí tenía de los pueblos americanos), dónde está, cuál es esa “república blanca hispanoamericana” de que habla Martí.  He aquí que de pronto descubrimos que sí, que somos blancos (al menos algunos de nosotros).  Porque si Martí habla de “cualquier república” es porque debe haber varias.  Ni indios, ni el mestizo autóctono, ni el negro, sino el blanco.  Así; juntas, unidas (en oposición a la volcánica negrura de Haití) se preguntan cómo son y se responden las tierras blancas europeas y las repúblicas blancas hispanoamericanas.  La figuración discursiva de Haití como, simultáneamente, la frontera y la otredad abyecta de Cuba y, de manera implícita, de nuestra América prefigura otras en las esa frontera y abyección serían transferidas a lo antillano y, en particular, a Puerto Rico.
   ¿Significa, entonces, que por lo dicho hasta aquí debemos suponer que Martí, al referirse por lo menos al negro cubano, revelará al fin ese lado radicalmente antisarmientino tantas veces repetido por los críticos?  Como ya vimos antes, es en el relato de la violencia, de la guerra, donde se figura la unidad de negros y blancos.  En la Guerra de los Diez Años, dice Martí usando la primera persona del plural, morimos “juntos, unos en brazos de otros, y con los disparos gemelos de nuestros fusiles oreamos el aire tenebroso para que sea palacio pacífico de la libertad”.  Pensando sin dudas en la República, Martí anticipa que habrá “demagogos que se pongan de cabeza de la preocupación negra o la blanca, y grados de aseo y de cultura, que son los mismos que ya hoy tienen los blancos entre sí, y los negros como ellos” (“Los cubanos” 103).  Como en “Mi raza” Martí intenta darnos gato por liebre echando mano a una engañosa simetría – demagogos negros y blancos – pero el cuidado que pone resulta inútil, porque una y otra vez el racismo se abre camino en el interior mismo del discurso emancipatorio.  Martí vislumbra un futuro, una república en los que habrá “grados de aseo y de cultura”, pero ¿a  quiénes tiene en mente?  ¿Quiénes – y con qué instrumentos prescriptivos y represivos – tendrán a su cargo determinar los grados de aseo y de cultura?  Y otra vez hay que preguntar: ¿los de quiénes?  Poco a poco la escritura comienza a perder inteligibilidad, pues, aunque de todos modos podría inferirse que se trata de “los grados de aseo y de cultura” de los negros, y que dichos niveles de aseo y de cultura “son los mismos que ya hoy tienen los blancos entre sí”, es obvio que el sentido no está claro, sobre todo por la manera en que concluye la idea: “y los negros como ellos”.  No obstante, podría afirmarse con un mínimo de posibilidad de error, que lo que se implica es que cuando los negros alcancen los “grados de aseo y de cultura” que “hoy ya tienen los blancos”, serán como ellos (los blancos).  La igualdad racial estaría asociada así a un proyecto civilizador modelado en y por los blancos: aseo y cultura.  No pretendo afirmar (porque eso sí sería una idea racista) que el negro no poseía aseo y cultura, sino de que se trata de valores definidos desde la hegemonía de la raza blanca, y que parten (precisamente por ello) de prejuicios que inscribían al cuerpo negro como sucio (física y moralmente), y susceptible de ser presa de las pasiones extremas (la sexualidad, y la violencia), que la cultura debería disciplinar. Por eso, Martí deja ahí, bien claro, qué debería hacerse en la República en caso de que los negros no borraran el pasado, e insistieran en recordar: “pero si una mano criminal, blanca o negra, se alzase, so pretexto de colores, contra el corazón del país, mil manos a la vez, negras y blancas, se la sujetarían a la cintura, y se la clavarían en el costado. Lo que queda son las ruinas. A los disparos gemelos de los fusiles, anunciamos, con el fuego creador, el alumbramiento de la libertad” (103). Sabemos que aquí el “so pretexto de colores” solo alude al negro. La advertencia es para los negros. Y esta advertencia – no lo olvidemos – se materializó muy martianamente en la masacre de los Independientes de Color.  No es difícil por qué. La advertencia de Martí convenientemente olvidó la enorme desproporción en términos de poder entre la mano blanca y la mano negra tras el advenimiento de la República.  Su ceguera política – para los que quieran concederle el beneficio de la duda – le hizo olvidar que siglos de discriminación, racismo y esclavismo no desaparecerían tras el amanecer republicano. Y que sí había una guerra de razas que temer era precisamente la de los blancos.  No anticipar nada de esto constituía poco menos que un crimen.  El cinismo de Sanguily que les pidió a los negros valerse de la Ley, no para reclamar derechos sino básicamente para morderse la lengua, solo les ofrecía la posibilidad de “influir poco a poco en la conciencia pública,” aunque no sin añadir que “veinte siglos casi de decantado pero de superficial cristianismo” no habían conseguido esa influencia.  Martí, que leyó el artículo, tenía que saber lo que quería decir esto: los negros tenían todavía ante ellos un tiempo tan impreciso como largo para lograr alguna justicia.
   Cuando en “Los cubanos de Jamaica… “ Martí expresa que los rumores del gobierno español sobre tratos secretos de los revolucionarios cubanos con Haití buscaban que “los cubanos blancos crean que la revolución acarrearía el predominio violento de la raza negra; para que los cubanos negros, azuzados en la preocupación de raza, se divorcien de la revolución, que les quitó la cadena de los pies, que abrió su vida despreciada al mérito de los combates y a la autoridad de la gloria…” (103), se convierte él mismo en vocero de los cubanos de su raza. Hay que tener en cuenta que aunque esté interpretando las motivaciones de España, el discurso es todo suyo.  Podía haberse limitado a lo del predominio de la raza negra – aunque esto no dejaba de ser racista – pero, como blanco al fin, solo podía ver ese predominio como violento. Pero algo se traba aquí.  Los blancos que temerían la violencia negra; sin embargo, el único problema que presentan los negros – obviamente también amenazados por los blancos – no es el temor al predominio violento de éstos, sino el deseo de divorciarse de la revolución.  Así, el verdadero miedo es el de Martí, quien se encontraría sin suficientes brazos; braceros, para ser más exactos, para hacer la revolución.  Uno puede ver que incluso a los ojos de Martí la “preocupación” de los negros no parece ser legítima; y sobre todo no parece venir de ellos.  Se trata de una preocupación azuzada, pero ¿por quién o quiénes?  Todavía, no obstante, lo decisivo sigue siendo que, explícitamente, para Martí el miedo de los cubanos blancos a posibles tratos de los revolucionarios cubanos con Haití significara “el predominio violento de la raza negra” (103); o más exactamente, la creación de otro Haití, de una república negra.  El propósito del artículo de Martí es persuadir a los cubanos blancos de que Cuba no será otro Haití.  Bastaba con invocar el predominio de los negros para que se justificara el miedo de esos blancos, sobre todo porque ese predominio, en la mente racista, no podía ser sino violento. Ese era el derecho del blanco; tan es así que Martí no se siente compelido a invocar aquí el predominio violento de la raza blanca.  El peligro reside en la  (re)producción desmesurada de los negros, hasta el punto de hacerse de la isla, africanizarla, haitianizarla. O lo que es lo mismo, desequilibrar su blancura, desleírla en un peligroso antillanismo. 
   Martí expresa algo, sin embargo, que nos permite alinearlo con la defensa de la libertad que tantos estudiosos han celebrado en su obra y en su vida.  Después de afirmar que no es cierto que en Cuba existiera “un miedo sincero al predominio de la raza negra en la revolución,” continúa:

   Ya en Cuba está planteado el problema inevitable de todos los pueblos, y ese es en realidad el único problema de Cuba, que explica las confusiones aparentes del país, como explica lo catástrofe de la guerra: la minoría soberbia, que entiende por libertad su predominio libre sobre los conciudadanos a quienes juzga de estirpe menor, prefiere humillarse al amo extranjero, y servir como instrumento de un amo u otro, a reconocer en la vida política, y confirmar con la justa consideración del trato, la igualdad del derecho de todos los hombres (104).

   No obstante, aun aquí – o sobre todo aquí – nos encontramos con lo mismo.  Para empezar, uno no puede desentenderse, ni separar esta declaración, de lo que ya ha leído y visto.  En primer lugar, esa “minoría soberbia” de que habla Martí son los autonomistas; y por tanto hay que considerar el blanco político de esta declaración.  En segundo lugar,resulta altamente significativo que un texto que gira completamente en torno al miedo al negro, en el momento en el que la noción de libertad alcanza su definición más justa, las marcas racializadoras se esconden. Obsérvese que no he dicho que no están presentes, sino que se ocultan. En ese escondite se revelan involuntariamente.  En efecto, aquí aparece al fin lo que habíamos echado antes de menos.  Martí, sin dudas, está hablando de la voluntad del “predominio libre” de los blancos sobre “los conciudadanos a quienes juzga de estirpe menor” (los negros).  Pero, aun tratándose de un enemigo inveterado – los autonomistas – Martí se atreve a mencionar públicamente el deseo de predominio libre, violento además, del blanco sobre el negro.  En la desigualdad de ese reconocimiento, la violencia y la amenaza quedan desigualmente distribuidas, y con ellas también el derecho al uso legítimo de las demandas y, llegado el caso, de la violencia.  En efecto, el problema como puede verse es que “minoría soberbia,” es un significante vacío, sin un referente específico, y por tanto susceptible de ser resignificado a voluntad del poder.  Ni siquiera la apelación a la “igualdad del derecho de todos los hombres” puede tranquilizarnos, puesto que la noción misma de hombre en Martí es problemática y se desdibuja con suma frecuencia. El artículo se cierra, pues, predeciblemente, insistiendo en que no había tratos con Haití.  Lo importante en este caso no es el desmentido de los hechos, sino la insistencia en negar las implicaciones que haber sido cierta la noticia, habría tenido para los cubanos blancos:

   la revolución cubana, que ha de entrar a su labor sin confusiones ni sustos, no tenía con Haití los tratos que publicaban las agencias españolas.  Ni los tenían en modo alguno, tácitos o expresos, los cubanos de Jamaica, contra lo que dijo el cablegrama de Nueva York: más no había para qué perder tiempo, y respeto propio, en negarlo.  Cuando las obras defienden, no hay por qué defenderse (105).

   La revolución cubana no tenía tratos con Haití no principalmente porque los rumores que había difundido la prensa española fuesen falsos, sino sobre todo porque la cubana tenía, o iba a tener otro carácter que la de Haití.  A diferencia de la de ésta, la cubana no tendría “confusiones ni sustos.” Martí concluye que no había que perder tiempo en negar los rumores porque “cuando las obras defienden, no hay por qué defenderse.”  Preguntémonos qué obras, o cómo podrían las obras – cualesquiera que ellas fuesen – defender a los revolucionarios cubanos de Jamaica, y en general a la revolución y a Martí, de estar en tratos con Haití.  La única explicación posible, desde luego, es que las obras de los revolucionarios cubanos bastaban para demostrar que no había tratos con Haití.  Martí tranquiliza así a su raza: Cuba no será otro Haití.  Los revolucionarios cubanos no serían negros jacobinos.    

