Total Pageviews

Wednesday, August 31, 2016

Enrique Pineda Barnet sobre Guillermo Cabrera Infante

Escribí un cuento que particularmente no me gusta mucho, era muy distinto a lo que yo hacía, muy bucólico, con un final esperanzador y muy soft: “Y más allá la brisa, se perdió en los montes…” A mí me complacía mucho como terminaba, pero en general es una de las cosas que menos me gusta de las que he escrito. Era sobre una campesina que había sido abandonada por su esposo porque era estéril. A raíz de eso, ella se inventaba un hijo de espuma, de cristal, un hijo transparente, y lo veía en todas partes, en la huerta, en la col, por el campo. Cuando vi Milagro en Milán, y comprobé que había un niño que nacía de una col, exclamé: “Mira, mira, eso lo cogieron de mi cuento”.
   El último día de plazo para la entrega, voy a la sede del periódico El País, en la calle Carlos III. Una señora llamada Sol Aguilera, muy correcta, al estilo de las maestras de antes, mulata china, de moño, era quien recepcionaba el premio en el periódico. Ella me dice, no sé si porque nos había visto juntos alguna vez: “¡Qué extraño que Guillermito no haya pasado por aquí! Ya hoy es el último día”. Yo le comenté: “Si yo estaba esperando hasta hoy para venir después de él”. “Pues, mira, que se apure”, insistió Sol. Fue entonces cuando le pregunté si podía traer su cuento. Ella me dijo que sí, pero que si llegaba luego de las tres, debía entrarlo clandestino, pues no podían señalarle que estaba recibiendo obras después de la hora en que vencía el plazo. Salí corriendo, compré en el cine América una revista Life que tenía en la portada a Marlon Brando en su papel de Marco Antonio en Julio César, y fui hasta 27 y G a casa de Guillermo. Llegué y le expliqué que se vencía el plazo del concurso. Él empezó a decirme que había que esperarlo. Un berrinche de esos de los que armaba él. Guardó en la revista el cuento “La mosca en el vaso de leche”. Y lo entregué.
   Al tiempo, llego a la casa un día y al abrir, me encuentro un telegrama que habían pasado por debajo de la puerta. Rompí el sobre y el mensaje decía que yo era el ganador del concurso “Hernández Catá”. Ni siquiera entré a decírselo a mi mamá. Corrí a casa de Guillermo para darle la noticia. Yo, lo juro, no me di cuenta de lo que hacía. Él abrió la puerta, y le dije: “Mira Guille, gané el concurso” y le extendí el telegrama. Lo tomó, lo leyó, me lo devolvió y me dijo: “Me cago en el recontracoño de tu madre”, y me tiró la puerta en la cara. Esa puerta cerró nuestra amistad. Fue como el portazo de Nora en Casa de muñecas. Sólo entonces me percaté de que había ido lleno de felicidad a ver a una persona que estaba aspirando a lo que yo había ganado. Supongo que él se habrá sentido muy mal, que le había provocado muchas contradicciones. Y regresé a mi casa sin parar de llorar. Él podía decir que yo no había entregado su cuento, pero la suerte fue no sólo que Sol lo había inscrito en el concurso, sino que la historia de Guillermo ganó mención, no la primera, sino creo que la tercera. La primera fue una señora ya mayor llamada Renée Potts; la segunda, Conchita García Arzola con un cuento que se llamaba “Mariposas”, y después venía Guillermo. El hecho de que no ocupara el puesto inmediato detrás de mí, me hizo pensar que, de todas formas, no habría ganado el premio, que yo no se lo había quitado.
   Los ganadores siempre publicaban sus cuentos en Carteles o Bohemia o en el periódico El País. Guillermo era secretario de Antonio Ortega, el jefe de redacción de Bohemia, e impidió que me publicaran el cuento en esas revistas. Apareció en el suplemento dominical El País Gráfico, de lo contrario, jamás se hubiera publicado. No le bastó y comenzó entonces una campaña en mi contra, arguyendo que yo había seducido a alguno de los jurados. Yo era un muchacho bonito, con el prototipo de educado y efebito, pero tuve la suerte de que el nombre de cada uno de los integrantes del jurado echaba por tierra la acusación. El presidente de honor era don Fernando Ortiz, el presidente en funciones era Juan Marinello, y los otros integrantes eran los doctores Jorge Mañach, Raimundo Lazo y Francisco Ichaso. El magistrado Antonio Barreras, que era un hombre intachable, corría con la parte legal del concurso.
   Ante la difamación, estos cinco señores me acogieron con cariño, como a un protegido, casi un nieto. Me invitaron a un viaje por Trinidad. Ésa fue mi primera salida de La Habana. Sentados en una glorieta que estaba en el parque frente al Hotel La Ronda, cubierta de jazmines y piscualas como las escenografías de las zarzuelas españolas, hablaron conmigo y me aconsejaron. Parecía una de aquellas escenas de la zarzuela española en que las ancianas de la aldea le aconsejan a la novicia cómo debe comportarse después de casada. Me dijeron algo que no había oído nunca: “Los verdaderos amigos no se prueban en los momentos difíciles como suele decirse. En un mal momento todos vienen a ponerte la mano en el hombro, porque es más fácil compadecer al otro que acompañarlo en la victoria. Cuando uno gana un premio, va a perder siempre algo. Ya sabes que a partir de ahora será así, piensa en eso cada vez que obtengas uno”. Siempre lo he tenido muy presente, y ha sido como una maldición, una desgracia que me persigue.
   Guillermo tenía un círculo de amigos muy cerrado. Era de esa clase de gente que te decía que si eras amigo de él no podías serlo de otro. Y eso me distanció de muchas personas a las que volví a acercarme con los años. Todo aquello me dio mucha vergüenza, y dejé de escribir. No puedo culparlo por eso, pero ésa fue la razón por la cual me retiré un poco y no me propuse continuar como escritor. Un día Franqui lo hizo publicarme en Revolución un cuento que se llamaba “Carta a mi amigo Juan Pérez”. Antes, en Ciclón, Rodríguez Feo me publicó “Camaleón”, pero en realidad, yo dejé de escribir dentro de mí.
   No tuve más contacto con Guillermo hasta el año 61. Ya estaba enrolado como uno de los maestros que irían a la Sierra Maestra, porque quería aportar mi ayuda a la Revolución en algo que no fuera disparar tiros. Hacía tiempo que tenía preparada mi carpeta con mi currículo, mis datos, y un día Fidel hace un llamado de maestros voluntarios desde las cámaras en Tele Mundo, donde está hoy el Canal Educativo. Yo lo estaba viendo en mi casa, en Malecón, a sólo dos cuadras y fui directo para allá. Recuerdo que conmigo estaban Korda y Norka Méndez, porque me habían ido a avisar que ella estaba embarazada. Me le presenté al guardia de la puerta para que se lo diera a Fidel cuando bajara. Cuando llegué a mi casa, me encuentro a Fidel en la televisión recibiendo los papeles y diciendo: “Aquí está el primer maestro voluntario. Se llama Enrique Pineda Barnet, trabaja en Sabatés S.A. y gana mil pesos…” Un día voy caminando por La Rampa y alguien comenta a mis espaldas: “Dicen que te has convertido en una vedette del sacrificio”. Y cuando me viro, era Guillermo, fumando su pipa. Siguió de largo como si nada. Años después, cuando vino a Cuba por la muerte de su madre, voy a comprarme un café en el bar Las Vegas, frente a Radio Progreso, y me lo encuentro allí por casualidad. Le di el pésame y le pregunté por Sabá, a quien yo quería mucho. Conversamos. No lo volví a ver jamás.

(En: [Per]versiones de Guillermo Cabrera Infante. La Gaceta de Cuba, agosto 2010)

Tuesday, August 30, 2016

Adolfo Bioy Casares sobre José Rodríguez Feo y Virgilio Piñera

A la noche comen en casa Borges, Wilcock, Peyrou y dos maricas cubanos, de la revista Ciclón: Rodríguez Feo, el director, y Virgilio Piñera, el secretario de redacción. Rodríguez Feo es rico, buen mozo, menos literario que su amigo, más muchacho de sociedad; físicamente recuerda un poco a Octavio Paz; Piñera es delgado, con cabeza de perro flaco de empuñadura de paraguas; es modosito, silencioso, un poco lúgubre, no del todo incapaz de formular en la conversación frases (más o menos) bien construidas. Los dos tienen inconfundible voz y entonación maricas. Si formaran pareja, Piñera ha de sufrir por los éxitos y las infidelidades de Rodríguez Feo.

