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Monday, October 28, 2019

Antonio José Ponte vs. Lourdes González


Cacica editorial holguinera, González reconoce que practica, practicó y practicará la censura. "Desde que dirijo la editorial he censurado todo lo que como directora de una editorial debo censurar", contesta a una pregunta del entrevistador. "Sí, todo. Pero, además, eso jamás me ha quitado el sueño. Siempre he dormido muy bien, muy cansada, extenuada de un día fatigoso. No solo he censurado, sino que seguiré haciéndolo. Es una de mis labores".
   Y para dejar claro que se refería a la censura política, agrega: "También la mala calidad la he censurado siempre con mucho ahínco. Lo seguiré haciendo". Es decir, ella veta lo que haya que vetar por razones políticas y, como cualquier editor en cualquier editorial del mundo, vela por la calidad literaria.
   Durante décadas la censura de la literatura cubana descansó en su soberbia ideológica. Operaba con celo de utopista, en nombre de la sociedad futura que describían los discursos oficiales y que anunciaba la vulgata marxista-leninista. No ofrecía explicaciones, nadie llegaba a pedírselas, y apenas dejó ejemplos de comisarios políticos explayándose. Uno de ellos, de fines de los años 70, incluía a Alfredo Guevara declarando a jóvenes intelectuales de la llamada Comunidad Cubana en el Exterior los motivos para censurar a Virgilio Piñera.
   Con el paso del tiempo, fue perdiendo vigor ideológico y sus razones se redujeron a los de un achicador ante una vía de agua. Y si antes los comisarios no daban la cara, menos lo harían ahora, faltos de mística. Es por eso que resulta tan interesante, no solo que alguien reconozca hoy la práctica de la censura, sino que aporte argumentos para su legitimación. 
   Lourdes González combina sus servicios al oficialismo con un pequeño negocio propio. Tuvo una paladar y ahora renta una habitación de su casa. Es, además de comisaria política, cuentapropista. De sus negocios propios ha llevado y lleva cuentas, y le toca amarrarse a un presupuesto en la editorial que dirige. No es, por tanto, una desconocedora del funcionamiento empresarial. Conoce, al menos, rudimentos de economía, y su legitimación de la censura es economicista.
   "El libro en Cuba no es autofinanciado, es presupuestado. Son cosas que a la gente se le olvida", afirma.
   Si su frase sobre cuánto ha censurado y cuán dispuesta está a seguir censurando remite a la del comandante Ernesto "Che" Guevara sobre la persistencia de los fusilamientos, esta última recuerda aquel lema interno de una campaña electoral de Bill Clinton: "Es la economía, estúpido".
   González ha encontrado la raíz económica de la censura política. La gente no lo sabe o se le olvida, pero ella lo tiene claro. No del todo, sin embargo. Porque es de suponer que cuando habla de una actividad presupuestada estará refiriéndose a una actividad subvencionada, a la que la administración pública apoya con dinero pese a no ser negocio que arroje ganancias. Y si era eso lo que quería decir, esta es su lógica: el hecho de que la industria del libro en Cuba sea de propiedad estatal y el precio de los libros resulte barato por subvencionado, autoriza a prohibir obras y autores. El Estado lo paga todo y, por tanto, tiene todo el derecho a imponer las leyes del juego. Es la economía, estúpidos.
   De esta argumentación que gira alrededor de más o menos gratuidades, se ha abusado muchísimo a propósito de la salud pública y la educación. Es chantaje muy gastado ya. Y falso: supone que el Estado es quien crea la riqueza que luego distribuye, y pasa por alto las evidencias de que lo barato del libro va combinado con bajísimos sueldos, restricciones alimentarias, doble moneda, decrepitud de las ciudades, impuestos indirectos sobre artículos de primera necesidad, ventajismo cambiario, jubilaciones miserables y un largo etcétera de penurias.
   No es el Estado, sino la población, quien crea riqueza y quien permite crear riqueza a partir de la miseria en que vive. Es la población trabajadora, y no el Estado, quien asegura que el libro sea barato. Contrario a lo que Lourdes González sostiene, no es que exista censura porque el Estado tiene a su cargo la industria editorial, sino que el Estado se hizo cargo de la industria editorial para imponer totalmente la censura. Y veta autores y libros, no por imperativo económico, sino por la única legitimación con que cuenta, que es la fuerza bruta. Así, censura del mismo modo que se organizan actos de repudio, se arrastra a Damas de Blanco, se carga con los manifestantes LGBTI o se impide entrar al país a los cubanos que resultan incómodos. Por puro ejercicio del poder. Para no perderlo.
   El restaurante que alguna vez ella tuvo se llamó "Paradiso". Le puso así por la novela lezamiana. "Sigo siendo literaria incluso en mis negocios", se halaga a sí misma. Pero resulta tan literaria como esa moda oficialista que se cobija en autores antiguamente censurados y que da la medida del vacío ideológico en que esos comisarios se mueven. Faltos de leyendas propias, no tienen más alternativa que aprovechar la mansión y el prestigio de una Dulce María Loynaz, por ejemplo. O fundan un rincón de trovadores y, en lugar de homenajear la obra de Silvio Rodríguez u otro de sus músicos, lo bautizan como "El Patio de Baldovina", por la criada de una novela lezamiana. Únicamente así se explica la necesidad de incluir a Arenas y Cabrera Infante, magníficos escorias, en una antología del oficialismo.
   Se trata de coquetería de esbirros, encantados de tener sobre el buró el retrato de alguna antigua víctima famosa. Y no cabe duda de que, de exigirlo la ocasión, alguien como Lourdes González no habría tenido reparo en supliciar a ese mismo Lezama Lima que aprovechó y homenajeaba en su paladar. Habría bastado la coincidencia de un original de autor tan problemático, ciertas instrucciones llegadas desde instancias superiores (en el caso de Lezama Lima, desde Seguridad del Estado, como quedó demostrado en los archivos de la Stasi) y ella en tanto censora solícita. En su conducta se juntan varios tiempos: la comisaria y represora política y la pequeña emprendedora capitalista, la apelación a un gran escritor silenciado y el silenciamiento de otros escritores en nombre de ese mismo poder.
   Celebré hace dos años que fueran publicadas las memorias impostadas de Alberto Garrandés, y celebro que se publique esta entrevista de Lourdes González. Creo, sin embargo, que los lectores habríamos tenido más si Reynaldo Aguilera, el entrevistador, hubiera repreguntado. En cuanto a su entrevistada, a diferencia de un Garrandés a quien no tenía sentido pedirle nada, habría que pedirle a Lourdes González que vaya más lejos, hasta desechar esa coartada falsa y sentimental del sacrificio del Estado sostenedor del libro, y asuma que ella opera sin necesidad de coartada alguna. Que es criminal y punto.