(E pur si muove!: la “correcta ubicación” ideológica de Martí, según Roberto Fernández Retamar. La Habana Elegante, segunda época; noviembre 2015)

Wednesday, June 15, 2016

Juan Abreu vs. Leonardo Padura (3)

Leo una entrevista con Padura. Dice las chorradas costumbristas de siempre y se comporta como un animalito folklórico cosa típica de cubanos que a la menor oportunidad comienzan a mover el culo o sacan un tambor. Pero. Además. Dice Padura: “Crecí en un país muy homogéneo y está dejando de serlo. Cada vez es más heterogéneo por culpa de las desigualdades económicas. Estoy viendo la distancia social que se está produciendo… Habría que buscar un equilibrio y, ojalá, lo encontremos”.
   Impresionante. Hasta para un tipo como Padura. ¡Así que el peligro que acecha a los cubanos después de cincuenta y cinco años de dictadura, hambre, miedo, represión, envilecimiento ideológico y moral, después de miles de muertos tratando de escapar de la homogeneidad que celebra Padura, después de miles de fusilados (estoy pintándolos, Padura) es…¡la desigualdad económica!
   No la desigualdad económica que disfruta la nueva clase cubana de hijitos de papá, no la desigualdad económica que disfrutan los intelectuales vendidos como Padura, no.
   ¡La desigualdad de los que prosperan un poco por los intersticios que deja la férrea maquinaria de control del Amo de Padura! ¡La desigualdad que traerá el malvado capitalismo tan heterogéneo, ese capitalismo que Padura detesta hasta extremos de buscarse la ciudadanía de uno de estos países capitalistas sin siquiera huir del suyo!
   Padura padece de castroenteritis, que, como bien dijera Guillermo Cabrera Infante, es una enfermedad del cuerpo (te hace esclavo) y del ser (te hace servil).
   Es la enfermedad endémica del Hombre Nuevo Cubano.

(Blog Emanaciones, octubre 2015)