(Memorias. Tusquets Editores, 1994)

Monday, August 29, 2016

Juan Carlos Castillón vs. “Ciudades junto al mar”, de René Vázquez Díaz

“Supongo que la gente estará molesta por mi libro…” me comentó alguna vez René Vázquez Díaz en la Librería Universal poco después de publicar La isla del Cundeamor (Alfaguara). Y yo, que practico la insobornable honestidad del librero, le tranquilicé: “No te preocupes, no hay nadie molesto. Nadie lo ha leído”. Al margen de mi evidente mala leche, le estaba diciendo la verdad. A pesar de su prestigiosa editorial, y de una crítica favorable en El Nuevo Herald, no vendí más de media docena de ejemplares del libro —biblioteca pública incluida. No me extrañó a mí, no le extrañó al dueño de la librería y no debió haber extrañado al autor. Era un libro artificial sobre una ciudad que el autor no conocía bien, escrito desde lo que me pareció el desprecio, y para escribir desde el odio y el desprecio hay que tener, por lo menos, el talento de Céline. Y RVD no es Céline.
   Aquel libro fue un poco posterior a un evento internacional convocado en Estocolmo, que juntó a autores cubanos de la Isla y del Exilio, en cuya organización intervino el autor de manera muy destacada —y polémica. En aquel momento necesitaba ser, parecer, tal vez incluso creerse él mismo —porque si tus mentiras no te engañan a ti ¿a quién van a engañar?—, alguien equidistante entre un gobierno de extrema izquierda, bajo el que a fin de cuentas había decidido no vivir, y un exilio que aborrecía. Lo extraño es que siendo RVD un hombre de izquierdas, bastante más a la izquierda a juzgar por este nuevo libro que la mayor parte de los socialdemócratas españoles, su obsesión parece ser encontrar, inventar en realidad, ese inexistente centro por el cual vagar como el “lobo solitario de la literatura cubana”, etiqueta que le endosó un oscuro crítico y que el autor, complacido, no se cansa de repetir.
   Ciudades junto al mar, su último libro, son unas memorias truncas, que hilan las circunstancias de un periplo vital en cuatro escenarios: Cuba, Polonia, Suecia y EE UU. Empiezan cuando el autor está a punto de desertar del paraíso, retroceden a una infancia llena de nostalgias —como suelen serlo todas en todas partes del mundo— y concluyen, de forma demasiado abrupta e inexplicable, en la década del setenta, con la promesa del autor de que siempre será un enemigo jurado del Miami cubano.
   Valga aclarar que el autor es el hijo de una familia a la que la Revolución le quitó su pequeño negocio, una imprenta; hijo también un padre al que claramente trata con desprecio, primero por ser anticomunista y después por no atreverse a escapar del comunismo.
   En estas páginas el autor atraviesa las mismas experiencias que otros muchachos de pequeñas ciudades cubanas. Los primeros desencantos, los primeros problemas, el amor de una muchacha, Anabel, cuya sombra caerá a lo largo del texto sobre todos los demás amores del autor. Pero Anabel se irá a Estados Unidos, y al autor no comprende por qué, ya que siendo de clase humilde no tiene razón para querer huir del paraíso socialista cubano (quizás por ello se referirá al exilio de Anabel como exilio en cursiva). Sin embargo, el propio autor desertará de ese mismo paraíso cien páginas más tarde, sin dejar por ello de entrecortar el relato de su deserción con afirmaciones de fidelidad castrista que ni los autores oficiales de la UNEAC son capaces de firmar hoy. Gracias a esas afirmaciones sabemos que el autor ha sido obligado a estudiar algo que no quería, pero que el Che es un ejemplo en su vida y en su muerte; que la única manera de resolver cosas en el socialismo es haciendo negocios por divisas fuertes, pero que el sistema no es tan malo; que el comunismo ruso se ha estancado y corrompido con Brezhnev (¿había sido hasta entonces perfecto y amable?), un premier bruto, vago, cobarde… pero se trata del comunismo ruso, no del cubano, porque Fidel es, y el autor lo pone en boca de su amigo ruso, alguien claramente superior a Brezhnev o Mao —el niño rico de Birán, educado en colegio privado, más sacrificado que Mao, el maestro de escuela chino que derrotó a los japoneses y al Kuomingtang, y ganó una guerra civil de verdad en la que murieron millones de personas. No entraré en discusiones sobre las escalas de bondad de los tiranos comunistas, pero no deja de irritarme tanta desinformada guataquería.
(…)
   Como miamiense honorario, me alegra más ver a RVD entre mis enemigos, incluso jurados, que entre mis amigos. Entre otras cosas porque así no vuelvo a perder un fin de semana leyéndome un libro suyo. Pero como lector medianamente informado sobre lo que acontece en la literatura cubana actual me pregunto (ahora en voz alta) cómo un escritor puede llegar al extremo de traicionar una experiencia autobiográfica mucho más rica y supuestamente densa que la de muchos de sus colegas para endosarnos declaraciones panfletarias que parecen ilustraciones perfectas de un complejo de culpa mal asimilado. Esta tortura le nubla los ojos a RVD, que cruza demasiadas ciudades sin ver más allá de su propio ego atormentado. Con ello no gana un castrismo demasiado desprestigiado, desde luego, y sí pierde, definitivamente, la literatura.

(Las ciudades perdidas de René Vázquez Díaz. Blog Penúltimos Días, diciembre 2011)

Friday, August 26, 2016

Rafael Vilches vs. la Feria Internacional del Libro y escritores oficialistas (Barnet, Arrufat)

Algo está pasando en el panorama de la literatura en Cuba. Algo raro. Que no va bien. A todas luces algo hay que no va bien. O en el mejor de los casos, a todas sombras, según se vea. Si un poeta mayúsculo como Rafael Alcides, un narrador de los quilates de Ángel Santiesteban, no gozan del reconocimiento que merece su obra; si sus libros no son publicados es porque algo raro, que huele mal, fétida emulsión de rencores, envidias, pasa en la cultura nacional.
   ¿A esos escritores de la realeza-recalcitrantes y oficialistas oficiales, que desbordan puestos laborales vinculados a la cultura, uneaces, editoriales, revistas, sitios webs, esos flamantes Premios Nacionales creídos, correctísimas ovejas en fila india rumbo al portón, quién les otorgó el derecho de ningunear a esos caballos de Troya?
   Ellos todos debieran sonrojarse, avergonzarse por la situación, y llamarse a capítulo. Los asesores que no asesoran a nadie, que se cuelgan el título de escritores, debieran saber (de ser posible en la hora más callada de sus noches) que Rafael Alcides, Ángel Santiesteban, todos los escritores censurados, son veinte veces más Premios Nacionales de Literatura que todos ellos juntos, los que cobran mensualidades de 300 dólares, pataleando como cucarachas entrenadas en cuanta disputa aparezca.
   ¿Por qué Miguel Barnet publica, viaja tanto, y puede cortar el pan con displicencia cada mañana en su hogar habanero, mientras a Rafael Alcides, Ángel Santiesteban, Jorge Olivera, Rafael Almanza, Maribel Feliú, Ghabriel Pérez, y los otros a los que mantienen en total y descarado ostracismo parecen estarle negados semejantes placeres?
   ¿Por qué Antón Arrufat goza del lujo de la reivindicación social, y sale tanto en televisión, y se da el lujo de caminar en las tardes por el bulevar de San Rafael, como si fuera de verdad el mejor poeta de Cuba, y Rafael Alcides no?
   ¿Por qué algunos dados a la mediocridad, al arribismo, se sienten Dios, cuando se encienden las luces en el set televisivo, hablan de ferias, ventas, legitiman, ensalzan, como si se aseguraran un lugar en la inmortalidad, y no se acuerdan jamás de un escritor ninguneado, martirizado en las provincias de la aldea nacional?
   ¿No es que a cada escritor debiera dolerle la desgracia de cualquier escritor?
   ¿De qué cultura hablamos, de qué literatura, cuando prescindimos de escritores como los que les he mencionado?
   Los grandes ausentes a todas las Ferias Internacionales del Libro en La Habana, siguen vivos y escriben. Espero que llegue el momento que sus libros se vendan en las librerías de todo el planeta. Gracias a ellos, escritores independientes en Cuba, por el honor, la dignidad, el decoro con que viven el día a día, por luchar con la palabra contra los esbirros que intentan silenciarlos, borrarlos de la historia literaria de esta Isla.
   Que sean los lacayos, los sicarios de la Revolución Cubana quienes sientan la vergüenza, de tanto escarnio.