(Lourdes González, censora y cuentapropista. Diario de Cuba, mayo 2019)

Tuesday, October 22, 2019

Rafael Rojas vs. Abel Prieto (defendiendo a Cabrera Infante)

La idea de cubanía de Fernando Ortiz no se puede abstraer de su propia ideología, que no era comunista, ni siquiera socialdemócrata, sino estrictamente liberal y republicana. La moral patriótica es un compromiso que, históricamente, puede manifestarse desde múltiples ideologías. De ahí que resulte forzado transferir el patriotismo de Ortiz a cualquier otro, mucho menos al tipo de patriotismo que Abel Prieto y los ideólogos oficiales de la isla quieren difundir en la Cuba del siglo XXI. Ese patriotismo, subordinado a una ideología de Estado que no es marxista, sino autoritaria, es el que opera como una verdadera castración o mutilación de la nacionalidad.
   Abel Prieto usa la letra de Ortiz, y de José Antonio Ramos —cónsul en Filadelfia, profesor de la Universidad de Pennsylvania, protestante, gran admirador de la cultura de Estados Unidos y autor de un todavía útil Panorama de la literatura norteamericana (1935) —, y de Elías Entralgo —seguidor del evolucionismo social de Enrique José Varona y defensor de la Constitución de 1940— para distorsionar su sentido. Así, amparado en la autoridad de tres intelectuales republicanos, decreta, una vez más, la expulsión de Guillermo Cabrera Infante de la cubanía.
   Dice Prieto que «Cabrera Infante era francamente anexionista de alma y pensamiento». Que en su libro Mea Cuba (1993) promovía la adoración por Estados Unidos, que se burlaba de José Martí, que odiaba a la nación cubana, aunque su literatura fuera «radicalmente cubana». En síntesis, lo que dice Prieto es que se puede ser esencialmente cubano en la escritura pero anticubano en la ideología. ¿De veras? ¿Y si fuera al revés? En ese caso, tal vez Prieto sería uno de los escritores emblemáticos de la literatura anticubana contemporánea: un ideólogo nacionalista con una prosa exógena.

(Cabrera Infante o la cubanía. Revista El Estornudo, septiembre 2019)

Wednesday, October 16, 2019

Michael H. Miranda sobre la “padurización”


Es muy probable que, en el terreno de la cultura, terminemos acogiendo a nuestro pesar el término “padurización” como etiqueta para los años finales del castrismo, esto es, la asimilación de un status quo donde prevalece la refracción de todo lo que un régimen ha tenido de represivo, totalitario y antidemocrático; la negación de esa faz convertida en antifaz. Así, el intento de normalización de Barack Obama encajaría a la perfección con esa posición del intelectual/escritor acomodado —el “ketman profesional” que describe Milosz— que desde adentro clama por una reforma muy maquillada para esconder toda la vergüenza cómplice bajo el lema de “aquí no ha pasado nada”.