Tuesday, June 14, 2016

Enrique del Risco vs. “Historia mínima de la Revolución cubana”, de Rafael Rojas

Si hablar de lo que dice un libro siempre es un negocio tramposo, lo es mucho más hablar de lo que no dice. No obstante, en el caso de una historia nacional que se pretenda abarcadora y objetiva, hay silencios que afectan irremediablemente la idea de conjunto. En el caso de esta historia, por mínima que se pretendiera, deberían haberse dedicado algunas páginas más a abordar el período que va desde el derrocamiento del régimen de Gerardo Machado en 1933 hasta el golpe de Eestado en 1952. Sobre todo en lo que respecta a la década populista de Fulgencio Batista (1934-1944), la constitución de la Confederación de Trabajadores de Cuba (CTC) y su traspaso violento de manos comunistas a "auténticas" y el desarrollo de lo que en la Historia de Cuba se viene a conocer como el "bonchismo" o "gangsterismo" político.
   Sin lo anterior, muchos fenómenos descritos en el libro resultan incomprensibles al lector no iniciado: desde la relativa popularidad de Batista antes del golpe, el gran peso de los sindicatos en ciertos momentos de la vida política del país, la escasa intervención de la clase obrera en la oposición contra Batista, lo incruento del golpe de Estado de 1952 o los orígenes políticos gangsteriles de Fidel Castro.
   En cuanto al costo en vidas humanas del proceso que recoge Rojas es más bien parco (su conteo se detiene en 1.330 ejecuciones hasta 1960) a pesar de la abundante y fiable información que existe al respecto. Y, aunque su libro se adentra hasta el primer semestre del 2015, eventos con tantas repercusiones en la historia reciente como el hundimiento del remolcador "13 de Marzo" en 1994, la muerte en huelga de hambre del prisionero de conciencia Orlando Zapata Tamayo o los fallecimientos en circunstancias muy cuestionables del exministro del Interior José Abrahantes y de opositores como Oswaldo Payá y Laura Pollán, son ignorados.   
   Pero mucho más importante que todo lo anterior es la ausencia del que posiblemente sea el factor más importante en la historia cubana de las últimas seis décadas: la infatigable voluntad de (adquirir y retener) poder de los hermanos Castro. Sin abordar y entender dicho factor, buena parte de esa historia reciente es un amasijo de hechos incomprensibles, sin mucha relación entre sí: desde la ruptura, bajo los pretextos más peregrinos, de pactos con el resto de las organizaciones opuestas a Batista hasta los cíclicos ascensos y destituciones de figuras supuestamente llamadas a tomar el relevo de los Castro.
   Dicha voluntad de poder explica por qué la mayor concentración que llevó la oposición pacífica contra Batista en el Muelle de Luz en noviembre de 1955 buscando una salida negociada al conflicto fue reventada por efectivos del Movimiento 26 de Julio a silletazos y gritos de "¡Revolución!". Explica la sucesiva provocación de crisis por parte de Fidel Castro para conseguir determinados objetivos políticos (en contraste con los métodos más discretos de su hermano para aprovecharse de esas mismas crisis). Hacen comprensible la fría ejecución de tramas de extorsión a Estados extranjeros o la de notorios crímenes de Estado sin importar si sus víctimas fueran niños o los colaboradores más cercanos y eficientes.
   Esa voluntad de poder y su necesidad de imponer ciertas condiciones en sus relaciones con los soviéticos explican bastante mejor sus vaivenes en política económica en la segunda mitad de la década del 60 que la hipótesis de Rojas de que, en un inusual ataque de sentimentalismo, "Fidel Castro intentara serle leal por un tiempo" al legado ideológico del Che Guevara.
   En la Historia mínima… el vacío que queda en el lugar donde debería ir esta voluntad de poder da lugar a situaciones que rozan la comedia. Así, según Rojas, luego del discurso en el que Fidel Castro declara el carácter socialista de la revolución "varios líderes del viejo Partido Socialista Popular" entienden tal declaración "como una invitación a integrar plenamente la estructura del Estado". Luego serán "designados en posiciones clave del nuevo Estado socialista". Así, impersonalmente, como si el plan en el que serían usados como meras piezas recambiables no tuviera un autor muy concreto.