(Los grandes ausentes en la Feria Internacional del Libro. Diario de Cuba, febrero 2016)

Thursday, August 25, 2016

Antonio José Ponte sobre el bostezo de Nancy Morejón

Podría decirse que el comisario a cargo de aquel caso seguía al pie de la letra varios de los poemas del libro perseguido. Delante de una asamblea de escritores, Padilla no hacía más que imitar el protocolo de los juicios que Stalin orquestara treinta y tantos años antes. Al menos así lo explicó el poeta al llegar al exilio: que no fue el miedo quien lo hiciera denunciar a otros, sino la necesidad de alertar al mundo mediante un acto fácilmente reconocible, imputable a un nuevo estalinismo. A fuerza de sobreactuar el guión que sus interrogadores le impusieran había conseguido subvertir ese guión, llevarlo al paroxismo, transformarlo en una sirena de alarma.
   Muchas veces me he preguntado hasta qué punto resulta plausible una coartada así. De ahí mi curiosidad por esa filmación, mi interés por calibrar al histrión Heberto Padilla. He leído su discurso de autoinculpación (se publicó enseguida), pero quisiera verlo y escuchárselo de viva voz. Hace dos años, un documental reveló un minúsculo fragmento de él, apenas dos minutos. En nítido blanco y negro, con el sonido en perfectas condiciones. "Compañeros", empieza Padilla, "desde anoche, a las doce y media más o menos, la dirección de la Revolución me puso en libertad, me ha dado la oportunidad de dirigirme a mis amigos y compañeros escritores sobre una serie de aspectos a los que seguidamente yo me voy a referir…"
   Luneta 1, escrito y dirigido por Rebeca Chávez, fue producido por el instituto cubano de cine. Alfredo Guevara ocupa la primera mitad del documental y durante media hora brinda su versión de esa y otras historias, rememora su carrera de appáratchik. Como en sus décadas de mandato sobre todo el cine, desde la producción hasta las salas, nadie lo contradice o lo cuestiona. Luego aparecen varios artistas e investigadores jóvenes, uno de ellos se refiere a Heberto Padilla y viene a propósito la cita de archivo. Según alcanza a verse, en aquella asamblea hubo al menos tres cámaras de cine. ¿Significa esto que pudiera conservarse más de un registro? Entre los escritores reunidos son reconocibles los jóvenes poetas Miguel Barnet y Nancy Morejón. Ella bosteza.
   La brevedad de ese fragmento no deja margen para hipótesis acerca de las intenciones de Padilla, de modo que me fijo en el bostezo de Nancy Morejón. ¿Cómo pudo alguien, en un momento así, apelar al sueño o al hambre? Supongo que bostezaría por mimetismo, igual a tantos animales que se camuflan para no ser cazados. Con ese bostezo desalentaba a Padilla, en caso de que él se dispusiera a mencionarla entre sus cómplices. Puesto que el último lugar donde bostezaríamos es en medio de un sueño, Nancy Morejón bostezaba para mantenerse fuera de aquella pesadilla. 
   Cuatro o cinco años antes la policía política había dispersado el grupo de escritores al que perteneciera. Clausuró la pequeña editorial fundada por ellos y envió a su director a un campo de trabajos forzados. Ella consiguió salvarse, pero incluso décadas después no había perdido el miedo a hablar en las asambleas, miedo a que la mandaran a callar recordándole su pertenencia al grupo El Puente: así lo reconoció en una entrevista.
   Barnet y Morejón, jóvenes en esas imágenes de archivo, ascendieron luego hasta ser los actuales presidente de la UNEAC y presidenta de la sección de escritores de dicha institución. (Otro modo de bostezar, aduciría ella, un seguro contra el antiguo miedo.)


(Padilla se autoinculpa y Nancy Morejón bosteza. Revista de Cultura Ñ. Buenos Aires, julio 2014)

Wednesday, August 24, 2016

Yoandy Cabrera vs. los negadores de Orígenes

Sin embargo, el coloquialismo militante y oficialista de los sesenta y setenta (aunque no todo el coloquialismo fue de este tipo ni estuvo ajeno al tropologismo y al intimismo), ha pasado en general y no queda en el recuerdo precisamente como una ganancia. Y mientras un proyecto tan reciente como Diáspora(s) necesita ser rescatado, además de que su conocimiento en los predios culturales hispanoamericanos sigue siendo limitado, Orígenes (a pesar de sus más de 70 años de rodar) no necesita rescate, le basta con sus obras y el trabajo continuo de sus detractores. Aunque claro, dentro y fuera del grupo también ha tenido sus grandes exégetas así como sus mejores cuestionadores.
   No es que esa generación de escritores y artistas sea incuestionable, al contrario, no lo es y en muchos aspectos. El problema (más bien el síntoma) está en la necesidad de nombrar a Orígenes después de más de siete décadas de su fundación para poder tener algún tipo de atención, para contar con un antagonista de peso. Pero esa estrategia nos la enseñó el propio grupo por medio de autores como Virgilio Piñera y Lorenzo García Vega.
   Orígenes no sólo pretendió y difundió su cosmos teleológico, también mostró su caos fundador, su propia negación. En los Orígenes también fue el caos.
   Orígenes, entonces, parece ser la eterna generación de la poesía cubana, si no la única del siglo XX y lo que va del XXI. Con frecuencia hasta hoy los que quieren imponerse lo hacen oponiéndose a los origenistas, comparándose con el grupo, y eso, más que denigrarlos, les da vida.
   Porque hasta los muertos de Orígenes -principalmente los muertos de Orígenes- están más vivos que todos sus detractores.
   Y ese es su triunfo.

(El Grupo ORÍGENES entre el ninguneo y la negación. Blog El Jardín de Academos, febrero 2015)

Tuesday, August 23, 2016

Abel Germán Díaz Castro vs. Rafael E. Saumell

Me entristece que en lugar de una respuesta mesurada, culta, respetuosa, dentro de los límites de lo “intelectual” (porque realmente no hay más), que es lo que cabía esperar, se haya bajado con un texto que rezuma menosprecio, cólera, arrogancia, falta de respeto y, en general, un nivel que no encaja con la trayectoria y los méritos que él mismo se encarga de informarnos y que, humildemente [y pese a mi, según él, «mediocridad  y … muy bajo nivel ético»],  no tengo por qué cuestionarle.
   Pero ruego concedido, profesor. No voy a enzarzarme en una discusión que, por su “estilo”, se ve que no llevaría a ningún sitio. No me interesa —nunca me ha interesado— bailar en esa “casa” donde, váyase a saber por qué, usted se considera el único “trompo”. Mi réplica obedeció sin más a que fue usted quien intentó bailar en una casa que ni es suya ni es casa de trompos. Y, claro, así es fácil que tropiece con alguien que… simplemente baila.

(Ruego concedido, profesor. Revista Otro Lunes, # 39, enero 2016)

Monday, August 22, 2016

Enrique del Risco vs. Abel Prieto y su “El vuelo del gato”