(Texto incluido en El compañero que me atiende, Editorial Hypermedia 2017)

Friday, October 11, 2019

Juan Abreu vs. la Feria del Libro de Miami


Veo el programa de la Feria del Libro de Miami. El programa (en lo que a Cuba concierne) un programa de las dos orillas a la medida de Padura mensajero oficial del castrismo en la cárcel de Lula y en los salones miamenses. Poco a poco la Feria ha ido sucumbiendo a la marea de las dos orillas, de la reconciliación, del pasemos página, o dicho más claramente a la estrategia castrista de colonización. Colonizar Miami, la ciudad de sus víctimas y sus enemigos ha sido para el castrismo una operación crucial que ha rendido sustanciosos frutos. Miles de millones de dólares anuales ordeñados al exilio, por no hablar de lo más importante: la exportación del envilecimiento castrista a Miami. Queda poco ya sin colonizar y el ambiente es de resignación entre las víctimas y de desfachatez entre los triunfales y zafios invasores. No es que Miami fuese nunca una plaza cultural, pero era una plaza moral. Y en lo referente a la cultura, había gente seria, profesional, leída, que continuaba alimentando esa trama de belleza, honor e integridad a la que llamábamos cultura cubana. Hoy ya esa trama ha sido barrida por la vulgaridad castrista, como fue barrida de la isla, deliverada y brutalmente, desde los primeros años. El castrismo no es una ideología, es la zafiedad en el poder. Caen las últimas almenas y la alta Cuba que fue sólo sobrevive en la memoria y en la resistencia de los últimos cubanos libres. Cuando ellos mueran la luz de toda una época se apagará.

(Blog Emanaciones, octubre 2019)

Monday, October 7, 2019

Hypermedia magazine vs. editoriales cubanas

¿Por qué no se ha tomado ya la decisión de clausurar definitivamente las editoriales estatales cubanas que publican literatura cubana contemporánea?

¿No representaría un ahorro para el Estado? ¿Por qué seguir botando dinero de esa manera?

En serio, ¿qué está esperando Miguel Díaz-Canel? Si alguna vez dijo: “Total, todo el mundo censura”, ¿qué espera para decir: “Total, si el 90% de todo eso es mierda”?

¿Y, en ambos casos, no tendría toda la razón?

Unión, Letras Cubanas y compañía, ¿de verdad son sellos editoriales? ¿O no son más que un truco presupuestado para la inflación de egos, para la egoterapia?

En tiempos difíciles, ¿por qué subvencionar a los escritores locales, adultos, no discapacitados, que todavía se pueden buscar la vida? ¿No es mejor —concediendo que algo haya que publicar, para guardar las formas— publicar exclusivamente a los muertos?

¿Para cuándo el apocalipsis zombi en las editoriales estatales cubanas?

(Hypermedia interroga [X]. Hypermedia magazine, octubre 2019)