   Pero todavía más llamativa es la ausencia de dos palabras sin las que, desde mi punto de vista, es imposible entender la historia cubana reciente: estos son conceptos tan elementales como dictadura y totalitarismo. Bueno, debo rectificar. El de dictadura se emplea ampliamente en el libro, pero solo para designar a regímenes como el de Batista, Duvalier, Somoza, Rojas Pinilla o Marcos Pérez Jiménez pero nunca para el liderado por Fidel Castro o por su hermano y sucesor. Y no porque Rojas le tuviera reservado un concepto más preciso como el de totalitarismo, a pesar de que el propio Rojas reconoce en diferentes momentos del libro que la Revolución cubana dio origen a "un Estado con gran capacidad de intervención en la vida cotidiana" (pág. 15), a "un acelerado proceso de militarización de las masas" y a una creciente "segregación social y represión política" (pág.125), a un total "control del Estado sobre la economía" (pág.158), a un proceso de "sovietización de la cultura" (pág. 171) y a diversas maneras de censura y control ideológico de un gobierno dedicado a "combatir la tendencia a la autonomía de los artistas e intelectuales" (pág. 175).
   Sin embargo, la mención dispersa de los componentes del totalitarismo no sustituye el concepto ni mucho menos explica la persistencia del régimen y su peso decisivo en la vida, el imaginario y las expectativas de los cubanos. Ni el concepto de "orden socialista" elegido por Rojas refleja las dimensiones económicas, políticas, sociales y culturales del régimen que imperó en Cuba durante décadas, como tampoco el desmantelamiento de dicho orden explica el carácter epidérmico de las actuales reformas.
   Adoptar conceptos distintos a los que durante décadas ha usado un régimen para disimular su dimensión arbitraria y represiva es, más que un prurito ético, un imperativo gnoseológico. Como diría Richard Rorty, aceptar el vocabulario heredado es rendirnos de alguna manera ante cierto orden de la realidad, "es aceptar a otro la descripción de uno mismo, ejecutar un programa previamente preparado, escribir a lo máximo variaciones de poemas previamente escritos", resignarnos a hacernos las mismas preguntas de siempre en lugar de plantearnos cuestiones nuevas. Insistir en el mismo vocabulario habla menos de cierta comprensión del pasado que de una profunda y entendible desesperanza ante el presente.
   Que un intelectual de la talla y el rigor conceptual de Rafael Rojas use esos términos para referirse al régimen cubano como manera de atestiguar el carácter objetivo de su estudio nos da una idea de lo absoluta que ha sido la victoria del castrismo sobre el imaginario colectivo de su época. De lo inevitable que nos parece su control, no solo sobre el presente, sino también sobre el futuro cubano.
   Ya se sabe que quien controla el presente controla a su vez el futuro y el pasado y, ante el previsible futuro que le aguarda a Cuba, parece lógico excluir del pasado todo elemento que desentone, ya sea en el plano de los conceptos o el de los hechos, con "la postergada reforma del sistema político heredado de la Revolución de 1959" (pág. 193). Cierto que, dadas las actuales circunstancias, una sucesión dentro del marco castrista sería el escenario más esperable pero, como todo historiador debe saber, lo único seguro en el transcurso de las cosas humanas es su carácter incierto. De modo que lo más prudente es tener a mano todos los pasados que tengamos a nuestra disposición, sin excluir ninguno. Ya el futuro sabrá qué hacer con ellos.  

(Una historia mínima de la Revolución. Diario de Cuba, septiembre 2015)

Monday, June 13, 2016

Fermín Gabor sobre las instrucciones para otorgar el Premio Nacional de Literatura

A lo largo del año diversas instituciones de todo el país emiten sus candidaturas. (Reunida en la antigua cochera de Dulce María Loynaz, la Academia Cubana de la Lengua propuso a Humberto Arenal.) Reconocidas figuras literarias extienden también sus recomendaciones. (El Indio Naborí, seudónimo o fantasma, nominó a Virgilio López Lemus.)
   Acopiada tal cosecha de nombres, corresponde a los organizadores del Premio cerciorarse de que cada uno de los nominados haya puesto su firma en los últimos manifiestos oficiales y permanezca como residente en el territorio nacional. (Este último requisito permitió desbancar, ¡bendito tecnicismo!, al candidato Daniel Chavarría, uruguayo no nacionalizado en Cuba.)
   Comprobadas políticamente las nominaciones, éstas pasan a ser consideradas por los miembros del jurado. Ya en este punto difieren los caminos recorridos en cada convocatoria, aunque el método puede sintetizarse en un grupo de interrogantes útiles a la hora de deliberar. Esas preguntas son:

   1) ¿Mantiene la obra del candidato en cuestión (en caso de contar con obra) una relación tangencial con la literatura?
   2) ¿Describe esa obra (de haberla) una asíntota destinada a confundirse con lo literario sólo en el infinito, que es decir nunca?
   3) ¿Sostiene la tal obra un paralelismo riguroso que le evite encuentro, tropezón, intersección o coincidencia con lo literario?