Abel Prieto ha arribado a la flor de la edad, la cincuentena, como el dios Jano, bifronte, con la cabeza mitad chea (la de alante), mitad pepilla (la de atrás), conformando un modelo de peinado que hace parecer a Oswaldo Payá un top model. No mencionaría ese detalle si no simbolizara dimensiones más profundas de su personalidad y su quehacer como ministro-escritor.
   Hay que reconocer que en su doble condición hizo el bien mientras pudo. Como ministro, daba declaraciones que pueden resumirse en esta: "la cultura cubana es una sola". Como escritor, se consagró en un género desde el cual realizó el mayor aporte que ningún escritor de su generación haya hecho a la cultura cubana. Me refiero al difícil género de la firma de permisos de salida. Gracias a estos, miles de artistas han podido continuar sus carreras en cualquier parte del mundo que reclamara el concurso de sus modestos esfuerzos —o donde lo simulara la carta de invitación falsificada—.
   (No hay en este elogio ningún interés personal: antes de salir yo trabajaba en el cementerio de Colón, el cual dependía de Servicios Comunales, que, a su vez, dependía del Poder Popular. De manera que si a alguien debo agradecer mi salida es a Ricardo Alarcón).
   Hubo una época en que al ministro-escritor se le perdonó todo, incluso las pulgadas de estatura que le sacaba al Comandante, siempre y cuando en las fotos en que aparecieran juntos estuviera parado un escalón más abajo.
   Pero eso era antes. Ahora, haciendo honor a la parte delantera de su peinado, el ministro se ha dedicado a hacer declaraciones enérgicas. De modo que ahora la cultura cubana sigue siendo una sola, pero si alguien queda afuera es porque es agente de la CIA. El ministro también ha dicho que los disidentes detenidos en 2003 eran agentes de la Oficina de Intereses norteamericana y que, después de todo, han salido bien porque en otro país habrían aparecido muertos en una cuneta. Que yo sepa no hay ningún país que se dedique a llenar cunetas con agentes norteamericanos.
   Una conocida ley física afirma que: a) si una persona es agente de los norteamericanos ningún gobierno lo dejará caer muerto en una cuneta, b) la capacidad de caer muerto en una cuneta es razón suficiente para demostrar que no es agente norteamericano. Luego, si los presos cubanos son, según la lógica del ministro, cuneteables, definitivamente deben ser opositores por cuenta propia. Y si en Cuba no le dan licencia a los payasos, ¡qué pueden esperar los opositores! Yo, personalmente, si fuera payaso en Cuba, nunca me acercaría a una cuneta.
   Pero ese no es el principal problema de nuestro ministro-escritor. El problema es que quiere convencer a media humanidad que si en Cuba hay algún tipo de censura (y con la que él estaría de acuerdo), es la censura estética. Si en Cuba no se le publica a alguien, no es por causas políticas sino porque escribe mal. Si no se publica a Cabrera Infante, es porque él no lo permitió, y si no se dio oficialmente la noticia de su muerte, es porque Infante le vendió a las agencias de prensa capitalistas el copyright de su fallecimiento.
   La declaración de que la censura en la Isla es sólo estética, merece un estudio. Porque sucede que, además de su labor como firmante de permisos de salida, el ministro también ha escrito una novela, El vuelo del gato. Sospecho que soy uno de los pocos seres en este planeta (incluyo aquí a cualquier especie) que se la ha leído completa. Una tortuosa obligación académica es lo único que puedo aducir en mi defensa.
   Para hacerle entender al amigo lector las sensaciones que me provocó la lectura de El vuelo del gato, no encuentro nada más apropiado que la diferencia de esta con un examen de la próstata: los guantes y la vaselina. Las líneas que siguen intentan examinar el fondo de la novela del ministro, o, diciéndolo poéticamente, de palpar la próstata de su texto.
   Haciendo honor a la parte posterior del pelado del ministro, no podía tratarse de otra cosa que de una historia de adolescentes. Adolescentes eternos, de esos que llegan a los 50 años con la misma bobería del preuniversitario. De esos a los que cuatro décadas no les sirven para aprender nada, porque todo el cerebro lo tienen ocupado con los nombretes de sus condiscípulos del pre.
   Empeñados en reunirse treinta años después, pierden la oportunidad de hacer un balance de sus vidas porque quedan paralizados ante la presencia de la hija fea de uno de los amigos, que tuvo la mala idea de casarse con una rusa (alegoría nada oscura de lo que antes era la "amistad indestructible" con la Unión Soviética y hoy oficialmente se ha reciclado como "alianza táctica").
   En esas cuatro décadas, que van desde los años sesenta a los noventa, el ministro logra la curiosa hazaña de mencionar una sola vez la palabra "revolución", con lo que se pudiera pensar que la historia pudo transcurrir en Suiza o en la Antártida. Sin embargo, la ausencia de frío (y de queso) nos devuelve a la realidad tropical. No se menciona la revolución porque en realidad el protagonista, Marco Aurelio, la lleva por dentro. Como su homónimo, el emperador romano, es un estoico. O sea, pocos placeres y mucho aguante, y eso lo convierte en reserva espiritual de la nación o en cederista modelo. Pero, como en el mundo creado por el ministro para mi consumo casi exclusivo, tampoco existen los Comités de Defensa de la Revolución, la cosa va por otro lado.
   El clímax de la novela (sugiero que se tome la palabra "clímax" con cuidado, pues se trata de una novela con la misma intensidad dramática que la fotosíntesis de un cactus) sobreviene cuando Marco Aurelio, quien se acaba de divorciar de su mujer, recala en casa de Freddy Mamoncillo, un socio del pre devenido uno de esos nuevos ricos autorizados, asociados a alguna corporación con capital extranjero. Fiestas van y vienen, el whisky corre a raudales, pero Marco Aurelio, estoico, apenas bebe ron aguado, inequívoco símbolo de profunda raigambre nacional, sobre todo por lo de aguado. Bueno, también se acuesta con la mujer de su socio cuando este se va de viaje.
   El espejo de virtudes, paladín de la ética, mantiene —sin el más leve asomo de remordimiento— un intenso intercambio de fluidos con la mujer del amigo que le ha dado alojamiento cuando no tenía a donde ir. No es que yo vea mal compartir la mujer de un amigo —¿para qué están los amigos si no es para compartir?—, ni que vaya a invocar uno de los diez mandamientos ("no desearás a la mujer del prójimo").
   En una nueva sociedad, con una nueva ética, sobra ese mandamiento y el otro que dice: "no matarás al prójimo, ni lo tirarás en una cuneta" ("y si no lo haces, hay que agradecértelo"). De hecho, el único mandamiento al que se atiene el protagonista es "no desearás el whisky del prójimo".
   El problema es que después de que el ministro nos machaque durante más de 200 páginas con la pureza del personaje, este parece tener menos consistencia dramática que una ameba, por lo demás esquizofrénica. Cuando el amigo Mamoncillo regresa del viaje, lo menos que le pasa por la cabeza al bebedor de ron aguado es confesar lo que hizo, escaparse con la mujer o sencillamente marcharse solo. Nada de eso. Marco Aurelio se mantiene clavado en la casa del amigo como usufructuario (sexualmente) oneroso. Una cosa es ser espiritual y la otra dedicarse a la tarea de buscar techo en La Habana.
   En lo adelante, cada vez que se le presente un viaje a Mamoncillo, Marco Aurelio se revolcará con la mujer de este sin mayores conflictos espirituales que el que nos causa decirle a la suegra que luce tan joven como siempre. Y si en lugar de una foto que pidió de la columna de su tocayo en Roma, Mamoncillo le trae una simple postal, Marco Aurelio se sentirá con derecho a disgustarse ante la falta de sensibilidad del socio.
   La conclusión está clara: uno puede hacer lo que le venga en ganas si luego se purifica el alma con ron aguado, mientras los que toman whisky lo menos que merecen es que les peguen los tarros. Es algo muy consolador para el cubano de a pie ver que uno de los suyos tarrea a diestra y siniestra a uno de esos que parece irle tan bien en la vida.
   No digo que la novela sea absolutamente abominable. Al menos no para todos. Habrá a quien le guste, siempre que cumpla con una condición: no habérsela leído. Lo que quiero decir aquí es que escribir novelas mortalmente ridículas y aburridas no es un delito. Si acaso, una mala costumbre. Así que si el ministro no se opuso a publicar su novela, debiera por esa misma razón dejar que se publiquen libros que él insiste en considerar malos (algo que no le discutiré porque es evidente que de libros malos sabe muchísimo).
Ministro: no sea tan exquisito. Deje que la gente decida lo que quiere leer y lo que no, incluso si se trata de historias tan irreales que sugieran que el gobierno del que usted forma parte no es bueno ni para dirigir un puesto de viandas. O sobre todo para eso. No tenga miedo a la libre competencia. Estoy seguro que por mucho tiempo su firma en los permisos de salida seguirá siendo un bestseller.

(Retrato del ministro adolescente. Cubaencuentro, octubre 2005)

Friday, August 19, 2016

Eliseo Alberto vs. Lina de Feria

Lina sabe que miente. Y ahora soy yo quien tiene pruebas de sobra. Nos vimos por última vez en Miami, apenas un mes después de su llegada, en la fiesta de un amigo común. Sabíamos que Lina llegaría tarde porque oíamos, en vivo y en directo, la entrevista radial que ella había concedido en cabina a Alina Fernández Revuelta, la hija rebelde de Fidel Castro. Su crítica resultaba demoledora. Debe existir una grabación de esa charla “más bien ligera”. Miente. Quisiera creerle con la misma tranquilidad de conciencia que me hace proclamar mi fanatismo por su literatura. Sólo un par de aclaraciones. Una: para la conductora radial Ninoska Pérez y la congresista cubano-americana Ileana Ros, todos somos comunistas, menos Fidel. Dos: estar fuera de la Isla sí tiene sentido para muchos –para dos millones de cubanos, por lo pronto. Y a mucha honra. Yo tampoco puedo vivir lejos de Cuba, pero vivo. ¿SÓLO NUEVE DÍAS? Lina tiene derecho a vivir en el lugar que le dé la gana. Por defender ese prinicipio, cientos de cubanos han ido a parar a la cárcel. Nadie puede cuestionarle que haya entrado en Estados Unidos por la puerta trasera del exilio; tampoco que cuatro meses después reaparezca en La Habana. La comprendo. No es fácil comenzar una nueva vida a los sesenta años (yo no podría), sin retaguardia ni futuro asegurados: el presente dura un segundo y en un segundo caben once mil espantos. El lío es ¿por qué olvida y miente, si ella nos enseñó que “el recuerdo es un monte donde poder morirse”? Admiraría su silencio, si las fuerzas no le alcanzan para ser la digna Lina de siempre. ¿Quién no la entendería si, de vuelta a casa, reconoce el error de haberse ido? Ella no puede vivir sin Cuba. ¿Quién se lo reprocharía? ¿Ninoska, Ileana? La mentira ofende. Desde anoche me hago esta simple pregunta: ¿por qué Lina sólo disfrutó nueve días a su nieta? Tal vez, ahí esté la clave. Mi respuesta sería: porque el miedo es una camisa de fuerza.