Wednesday, October 2, 2019

Carlos Manuel Álvarez vs. Roberto Fernández Retamar


   Con la noticia de su muerte, alguien me preguntó si por fin Retamar servía o no. Le dije, por decir, que pensara en un prospecto que nunca llegó a triunfar en Grandes Ligas y que, siendo beisbolista, pudiendo batear y fildear, aceptó el cargo de coach de tercera.
   Alguien que cumple órdenes, da señas constantemente y transmite las jugadas que piensa otro. Alguien que te indica cuándo tienes que frenar o cuándo puedes seguir, y alguien que, de más está decirlo, siempre mandó a frenar. Le gustaba que la gente estuviera quieta en base.
   Cuando yo llegué a La Habana, con dieciocho años, Casa de las Américas era un templo venerable, un gris edificio arte decó ubicado en Vedado, en calle 3ra y Avenida de los Presidentes. Justo al lado quedaba mi residencia universitaria, veinticuatro pisos de hambre y subversión.
   Todos los días, para llegar a mi cuarto, cortaba camino como tantos. En vez de tomar la acera, me metía por una especie de pasillo que atravesaba la entrada de Casa y miraba para adentro, buscando quién sabe qué.
   La primera vez que vi a Retamar fue en uno de esos peregrinajes de estudiante. Ya rondaba los ochenta, sus pasos eran cortos. Lo rodeaba una cohorte de empleados menores. Iba a montarse en un Lada, se lo llevaban a algún lugar.
   Yo quería con todas mis fuerzas convertirme en escritor. No había, desde luego, escrito nada, pero creía que pasar cada tarde por Casa de las Américas y encontrarme a veces con Retamar en mi camino ya me ayudaba un poco a serlo.
   Era una atmósfera sublimada que yo confundía doblemente. Primero porque la literatura no es algo que venga nunca desde afuera, y segundo porque en los años que yo estudié en La Habana –y así sigue siendo hasta hoy, y así era también desde mucho antes– no había nada que pudiera alejarte más de la literatura que Casa de las Américas.
   La última vez que vi a Retamar, si es que no se trataba de un fantasma, fue hace casi tres meses. Me habían invitado a la feria del libro de Santo Domingo. Entré a un restaurante y él estaba sentado en una de las mesas con más comensales. Fue una presencia incómoda, no me gusta estar en un lugar donde hay gente que trabaja para el estado cubano. Transpiran miedo, son recelosos, siempre tienen que cuidar sus palabras. Todo eso puede olerse si uno tiene el olfato indicado. Es como recordar cuál era tu olor años atrás.
   Salí de allí de inmediato. Retamar llevaba su boina distintiva, para mí ya un emblema del hombre pusilánime, del pensador castrado en buena medida por sí mismo.
   Hay en su obra un poema bisagra muy conocido. Se llama El otro (enero 1, 1959), y está escrito, naturalmente, en el punto de quiebre de la historia, justo en ese instante en que toda la materia nacional conocida hasta el momento está cerca de entrar para siempre en otra dimensión. «¿Sobre qué muerto estoy yo vivo,/ sus huesos quedando en los míos,/ los ojos que le arrancaron, viendo/ por la mirada de mi cara/?», se lee ahí.
   Podemos detectar de dónde viene y adónde va Retamar. La contención del poeta letrado le sostiene todavía el pulso al estremecimiento épico, salva al verso de fracasar en la estridencia, pero todo eso va a desaparecer. Retamar va a traficar con el tono elegíaco, a corromperlo en el trasiego diario, convirtiendo su lírica, cargada de esperanza y porvenir, en un sitio de constante expiación cívica.
   En esa monografía programática, El socialismo y el hombre en Cuba, el Che Guevara le endilga a la vieja burguesía cubana una culpa original que Retamar, como hombre ampliamente formado bajo las reglas del viejo orden, va a padecer y a tratar de limpiar más que nadie.
   Hay entonces un punto de ironía y de justicia en el hecho de que en sus coloquiales poemas revolucionarios Retamar sea más burgués que nunca. Con las mismas manos relata su participación en la construcción de una escuela. Ahí cuenta que a pesar de ponerse lo que él entendía como ropas de trabajo, todavía los obreros le dijeron señor.
   Se trataba de un turista en el país del proletariado, alguien de paso que quería parecer cool, convertirse en unos más, y que no tenía la menor idea de cómo vestían los obreros. Es condescendiente y compasivo, ve en esos semejantes a buenos salvajes, y hay una representación primitiva de las acciones y las cosas («Y me eché a aprender el trabajo elemental de los hombres elementales», o «tomé el agua silvestre de los trabajadores»).
   En la revolución, la clase obrera es la nueva aristocracia social. En una actitud típicamente burguesa, Retamar quiere acceder ahí, quiere travestirse con ponderaciones y lisonjas y que lo acepten en la corte del yunque y el cultivo. Pero el único momento revolucionario es el momento pre-revolucionario, y el segundo de la transformación ya ha sucedido, el segundo verdaderamente luminoso está clausurado de modo definitivo para Retamar y los suyos.
   Como sujeto de su clase, Retamar quiere alargar un suceso al que llega, por fuerza, tarde, puesto que es condición dada de la burguesía llegar tarde a las revoluciones modernas. Ese alargamiento tozudo es trágico, inicia y justifica la deriva totalitaria.
   El único puesto que hay entonces para el burgués en el tejido social del nuevo orden no es un puesto de obrero, sino un buró de funcionario. Es lo máximo a que se puede aspirar, una recompensa que castiga. Con su chivo, su boina, su portafolio cargado de poemuchos y papeles administrativos, y su imbatible obediencia y sumisión, Retamar cumplió siempre a pie juntillas lo que la historia tenía deparado para él.
   Con las mismas manos es un poema de 1962. «Pasé por el que será el comedor escolar/ hoy sólo señalado por una zapata», dice su verso décimo. Tantos años después Retamar ha muerto, muchas vidas han pasado, ya no hay burgueses ni obreros, sino sobrevivientes, y ese comedor no ha sido construido todavía.

(Un turista en el país del proletariado. El País, julio 2019)