   Tangente, asíntota o paralela: cualquier respuesta afirmativa a las interrogantes anteriores garantiza al jurado que se está ante un posible Premio Nacional de Literatura.

   Visto ya lo imprescindible de cumplir con ciertos requisitos políticos, para ser nominado al Premio Nacional cabe también la obligación geológica de ser viejo. No importa que se cuente con bibliografía más escueta e irrelevante que la de los jóvenes escritores. Al fin y al cabo, lo que se premia en el Nacional de Literatura es el óxido acumulado, la imprecisión de trazo al maquillarse los párpados, el olvido de sacudirse las migajas al comer, las dificultades en el envión al levantarse, el número de coronas dentarias a las que se ha sobrevivido, la peste a guardado... Y, por supuesto, la cercanía del desfiladero, el pie en la tumba, cortadas y en remojo las frescas azucenas del velorio.

(La lengua suelta # 29. La Habana Elegante, segunda época)

Friday, June 10, 2016

Gilberto Padilla Cárdenas vs. revistas cubanas: Amnios, La Siempreviva

Imprimir una revista como Amnios le cuesta a nuestro país alrededor de 3000 CUC, con su respectivo contravalor en moneda nacional. De estos, al menos la mitad hubiera sido más prudentemente invertida si alguien la hubiera arrojado como volantes desde un avión sobre el río Almendares.
   (…) recuerdo un número de La Siempreviva —una revista que, en más de un sentido, parece estar en desacuerdo con su nombre— que abría con el siguiente rótulo: “La narrativa que viene”. Y acto seguido, nuestros pretendidos escritores del futuro. La lista en sí misma era casi un subgénero de la ciencia ficción: Luisa Campuzano, Astrid Santana, Mayra Montero, Miguel Mejides, etc. Era como estar sentado en un enorme sofá demasiado relleno con tapetes sobre los brazos y el respaldo. Recuerdo que pensé: ¿esta será la literatura cubana del futuro? Me sentí irlandés. Fantástico, hemos descubierto lo que ya sabíamos: la literatura cubana no es eso que muchas veces corre por nuestras publicaciones seriadas. Una cerveza abre más las puertas de la percepción —cuando de literatura contemporánea se trata— que algunas revistas nacionales. Trabajar con esos “documentos” —como se lee en un poema de José Ramón Sánchez— es como “tener una vida sexual a base de pajas”. El número 5 de La Siempreviva, por ejemplo, parece ser un laboratorio de especulación sobre la irrealidad.

(Píldoras. Revista El Estornudo, marzo 2016)

Thursday, June 9, 2016

Miguel Cabrera Peña vs. Jorge Camacho

I
El académico Jorge Luis Camacho se atribuye una relevancia, un poder de creación y una mirada adelantada que él no tiene. Camacho no ha dicho nada destacable que no hayan escrito antes, desde mediados de los noventa del siglo pasado, Aline Helg, Ada Ferrer y Alejandro de la Fuente, entre otros autores de real estatura. Me refiero al tema que contiene a los negros en la escritura y la vida de Martí, que es lo que he investigado por veinte años, precisamente cuando el sector académico mencionado dio a conocer los primeros estudios que consideré desde entonces problemáticos.
   Como afirmo en otras incursiones, los académicos en Estados han llevado a cabo una labor encomiable —diría que decisiva— sobre las relaciones raciales en la Isla. Es con Martí donde se equivocan, que no es el centro de sus meditaciones. Camacho, por su parte, no ha entregado un solo análisis perdurable, en cuanto a los afrocubanos, porque trabaja con intenciones preconcebidas.
   El “yo” —no el que estudian Freud y Lacan, sino el de Camacho— pareciera que le dificulta el resuello, que lo precariza, lo sujeta y lo pone cianótico, pero en realidad no es así. Su “yo” quiere ser algo donde no hay nada y lo reitera tanto que se ahoga definitivamente. Camacho es una libreta de abastecimiento.
   La distorsión de su “yo” es tal que se enoja, me acusa, adjetiva y ofende porque dice que no lo menciono en el libro, a pesar de que lo que hago es criticarlo. Él prefiere que aparezca su nombre, su nombre siempre, aunque sobre el mismo caiga como lluvia de lejía lo que dijo Martí, que termina sepultándolo. Paralizado desde su “yo” enfermo no fue capaz de ir hasta la Bibliografía del libro, donde están su nombre ¡al fin! y los títulos de cinco de sus textos y la forma de localizarlos. Para Camacho lo importante no habita en acercarse a la verdad: lo importante para este caballero es exhibirse. Pero hay más.
   Pareciera que lee muy mal, y así silencia en sus ensayos una cifra extensa de nociones martianas o las acomoda, con sus interpretaciones, a objetivos prehechos. Probemos su capacidad de escamotear en la crítica de marras. Se queja porque no lo menciono, dice que lo ninguneo, y cita, también parcialmente, la página 68 del libro, pero le oculta al lector de CUBAENCUENTRO, ¡sí, a Ud. mismo!, la página 66 donde lo menciono primero por su nombre, inicial de su segundo nombre y apellido, y dos veces más por su apellido. En total aparece, ya en sus textos, su nombre y Bibliografía, diez veces en el libro. ¿Cómo fue posible que no chocara con todo esto? Estas triquiñuelas, esta falta de seriedad es habitual en Camacho, cuyo nombre repetiré aquí muchas veces para ver si lo hago feliz.
   Son de tanto bulto sus errores que estoy por pensar que él sabía que yo lo iba a despedazar, pero con tal de autocitarse y verse y sentirse en un escenario, valía la pena el sacrificio. Como solo instala afirmaciones que no demuestra, su auténtico fin residió en la oportunidad que el tema le regalaba para repetir posesivos y autoalusiones. Observemos: “…le permite a Cabrera ningunear mis argumentos, levantar ideas de mis ensayos, y tomar el rol de un brigadista de turno que viene a rectificar lo que dijimos”. (subrayado nuestro).
   Ahora me asalta una duda, una pregunta, otro atajo para analizar lo que subyace en el “yo” de este caballero. Por qué si el libro es tan malo, por qué si acarreo sus textos para criticarlos, le lástima tanto que no lo cite, que no estampe su nombre glorioso en el libro. Yo no quisiera aparecer, jamás, en un libro malo. En mi caso, sería mejor que el autor me ignorara porque entonces no me veré relacionado con tal mediocridad. A partir del comportamiento de Camacho, me asalta otra duda: ¿Tendré que creer al escritor del prólogo, el eminente Raúl Fornet-Betancourt, quien asegura que el libro es “imprescindible”? ¿Será que no es tan malo mi libro…?