(El extraño caso de una poeta llamada Lina. Crónica.com.mx, febrero 2006)

Thursday, August 18, 2016

José Prats Sariol vs. el Premio Nacional de Literatura

Una singular forma de entender la nacionalidad caracteriza al Premio Nacional de Literatura que anualmente, desde 1983, otorga el Ministerio de Cultura de la República de Cuba, no a sus nacionales sino a los escritores que viven en el país, con lo que esto implica en cautelas y precauciones.
   Tal requisito ejemplifica la manipulación política, el surgimiento del galardón como capital simbólico –y económico, mediante un estipendio mensual— a trasegar y cabildear desde el poder. Desde ese mismo poder que hace treinta años, cuando Nicolás Guillén lo inaugurara, lo sabía comodín para arreglar su juego: excitar rencillas y chismes, cebar egos, neutralizar disidencias…
(…)
   Antes de 1983 Guillén le sacaba el cuerpo a que lo nombraran Poeta Nacional, recordaba que Bonifacio Byrne y Agustín Acosta ya habían recibido el subdesarrollado —¿Quién es el "poeta nacional" de Francia o de Alemania?...— título honorífico. No lo quería, aunque sí quería —rodeado de guatacas camajanes— un reconocimiento que exaltara su primacía literaria, a partir de su condición de mulato, de sincretismo vivo y valioso, avalado por sus poemas, militancia comunista y Premio Stalin, rebautizado Lenin.
   Muertos Alejo Carpentier (1980), José Lezama Lima (1976) y Virgilio Piñera (1979), bajo la premisa de que los exiliados no eran cubanos, ¿quién mejor que Guillén para inaugurar el nuevo modo de manejar a los escritores?
   Así fue. Hasta hoy sigue igual.
   Porque quién sino un mentiroso —no hay mejor palabra— puede negar la evidencia que debiera avergonzar a muchos de los premiados. Una evidencia triste, patética… Hasta Lisandro Otero —para algunos un agente de la inteligencia cubana en México— tuvo que regresar para recibir el premio que deseaba, quizás puerilmente.
   En 1991 mueren Lydia Cabrera y Enrique Labrador Ruiz. Ese año lo recibió Ángel Augier. Sobran comentarios. ¿Se atrevería alguno de los premiados a negar la obra de Leví Marrero, cuando al morir en 1995 lo recibe Jesús Orta Ruiz "El Indio Naborí"? ¿O la de Gastón Baquero, cuando en 1997, año de su muerte, se lo otorgan a Carilda Oliver Labra? Eugenio Florit muere en 1999, pero mientras César López recibía el premio, no hubo una sola palabra en la prensa que recordara al poeta, traductor, crítico y profesor que enorgullece a los hispanos en los Estados Unidos…
   José Olivio Jiménez murió en 2003, Guillermo Cabrera Infante en 2005, José Juan Arrom en 2007… ¿Hace falta seguir con las engorrosas comparaciones? ¿Quién se atreve a ocultar la verdad, el tosco sectarismo que demuestra cuán enferma está la nación cubana?
   En París vive José Triana… ¿Podrían negar Abelardo Estorino y Antón Arrufat, ambos Premio Nacional de Literatura, que su obra como dramaturgo y poeta es indigna del galardón? En Miami vive Hilda Pereda… ¿Podría negar Nersys Felipe que la literatura infantil de la gran profesora merecería el premio que ella recibió el pasado año?
   Se rumora que a fines de 2013, cuando la comisión se reúna para evaluar las proposiciones —debidamente filtradas—, se le concederá el premio a un "miembro de la comunidad cubana en el exterior". A alguien —como algunos de los que pagan allá sus publicaciones— cuya neutralidad política, ejercida con todo derecho al vivir en países democráticos, evite problemas. Oí mencionar al poeta José Kozer, ya publicado por el Instituto Cubano del Libro.
   Se sabe que el pasado año este tema fue motivo de discusiones, y se sabe que la eliminación de la prohibición contribuirá  a la propaganda de que existe una transición pacífica, a la imagen de "apertura" que sostendrá en el poder a los herederos de los Castro. Otorgar el premio a algún escritor cubano residente fuera de la Isla tendría, además, limitada resonancia en los medios —según un cínico comentario del exministro de Cultura Abel Prieto al director de una revista.
   Está por ver. También está por ver quién lo acepta…
   Pero hay más. Se rumora que poco a poco se concederán homenajes a escritores "desplazados" —así se llama y nos llama Todorov—, como ya se le hizo a Gastón Baquero cuando —después de muerto— le editaron sus poemas.
   Hasta se habla de la publicación de las poesías completas de Heberto Padilla, sin consultar a los familiares que conservan los derechos de autor, aunque no señalan de cuántos ejemplares será la tirada. Lo mismo se dice de El mundo alucinante, de Reinaldo Arenas, y otros títulos de escritores muertos en el exilio, que, además, tienen textos explícitamente en contra de la dictadura.
   Un escritor residente en la Isla y de visita en el extranjero me habló —cabalgando en pleno delirio desiderativo— de la posibilidad de un regreso, bajo una amnistía —el hoy ansiado borrón y cuenta nueva— donde el único problema iba a ser el dinero para costear libros, revistas, concursos. Y luego se lamentó de que los "resistentes" dentro del caldero —algunos aspirantes al premio— serían relegados.
   Soplan aires de renovación… Para tranquilizar las buenas, las regulares y hasta las malas conciencias, como cualquier periodista podría preguntarle acerca de todo esto a algunos de los premiados más oficialistas, a Barnet, Retamar…
   Tal vez Leonardo Padura, en las palabras de agradecimiento que dentro de unos días pronunciará en la Feria del Libro de La Cabaña, se refiera a esta suave brisa de cambios en la suave patria. O tal vez no.
   Pero hay otro tal vez: se escucha las noches de luna pálida en el caserío de Casablanca, al pie de La Cabaña, entre el chillido de pasar la página o vender libros angolanos y novelas negras de Daniel Chavarría.
   Bajo la luna pálida se oye el lamento de los presos políticos, los gritos de los torturados, el "¡Viva Cuba Libre!" ante el pelotón del Tribunal Revolucionario… Se siente caer a Juan Clemente Zenea, cuando a pocos pasos del salón de premiación fue fusilado en 1871.