II
En sus afanes por atacarme acude a la política, pero cómo no me conoce, se parapeta detrás de elementos que deja en la bruma, inexplicados, raros. Qué quiere decir con “brigadista de turno”. Vaya Ud., amigo lector, a saber. Tal vez piensa que Ud. no merece claridades y está bien servido con un plato de humaredas. Quizá cree que soy un peón del régimen cubano o un soldado que él, como buen acomodador de teatro, decidió sentar en el tradicionalismo martiano. Después de designar el sitio de cada cual Camacho irá al escenario, a exhibirse.
   Vamos a ponerle un poco de hondura al asunto. Yo quisiera que nuestro señor respondiera, ya que presume que me aprovecho de sus meditaciones (no para rectificarlo sino para criticarlo en el 99 por ciento de las ocasiones), en qué texto, de la tradición o fuera de ella, se abordan los siguientes aspectos de la obra de Martí, donde ocupo en general en capítulos completos: 1.- ¿Quién ha tratado antes los adelantos martianos de lo que hoy llamaríamos desobediencia civil, donde los negros ocupan un lugar primordial? 2.- ¿Qué libro o ensayo ha intentado demostrar la visión del poeta en el tema social sobre la raza negra, en Cuba y Estados Unidos? En este asunto el poeta sugiere incluso la acción afirmativa. 3.- ¿En qué texto se investiga a través de toda su obra la descolonización del cuerpo de hombres y mujeres de la raza, es decir su vigencia en este campo? 4.- ¿En dónde se ha seguido paso a paso —no digo mencionar o una vaga generalización— sus nociones sobre Frederick Douglass, Henry H. Garnet y John Brown, dedicadas al tema de los afrodescendientes. 5.- ¿Quién ha intentado probar la recepción de los afrocubanos a partir del pensamiento liberador del poeta, aspecto capital que excluyó Ottmar Ette de su pesquisa? 6.- ¿Existían en toda la bibliografía pasiva martiana referencias al Spiritual, el Cake Walk y a relaciones literarias entre “La Muñeca Negra” y La cabaña del tío Tom? Hay más, pero dejémoslo porque temo aburrir, que para aburrir con Camacho basta.
   Mientras yo me esfuerzo por generar teoría y conocimiento nuevo, que es el sentido de un académico, don Camacho pretende, bajo el manto de la disidencia o la desmitificación, rebajar sin razones válidas y desde parcialidades y escamoteos el símbolo que, le guste o no, encarna Martí. Debo añadir que en marzo de 2006 publiqué un ensayo donde armé la columna vertebral del volumen que con tanta energía ataca don Jorge.
   Para el tipo de crítica que hace Camacho mis postulados son una constante concesión, una alabanza a todo trapo de Martí. Ya en el primer párrafo del libro y a través de toda la introducción admito, sin embargo, “ambivalencias y equivocaciones”, afirmaciones problemáticas.. Pero yo no lo detengo ni encierro ahí como Camacho y otros. Lo abordo en una dinámica que no es martiana sino humana, en su despliegue en el tiempo. Por tal motivo critico a quienes estratifican, convierten en lápida una equivocación o un prejuicio. Muy difícilmente estaré de acuerdo —y no únicamente en el caso martiano— con un dogma como el que el propio Camacho reproduce y que cualquiera escondería, por vergüenza, bajo siete llaves: (Martí) “marcó a los negros, para siempre, como elementos sospechosos dentro de la comunidad blanca”. Aquí hay un problema metodológico grave, una totalización, un caso irreversible, una opinión castrante y eso nunca es Historia. En el fondo, eso es política. Con estos bemoles está confeccionado el discurso del que Camacho se imagina creador, pero que, repito, existía desde mucho antes. A lo sumo, él ha extremado errores previos. Conste que no soy el único al que don Jorge ha acusado de ninguneo.
   El crítico se delata a sí mismo cuando coloca como primera importancia del libro el tema de la cultura del negro en Martí, y se delata porque cita la página 330. ¿Cómo el tema más importante puede estar a esa altura? La engañifa la lleva a cabo porque cree que es en el tema de la cultura donde hay grietas para introducir su crítica. El objetivo sobre el que gira todo el libro que ocupa a don Camacho es exponer el proyecto liberador para el negro en el corpus del poeta. Ese es el nudo, lo focal y fue por esto que los negros lo siguieron. El racismo que Camacho y otros atribuyen a Martí produce afrocubanos tontos, fuera de la historia.
   Con el fin de arrinconarme Camacho escamotea lo que llamo, en la explicación misma del capítulo sobre la cultura del negro, “escisiones y fugas martianas”. Y en la introducción al libro procuro “demostrar las disrupciones de lo que se ha llamado creación martiana de ciudadanías culturalmente homogéneas”. De dónde, de cuál sitio de su mágico sombrero Camacho saca que veo a la raza “como algo puramente cultural”. Esta es otra chapucería.
   Para demostrar errores del poeta y como consecuencia del autor, el señor Camacho pudo criticar alguna cita de Martí entre numerosos pensamientos sobre lo cultural, pero no lo hace. Por cierto que en la página 330, no se habla nada de biología, al revés de lo que afirma.
   Tampoco ven Camacho ni el sector aludido de la academia norteamericana que Martí utiliza a la cultura occidental como instrumento para la liberación del negro. He aquí una de las funciones y objetivos de la Sociedad La Liga, suceso inesquivable en el devenir de los siglos XIX y XX en Cuba. La Liga fue mucho, pero mucho más que el lugar de la casi prescindible “amistad” entre el poeta y los negros según Camacho. El dominio de la cultura occidental le permitiría al afrodescendiente medirse “mente a mente con el blanco”. Y tuvo razón el maestro en La Liga. Precisamente esto es lo que en la actualidad se le tiene muy en cuenta a Booker T. Washington, vapuleado por décadas. De sus afanes por enseñar masivamente cultura occidental —leer, escribir, comprender textos en lengua inglesa, todo necesario para el saber técnico— salieron numerosos desobedientes de años posteriores. Aquello de ser cultos para ser libres carga un mensaje hasta hoy no sospechado.
   Aunque lo anterior era bastante, el poeta isleño no se detuvo. Sus concepciones de desobediencia civil traían en la entraña al Partido Independiente de Color, masacrado en 1912. Rafael Serra y otros que estuvieron con Martí en La Liga neoyorquina y luego fueron a la Isla, dejan esto absolutamente claro, en la teoría y la práctica. En el libro refiero el viaje de Serra y Evaristo Estenoz a Estados Unidos, reseñado por The New York Times. El carácter inviolablemente pacífico de la protesta, que repitió en muchas ocasiones el artista isleño, y la concertación de “todos los que tengan buena voluntad”, o sea negros y blancos, antirracistas desde luego, hubiera imposibilitado el conato armado que Serra previó y condenó, precisamente a partir de la concepción de rebeldía pacífica martiana, calculada para cuando se ganara la república democrática mediante la guerra. Probado por Tomás Fernández, el conocimiento de la obra martiana que acopiaron no pocos intelectuales de la raza permite afirmar que poeta fue el padre ideológico del Partido Independiente de Color. Al igual que el grupo de académicos en Estados Unidos, Camacho está imposibilitado de una conclusión como esta porque tomó un camino sin destino.

III
En verdad nunca leí el fragmento donde Martí habla de los negros de África salvajes y del tiempo necesario para alcanzar la civilización a partir de Camacho, según este asegura. Tuve en cuenta, en primer lugar, que toda la polémica arquitectura del párrafo, que no publicó, existe porque el habanero piensa a la raza en “el ejercicio de sus derechos públicos”. Y esto no lo medita Camacho porque habla bien de Martí. Leí desde el principio con sentido distinto a todo lo que previamente había, cuando ni siquiera sabía de la existencia del perínclito Jorge Camacho. Martí fue superando aquel momento y los ejemplos de esas superaciones menudean por sus páginas. Basta como botón de muestra lo que denomina “adelanto rápido y afanoso de los cubanos redimidos, más que los casos patentes de cultura extraordinaria”, y subraya las “condiciones desiguales”. Tales avances, dice, “son hechos de influjo social superior”.

IV
Hay un instante en que la crítica amaga con ponerse seria, y escribe: “Mi argumento en 2008, sigue siendo el mismo que hoy: la ciencia del siglo XIX no hacía distinción entre los conceptos de raza y cultura. Ambos estaban “enyuntados”, y por tanto las características de una civilización se trasmitían de una generación a otra en y con la sangre de los ciudadanos (George Stocking, John Jackson, y Nadine Weidman)”. Camacho vuelve a enclaustrarse y torna a otra postura totalizante, sin salida. Lo que afirma es que nada hay ni puede haber fuera del discurso de la ciencia, a pesar de que él mismo admitió —lo cito sin crítica por única vez en el libro— que Martí “se vira sobre la cabeza” de un texto de Charles Letourneau. Para nuestro crítico, como para tanto seguidor a pie juntillas de la teoría sobre el discurso en el ámbito postmoderno, la individualidad desaparece, no hay escape ni para Martí ni para nadie. Todos los seres humanos están obligados a comportarse como un rebaño ante el discurso y la verdad del poder. Esto es lo que aquí se nos dice.
   ¿Cómo fue posible entonces que Martí, seis años antes del mundialmente célebre Émile Durkheim, según datos de Pierre-André Taguieff, deshabilitara el concepto de raza, una auténtica hazaña intelectual, y le pasara por encima a todo el discurso científico de su época. De acuerdo con Nicolas Shumway, el poeta asegura “que no hay razas, y aunque no dice que la idea de raza es una construcción histórica como diríamos ahora, afirma que la idea de raza es algo artificial y que vemos razas porque queremos ver razas”. Pero más sorprendente aún es que el poeta isleño no disoció la deshabilitación del concepto —tampoco lo hacen quienes creen lo mismo en la actualidad— con la lucha social, y no renunció a la existencia social de las razas.
   La desprolijidad de don Jorge llega a nueva cota cuando escribe: “Cabrera analiza el fragmento del 20 de agosto, como prueba del antirracismo de Martí y al igual que hice yo, lo interpreta a través del evolucionismo sociocultural, lo relaciona con la crónica del terremoto de Charleston, y destaca la cuestión del tiempo, el concepto de negación de la simultaneidad y la “unilinialidad” en sus escritos. Sin embargo, en ningún momento Cabrera menciona mi nombre o mi ensayo, y por toda cita menciona a Jean Lamore, que nunca analizó este fragmento en su libro (Cabrera 58)”.
   Quien intente reflexionar sobre el apunte que bautizo 20 de agosto —Martí no lo tituló— como prueba del antirracismo del bardo tiene que estar loco. Esta es la noción más conservadora en toda su obra. Lo que hago, y que Camacho trastoca y despoja de lógica, es demostrar un proceso superador, cómo va transformando su obra, adquiriendo conocimientos. Por otra parte, no sería serio analizar concepciones sobre las razas en el XIX sin hablar de evolucionismo, unilinealidad y del tiempo como algo implícito en el tema. Estos abordajes son muy comunes en diferentes disciplinas universitarias, incluso de pregrado. Me pregunto, además, quién es capaz de olvidar “El Terremoto de Charleston” una vez leído y al que se han dedicado decenas de ensayos. Por qué Camacho se atribuye estos temas añejos y manoseados. Su “yo” lo sabrá. Pero hay más.
   Arguye don Jorge que en la página 58 lo excluyo a él y solo me refiero a Lamore. Otra vez el crítico pretende engañar al lector de CUBAENCUENTRO que no posee el libro. En esta página, la tengo delante, cito a: Marvin Harris, el célebre antropólogo de quien extraigo lo vinculado con esta ciencia y no de Camacho. En dicha página también aparecen Miguel A. de la Torre, Rafael Rojas, Henry George, Edgar B. Taylor. Estos están al pie, pero en el cuerpo están mencionados de una forma u otra: Gobineau, Chamberlain, Lapouge, Morgan, McLenan y Piaget. Rojas sí abordó con mirada no condescendiente 20 de agosto, pero tiene presente los avances martianos posteriores, sobre lo cual Camacho resulta muy reticente cuando no lo silencia.
   Por tal comportamiento, Rojas tuvo que recordarle que el imaginario racial de Martí no puede “ser plenamente reconstruido sin alusiones a su proyecto de una ‘república con todos y para el bien de todos’ en Cuba”. Ocultar frases que hasta los niños conocen constituye una palmaria violación de las reglas más elementales del trabajo académico. Y esto, en todo un libro sobre los indígenas y el poeta. Es verdad que Lamore no tocó 20 de agosto, pero sin dejar de apuntar errores ofreció un panorama equilibrado, más ancho y profundo que nuestro crítico. Camacho convierte sus triquiñuelas, mentiras y mentiritas en una plaga y así infecta todo lo que toca.
   En otro exabrupto de su “yo” ramplón sostiene Camacho que yo dialogo con sus textos por todo el libro. Esto es totalmente falso, pues como he dicho él no pertenece a los académicos que considero relevantes y que iniciaron la tendencia que fue coloreando a Martí como un racista. Mi libro, además, cuenta con 464 páginas, y en capítulos completos Camacho no tiene absolutamente nada que decir. Lo único que no se atreve a afirmar es que lo plagio, porque con una sola excepción, invariablemente lo critico y desde luego lo desarmo y descarto, lo cual no resulta difícil por su falta de esmero y el hacer escasamente profesional que lo distingue. Aquí lo hemos comprobado.
   Su gran angustia, o sea que lo ninguneen, que no lo citen, que su nombre quede sin escenario, es todo invención de Camacho. Dentro de unos días estará en CUBAENCUENTRO de nuevo con otras quejas, reclamaciones y ofensas contra alguien que presuntamente lo ignora.

V
Impotente para triunfar sobre un puñado de nociones objetivamente abordadas y novedosas en la bibliografía martiana, don Jorge se ve obligado a generar política, pues ahí siempre hay algo que decir. Veamos. En la invención que es toda patria, la mía me interesa y en particular la gente que peor la está pasando. Ambiciono siempre conectar la teoría con la práctica, con los intereses más acuciantes en esa comunidad imaginada que se llama Cuba.
   Las luchas simbólicas, por otra parte, son constitutivas de los conflictos sociales en todos lados. Lo que hago en mi libro, como fruto de la preocupación del hombre de raza negra que soy, es tratar de advertir la no repetición de lo que en el pasado sucedió. Por ejemplo, la matanza y represión de los independientes de color.
   La historia tiene impulsos repetitivos destacados muchas veces. Si nos imaginamos en el campo de las reivindicaciones sociales de los negros, que van a llegar, me pregunto si enarbolar el símbolo martiano, conociendo cómo realmente pensó los problemas raciales de la Isla, facilita o no la labor reivindicadora. Por eso, como en el XIX y XX, los afrocubanos no deben separarse de la fuerza simbólica que el bardo significa. Por eso reitero que la tendencia que un sector de la academia norteamericana despliega contra la visión sobre los afrocubanos en Martí es peligrosa porque en primer lugar es falsa, y lo es también porque distancia a la raza de un símbolo que la favorece. En este punto el señor Camacho puede decir lo que le parezca, me da lo mismo. De cualquier modo, anuncié el advenimiento de este tipo de personajes —y sus ataques— desde la primera línea del párrafo en que plasmé esta posición, cosa que vuelve a ocultar el persecutor. Nada hay, pues, de sorprendente en Camacho.

(El vulgar imperio del “yo”. Cubaencuentro, septiembre 2015)