(El Premio ¿Nacional? De Literatura. Diario de Cuba, febrero 2013)

Wednesday, August 17, 2016

Ernesto Pérez Chang vs. escritores oficialistas

En esa carrera “sin prisa pero sin pausa” para imponer un nuevo modelo económico que alivie los estragos del caciquismo de Fidel Castro, en Cuba algunos se preguntan si las transformaciones afectarán de un modo positivo o negativo a las formas de gestión cultural a las que se han acostumbrado la mayoría de los escritores y artistas.
   Me refiero al modelo que les ha permitido a muchos vivir, a veces bien, a veces mal, pero “sin sudarse la frente”, es decir, publicando libros que nadie lee y que no se venderán jamás; recibiendo premios y distinciones por la obra sumisa de toda la vida; manipulando concursos; rapiñando dietas de viajes o misiones en Venezuela;  mercadeando, en las oficinas del Ministerio de Cultura, frecuentes salidas a ferias y eventos en el exterior; siendo el perro faldero del funcionario que les allana el camino a la corte, e inventándose un personaje a caballo entre el pícaro y el intelectual de izquierda que dice haber renunciado al éxito internacional debido a su “compromiso revolucionario”.
   Son muchas las preguntas que surgen ahora que todos los que han vivido de ―y hasta han lucrado con― la “rentabilidad” de las falsas lealtades se ven sobre un bote agujereado en medio de un mar tormentoso.
   No obstante, la necesidad de que absolutamente todo en la isla sea económicamente rentable ha colocado tanto a los escritores como al gobierno en una encrucijada, al quebrarse un viejo pacto de lealtad donde el que ostenta el poder político se aseguraba de alimentar el ego de aquel otro sujeto, molesto, que dominaba la palabra, todo a cambio de complicidad.
   Bajo ese convenio, los escritores de verdad huyeron, se sumaron a la resistencia interna o se adaptaron a las circunstancias mientras que, de la mediocridad, nacieron las hordas de productores de textos sin conflictos que solo habrían de servir como decorado a ese ilusorio ambiente cultural de conformidad, de mundo dorado, que parece existir solo en las librerías y en las ferias del libro.
   Pero ahora, cuando el pacto se ha roto y se pide rentabilidad empresarial, ¿continuarán los escritores cubanos publicando según ese “sistema de cuotas” establecido en las editoriales y revistas de la isla por el cual el solo hecho de ser miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, UNEAC, o fingir obediencia política te asegura permanecer en los planes editoriales al menos una vez por año?
   ¿Cuál será incluso el destino de la UNEAC o del Instituto Cubano del Libro? ¿Quedarán al descubierto en sus verdaderos papeles de “administradores” del pensamiento?
   ¿Qué pasará con los miles de “intelectuales” mediocres, pero fieles, de los cuales el gobierno deberá desentenderse si no desea continuar manteniendo a una claque que ya no le resulta útil, mucho menos en una era donde la pantalla táctil de un tablet o un celular resulta más atractiva que una superficie de áspero papel en blanco y negro?
   El nuevo discurso oficial, asentado ya no sobre las bases del igualitarismo del Manifiesto Comunista de Karl Marx sino sobre la balsa de salvamento que resultan los “Lineamientos económicos” de Marino Murillo, es reiterativo con respecto a la eliminación total de las gratuidades y bien insistente con la veloz generalización del proceso de transformación de las entidades estatales subsidiadas en empresas forzadas a ser rentables para poder continuar existiendo.
   Sin embargo, todo funciona como una encerrona. Las ordenanzas para ejercer el trabajo por cuenta propia no permiten la creación de cooperativas editoriales ni aquellas iniciativas que propicien un ambiente cultural alternativo a ese otro controlado, supervisado, censurado  por el Partido Comunista o la Seguridad del Estado.
   Los escritores, si desean ser rentables, es decir, si buscan evitar morir de hambre, se verán obligados, mucho más que antes, a  escribir lo que les pidan que escriban, a atenerse a los márgenes de tolerancia, a fingir mayor fidelidad o, por el contrario, probar suerte en el extranjero o, simplemente, cambiar de oficio por alguno mucho más prometedor en la Zona Especial del Mariel. A fin de cuentas, ya lo ha dicho el “general presidente”, lo primero es la economía, mientras que el término “cultura”, en el discurso oficial, se ha divorciado de las utopías para maridarse con lo mercantil. “Cultura económica”, “cultura de mercado”, “cultura empresarial”, son los binomios de temporada.
   “Los escritores estamos jodidos”, me han dicho varios amigos que aceptan la incertidumbre de los tiempos. Lograr insertarse en el mercado editorial internacional es una verdadera proeza para cualquier escritor, sea cubano o no. El mínimo rango de probabilidades de que algo así suceda acrecienta los miedos y, analizando las pocas oportunidades de sobrevivir sin sacrificar el oficio de las letras, el único camino a elegir es continuar con el pacto de silencio  mientras dure el vendaval.
   Ese miedo a estar a la intemperie y por cuenta propia, solo en parte pudiera explicar por qué, a diferencia de músicos y cineastas, los escritores cubanos evitan la desobediencia y fingen vivir al margen de la política, sin embargo,  pecan de ingenuos al ignorar que ya su antiguo papel de vasallos no es de utilidad en un mundo donde el dinero ha desplazado por completo a la palabra. Ahora, lúcidamente, el gobierno no está dispuesto a invertir dinero y tiempo en reproducir eso que siempre ha visto como a una casta de mantenidos y desleales en potencia.
   Aunque siempre bajo el compromiso de no publicar escritores contrarios a la revolución u obras que pudieran desatar los demonios entre la plebe, las editoriales y demás instituciones culturales cubanas, que hasta ayer  funcionaran bajo una idea del arte por el arte donde se enmascaraba la determinación oficial del “arte por la ideología socialista”, ahora se han visto obligadas a rediseñar sus perfiles y a emprender la carrera por la supervivencia, una eventualidad que al gobierno le ha venido como anillo al dedo y que le servirá para barrer a todos los poetas y narradores que nada sustancial aportan a la construcción de ese raro socialismo financiado con capital del Imperio.
   La eliminación total de los subsidios estatales, la reducción en los planes editoriales, la disminución de los pagos por derecho de autor, los despidos masivos de editores, la asunción de estrategias comerciales que las alejan de sus principios fundacionales y que transforman el elemento editorial, es decir, la verdadera razón de existir de la empresa, en un asunto secundario, ha sido un verdadero terremoto para quienes confiaban en que, para la cultura, cualquier tiempo futuro tendría que ser mejor.
   Ahora se trata de hablar y escribir menos y de trabajar más, es lo que dice el gobierno cubano que, además, ha sustituido su tradicional “parque” de literatos por un torrente de ideólogos capaces de proveer al pueblo de esa literatura “revolucionaria” indispensable para hacer creer que nada se viene abajo: militares con demasiado tiempo libre y convertidos en historiadores, agentes de la Seguridad del Estado devenidos novelistas y poetas, historiadores alimentando la epopeya revolucionaria, hijos de Raúl y Fidel ocupando las imprentas con sus manías y antojos, todas las Ferias del Libro girando alrededor de ellos, mientras los escritores asisten al final de los tiempos, a sus propias extinciones, con  la calma de las reses camino al matadero, solo por el miedo a romper el silencio.

(Escritores oficialistas: se acabó la buena vida. Cubanet, julio 2015)

Tuesday, August 16, 2016

Pablo Neruda vs. Nicolás Guillén, Alejo Carpentier y Roberto Fernández Retamar

Este libro, primero entre los libros
que propagaron la intención cubana,
esta Canción de Gesta que no tuvo
otro destino sino la esperanza
fue agredido por tristes escritores
que en Cuba nunca liberaron nada
sino sus presupuestos defendidos
por la chaqueta revolucionaria.

A uno conocí, cínico negro,
disfrazado hasta el fin de camarada;
éste de cabaret en cabaret
ganó en París las últimas batallas
para llegar campante como siempre
a cobrar sus laureles en La Habana.

Y a otro conocí neutral eterno,
que huyendo de los nazis como rata
se portó silencioso como un héroe
cuando era su voz más necesaria.

Y otro tan retamar que despojado
de su fernández ya no vale nada
sino lo que le cuesta a los cubanos
vendiendo elogios y comprando fama.

(Canción de gesta, en Obras Completas, RBA Barcelona, 2005. Visto en Neorrabioso Blog)

Monday, August 15, 2016

Gilberto Padilla Cárdenas vs. “Diálogo con mi sombra”, de Pedro Juan Gutiérrez

En esas aguas mansas, Diálogo con mi sombra —una auténtica joya del kitsch— luce bastante menos problemático. Uno descubre, por ejemplo, que Pedro Juan Gutiérrez es un pésimo entrevistador de sí mismo. Que se comporta como un obseso de su propia mitología. Que sus recuerdos de infancia son dignos de Conan el bárbaro: “Nos metíamos nadando, en unos canales inmensos, con mangle rojo en las orillas. Y por el lado de nosotros nadaban los caimanes y los manatíes”. Que es tal vez el narrador cubano vivo más leído por la gente que no lee ni el periódico. Que comenzó a escribir cuentos a los 44 años porque a esa edad ya era imposible hacer lo de Rimbaud —a los 19 años, con una precocidad genial, el poeta francés ya había escrito toda su obra—, pero todavía podía hacer lo de Anthony Burgess: triunfar después de los cuarenta. Que convierte las obviedades biológicas en genialidades de culebrón: “Yo, de adolescente, todavía no escribía, me masturbaba”. Que su perfil es exactamente igual al de Rubem Fonseca. Que escribe libros donde las cifras revelan más que las palabras. Que cinco de sus novelas cortan Centro Habana en pedacitos y la sirven en bandeja como un sushi. Que piensa y actúa como si el Premio Calendario no existiera: “No está bien publicar un libro a los veintitantos y después no saber qué más puedes escribir porque no tienes experiencia vital, simplemente”. Que se dice a sí mismo todas las noches: no soy un escritor de best seller, no soy un escritor de best seller, “soy un long seller”. Que tal vez Pedro Juan sea el más perfecto publicista de sí mismo (“Escribo desde la experiencia personal. De un modo exhibicionista. Es un striptease. Me desnudo ante el lector. Y lo seduzco”). Y que cada cierto tiempo, siguiendo una gramática misteriosa, utiliza la interjección “uff” —toda una visión de un escritor adulto.
   Pero —alerta de spoiler—, a diferencia de James Ellroy (que investiga y recrea en My Dark Places, sin ocultar nada, los últimos días de vida de su madre violada y estrangulada en 1958 y cuyo asesino jamás fue descubierto), de Roman Polanski (que narra en Roman by Polanski cómo un buen día recibió la noticia de que su mujer, la actriz y modelo estadounidense Sharon Tate, había sido salvajemente apuñalada —16 veces— y colgada del techo —a dos semanas de dar a luz— por acólitos de Charles Manson), de Paul Auster (que escribió La invención de la soledad para desentrañar el supuesto suicidio de su abuelo paterno, Harry Auster, asesinado, ni más ni menos, que por su propia abuela), a Pedro Juan Gutiérrez no le ocurre absolutamente nada en Diálogo con mi sombra. Es aburridísimo. Un autobombo espeluznante. No es que haya que sugerir de paso que fracasar, morir asesinado o ser adicto es la opción más literaria de todas, pero lo más emocionante que hace Pedro Juan es llevar la estadística de su propia obra y tener sexo con superabuelas de 80 años.
   Si algo queda claro después de leer Diálogo con mi sombra, es que Pedro Juan Gutiérrez no es Charles Bukowski —que inventó dos tercios del llamado dirty realism—, y que ni siquiera es Pedro Lemebel, a pesar de intentarlo con muchas ganas en la portada. (Basta ver las cubiertas de los libros cubanos para saber de qué va cada una de nuestras editoriales. A la rápida: Letras Cubanas lucha, preferiblemente, por medio de artistas plásticos muertos o en decadencia; Arte y Literatura hace usos dudosos o impresentables del photoshop; en la José Martí campea el mal gusto; Tablas Alarcos prueba con los colores estridentes; Unión usa todos los anteriores y no se decide por ninguno.) Pedro Juan Gutiérrez juega así, en el libro, a enturbiarse más que aclararse. Como en aquella película de Christopher Nolan, Inception, con un argumento tan inextricable que los personajes tenían que detener la acción para explicar que todo se trataba de un sueño dentro de otro sueño, en Diálogo con mi sombra leemos cosas como esta: “Estoy conviviendo con Pedro Juan desde septiembre de 1994, cuando, juntos, empezamos a escribir Trilogía sucia de La Habana […] No somos amigos, ni hermanos, ni amantes, ni compañeros de viaje, ni colegas de esquizofrenia. No. Yo soy yo. Y él es mi sombra. […] Y además, ha encontrado su propia sombra: John Snake. […] Pedro Juan Gutiérrez tiene su sombra, que es Pedro Juan y este engendró su propia sombra que es John Snake”. Sentarse para comprenderlo. El Bukowski tropical —así lo bautizó un editor español— se vende como laberinto, pero en realidad es una línea recta.
   La idea es corrosiva, pero creo que Pedro Juan Gutiérrez es el último exponente de un modelo de literatura cubana que está agotado como género; cierta literatura cardinalmente habanera, donde la única fuerza de gravedad es la necesidad; esa clase de narrativa hiperrealista que fue un boom hace veinte o veinticinco años, quedando por estos días —con la venia de las editoriales extranjeras— congelada como un artefacto de época. Ficciones —ahora sin riesgo— que alguna vez necesitamos para construirnos una imagen de país terminal. Y si Trilogía… es un libro del hambre (“Me quedé solo […]. Sin muebles, sin dinero, sin comida, sin nada”), Diálogo con mi sombra está escrito con el estómago lleno: “Lo cierto es que cada vez me alejo más de ese caribeño insoportable, machista y grosero. Y me acerco más a los otros dos [Pedro Juan]. El sofisticado y el místico ganan espacio”.
   Para terminar, la sensación extraña de que Pedro Juan Gutiérrez es un exoesqueleto armado con lugares comunes, párrafos repetidos, algo de porno; un tipo que suda historias; que no puede dejar de narrarse, como si ese fuera su único destino: ser persona o personaje, encarnarse en ficción, hacerse mentira.
   Confesión: a pesar de todo, uno disfruta Diálogo con mi sombra —porque es un libro engreído, tremendista y lo suficientemente ridículo como para pasar un buen rato—, del mismo modo que disfruta las malas películas de terror.

(La biopausia. Revista El Estornudo, abril 2016)

Friday, August 12, 2016

Jorge Camacho disputa la autoría de un cuento de José Martí

Recientemente en la nueva edición de las Obras completas de José Martí, que está editando el Centro de Estudios Martianos de La Habana, se publicó el cuento titulado “Irma” que los especialistas del Centro atribuyen a la pluma del cubano. Este cuento lo dio a conocer Víctor M. Heres en 1942, en la revista Archivo de José Martí, y desde entonces los especialistas han tenido dudas e incluso han negado su paternidad. Porque como se sabe, Martí no era un “cuentista,” ni se movía con facilidad en este género a pesar de que es cierto que escribió y tradujo algunas piezas de este tipo. No obstante, en el año 2000, el crítico Ricardo Luis Hernández Otero retomó unas investigaciones que ya había comenzado en los años 70, y publicó este cuento en el Anuario del Centro de Estudios Martianos, junto con una breve nota donde explicaba por qué él creía que había que considerar este cuento como de la pluma del cubano.
   Las razones que dio entonces eran que no debíamos “continuar ignorando” 1) que “existe un cuento con la firma de José Martí y la indicación al pie Nueva York, donde nuestro José Martí residía desde hacía varios años”, 2) que “dicho cuento fue publicado en 1885 en una revista habanera dirigida por un español a quien nuestro Apóstol había fustigado desde México, había conocido después en La Habana”, 3) que “en la misma revista aparecería en 1888 otro texto suyo, este sí con la indicación precisa de la publicación de donde había sido tomado (de la cual era redactor principal, a veces único, José Martí)”, 4) que “el cuento que se analiza fue dado a conocer como suyo en la revista especializada Archivo José Martí en 1942; y sin embargo, no sólo no se le ha incluido en sus Obras completas…” (11).
   Todas estas razones, que se entenderían mejor si se lee todo el artículo de marras, llevaron a los especialistas del Centro de Estudios Martianos a incluir en su última edición de las Obras completas, “el cuento titulado «Irma», de reciente adjudicación a Martí como autor” (OC 17, 6), con una breve historia al final poniendo por todo lo alto esta investigación. Hasta Encuentro en la red se hizo eco de esta historia y publicó la noticia del supuesto hallazgo.
   ¿Cuál es el problema entonces? El problema es que este cuento NO es de Martí. El cuento fue escrito y aparece con este mismo nombre, en el libro del escritor colombiano Santiago Pérez Triana (1858-1916) Reminiscencias tudescas (1902). Lo único que falta en la versión que se le atribuye a Martí es el primer párrafo del cuento, la cita en alemán que lo encabeza y algunas frases que están modificadas. El resto es exactamente igual. Esto nos dice que no es un cuento de Martí y que seguramente fue una versión anterior que Pérez Triana publicó en algún periódico y luego fue mal atribuida al cubano.
   Juan Valera (1824-1905), el famoso crítico español, fue quien escribió el prólogo de la obra y ya entonces aclaraba que el libro presentaba animadas pinturas de “la vida y costumbres universitarias en Alemania”, adonde fue a estudiar Pérez Triana —y no fue a estudiar, por supuesto, Martí, como alguna vez se preguntó Hernández Otero. Su libro —no sólo este cuento— es una especie de tributo a los alumnos y profesores que conoció en aquel país. Varela explica, además, lo que quienes leían el cuento como si fuera del cubano, no podían entender. El “purismo” de la lengua de este escritor, —purismo entendido como dice Varela, en una forma “amplia y liberal”, pero al fin y al cabo, purismo, que no se aviene con la “selva” martiana, ni con el estilo metafórico de sus crónicas por esta época.
   Todo el libro de Santiago Pérez gira, por tanto, alrededor de su experiencia de estudiante y los títulos de los cuentos nos dan una idea de lo que dicen. “Irma” es el primero y comienza con una cita de Schiller. “Otto” es el segundo, y comienza con otra cita de J. V. von Scheffel. “Karl” es el tercero, y está acompañado de una cita de Goethe. El cuarto, “Hans” comienza con una cita de Uhland. El quinto, “Herrmann” con otra de una canción popular Volkslied, y el sexto y el séptimo, con una de Schiller, y otra de Hoffmann von Fallersleben. Todas están en el idioma original, en alemán, que Martí tampoco hablaba, ni nunca escribió.
   ¿Por qué se publicó entonces este cuento con la firma de Martí en la revista La Lotería de La Habana? No lo sé, pero algo nos debe decir que Martí haya fustigado a su editor, un integrista, desde México. No tengo entonces que repetir que el cuento “Irma” está mal atribuido al cubano, y si algunos críticos lo pensaban pero no tenían la prueba, aquí está. Espero que ahora que sabemos quién es el verdadero autor, los editores de las Obras completas de Martí lo retiren de sus páginas y nunca más vuelvan a mencionar su nombre.

(Historia de un error. Cubaencuentro, abril 2016)

Thursday, August 11, 2016

Arcadio Díaz Quiñones vs. Cintio Vitier

Pero es difícil, si no imposible, entablar un diálogo abierto sobre estos problemas, si se enmarcan, como lo hace Vitier, en la crispada polarización de “amigos” y “enemigos”, “patriotas” y “traidores”, y si se acepta la premisa inquisitorial de que hay tesis “tan inaceptables como peligrosas”. ¿Cómo leer y debatir si incluso algunas citas pueden delatar imaginarias “traiciones” de un enemigo permanentemente agazapado que se infiltra hasta en los textos de un intelectual tan admirable, y tan respetuoso de la independencia crítica, como Angel Rama? ¿Podré citar alguna vez a Octavio Paz, algunas de cuyas descripciones políticas en ocasiones me parecen tan maniqueas y previsibles, pero cuya obra crítica es tan central y estimulante? ¿Será posible citar a un crítico cubano tan competente como Enrico mario Santí, o a un estudioso tan riguroso y lúcido como Roberto González Echevarría, ambos destacados intelectuales cubanos en el exilio, sin que se me ause de estar al servicio del Sr. Reagan y su política bélica? ¿A quién se puede citar sin ser “sospechoso”? No hay utopía nacionalista ni marxista, ni exilio militante, que justifique tal ejercicio autoritario.

(Cintio Vitier y “La Ciudad letrada”. Revista Contracorriente, año 1, No. 2, 1995)

Wednesday, August 10, 2016

Arturo Arango sobre ataques oficialistas a Leonardo Padura y Reina María Rodríguez

La escalada es interesante. Cuando Leonardo ganó el Premio Nacional de Literatura, nadie, que yo recuerde, se atrevió a cuestionarlo. Al obtenerlo Reina María, algo hizo clic y saltaron contra los dos (y no solo Guillermo [Rodríguez Rivera] fue al ataque). ¿Qué puede enlazar a Padura con Reina, además de la amistad generacional? Lo más visible, a mi juicio, es que ambos han escrito obras inconformes, adoloridas, críticas, centradas en la Cuba que han vivido. Es una cualidad que comparten con la mayoría de los escritores cubanos. Ellos dos, sin embargo, han ganado con justeza un enorme reconocimiento internacional. Por fortuna, el otorgamiento a Reina del Premio Internacional “Pablo Neruda”, en Chile, llegó a tiempo para acallar los ataques contra ella. Parecería que entonces la artillería recibió la orden de disparar sobre Leo.
   Y de verdad que no me gusta ser paranoico, pero las coincidencias son excesivas.

(Carta publicada en la red, mayo 2014)

Tuesday, August 9, 2016

Camilo Loret de Mola y el testamento de Fernández Retamar

Pero la profesora también ejercía sus funciones habituales de notario: testamentos, declaraciones juradas, matrimonios y declaratorias de herederos. En su afán por relacionarnos, siempre nos llamaba cuando el cliente era especial y así nos permitía conocer a personas extraordinarias como los increíbles Abilio Estévez y Leonardo Acosta, los jefes de la mafia de los “moros” (Elías Fayad, Levi Farah y el doctor Asseff), o los dueños de “paladares” como Manolo Robaina y Julita la China.
   Una tarde me pidió que la acompañara pero con la condición de que le diera duro al cliente que le reclamaba para hacer un testamento. En el camino, constantemente, me repetía que el tipo le caía mal y no podría demostrárselo mientras le leía la futura distribución de sus pinturas famosas y sus muebles de estilo bien restaurados. Me pedía, en resumen, que hiciera el papel del sobrino imprudente, del no invitado que se atraviesa y tumba la fuente o rompe el adorno.
   Roberto Fernández Retamar nos recibió en una vieja casa del Vedado, una hermosa construcción de principios de siglo, meciéndose en el trono de moda entre los poderosos de la Revolución, un sillón nicaragüense con respaldar tejido. El hombre nos dedicó una larga explicación sobre los motivos que lo llevaban a adelantarse a su muerte, contándonos de la enorme biblioteca que el contador de su padre le dejara como herencia y de lo inútil que fue sentirse dueño, de repente, de todos aquellos tomos.
   Luego comenzó a presumir de los grandes intelectuales intestados que le había tocado sufrir y allí mismo se desató mi lengua, molestándolo con el ejemplo de Dulce María Loynaz, a quien le arrebataron los últimos días de una casa familiar. Retamar me ripostaba que aquella casa perdida era una locura, con escaleras de pasamanos que pinchaban cuando te aferrabas a ellos. Le repliqué que aquellos eran los pasamanos que los Loynaz habían preferido diseñar, los que decidieron usar como un laberinto personal y que tal vez alojaban instrucciones para los intrusos que desconocían los códigos.
   Retamar desvió el rumbo como buen dirigente, y empezó a hablar de la dudosa actitud de Dulce María, de amoríos mal vistos o insinuaciones homosexuales que pudieran perjudicarle su estancia en el Parnaso de los poetas del patio. Antes que terminara de referirse a un almuerzo inconcluso con Gabriela Mistral le contraataqué con una metedura de pata del momento, que presumía tenía su rúbrica: un romance mal contado que si había provocado revuelos nada comunes.
   En un intento por rescatar la figura enamorada del segundo jefe de la expedición del yate Granma, la prensa oficial había publicado un epistolario del mártir con su amante, Pastorita, la primera dueña de todas las casas que tuvo la revolución. El homenaje a la veta romántica del periodista, que luego de rendirse en el primer combate fue asesinado en Alegría de Pío, no contó con la reacción airada de la viuda e hija de Juan Manuel Márquez, que obligaron al Órgano Oficial del Partido Comunista a publicar una inusual disculpa pública.
   Retamar, ya bastante molesto a esas alturas, se lavaba las manos: no había sido consultado pero al final le había tocado un poco de la culpa. Pero eso no era una metedura de pata, se había actuado de buena fe; otras cosas eran peores según él, como la traición intelectual, como Jesús Díaz que daba la espalda a su generación y que desde el viejo continente ahora atacaba a la Revolución, era un perro, un oportunista que con su traición había perdió la inspiración y que todo lo que escribía ahora era basura.
   La profesora no se pudo abstener y ripostó asegurando que había disfrutado de ciertas Palabras perdidas, que muchas escenas de esa novela eran un fiel retrato de la Universidad y la guerra por los postgrados y los viajes; hasta se atrevió a identificar por sus verdaderos nombres a los personajes principales de una obra que, evidentemente, molestaba a Retamar. El barbado flaco de piyamas a rayas se levantó del trono: ¡que le dijeran donde había que firmar para que nos fuéramos de una vez!
   Ya en la calle con el testamento bajo el brazo, unos folios donde quedaba claro qué hacer con el Lam que desde la pared de la sala había presenciado nuestra expulsión, mi querida profesora me consolaba: nos echó pero le pegamos.
   La profesora vive hoy en España, trabaja en otra universidad porque la intolerancia le impidió seguir en su querida Habana. Yo repaso en el exilio aquel encuentro casual. Y Retamar, quizás desde el mismo sillón, sigue atacando a los que piensan distinto, ya sea en Valparaíso o en Internet. No distingue si son Sánchez o Montaner, los quiere fuera de su casa, que a veces disfraza como si fuera la de todas las Américas.

(Prólogo a un testamento. Blog Penúltimos Días, marzo 2010)