Fuentes pretende con esta obra,
rescribir su papel en la noche del 27 de abril de 1971, en la sala Rubén
Martínez Villena de la UNEAC, durante la ya más que conocida confesión de
Heberto Padilla. Quiere establecer una narrativa que nos lleve hasta ahí y que
nos haga entender las razones de su actuación. Supuestamente quiere aclararlo
todo, ofrecer información importante hasta ahora desconocida. En realidad, lo
que quiere hacer es elevar su papel a la altura que él mismo se percibe y a la
vez, desmentir los eternos rumores que corren alrededor de su persona.
Para los que todavía no se han enterado, durante su famosa “confesión”,
orquestada por la Seguridad del Estado tras haberlo tenido preso durante unos
cuarenta y cinco días, el poeta Heberto Padilla debía incriminarse como alguien
que había “traicionado a la Revolución”, arrepentirse de sus pecados
pequeñoburgueses y denunciar a algunos amigos que habían caído en sus mismos
errores para que estos subieran al podio, confesaran sus delitos e hicieran
acto de contrición. Padilla mencionó a su entonces esposa, la poeta Belkis Cuza
Malé, así como a los poetas y escritores Pablo Armando Fernández, Cesar López,
Manuel Díaz Martínez y Norberto Fuentes. Los cuatro primeros subieron a la mesa
donde estaba Padilla y siguieron el guion al pie de la letra. Fuentes fue la excepción.
Según el mismo narra, cuando llegó su turno, dijo estar de acuerdo con
todo lo dicho por Padilla, que se alegraba de su regreso y que lo importante
era seguir adelante. Esa intervención, como también se dice en el libro, no
está registrada en ninguna parte y Fuentes solo tiene un vago recuerdo del
momento. Personalmente, jamás yo había oído hablar de eso. Ni siquiera de boca
de muchos que estuvieron allí presentes, incluyendo a Reinaldo Arenas quien se
encontraba sentado al lado de Fuentes.
Lo que todo el mundo recuerda, y sí está registrado, es lo que Fuentes
dice que fue su segunda actuación, que fue negar las acusaciones porque el no
tenía que arrepentirse de nada de lo que había escrito porque él era un
revolucionario. El consenso general fue que esto también era parte del libreto
orquestado por la Seguridad del Estado (aunque cuentan que José Antonio
Portuondo se quejó de que Fuentes había echado a perder la “magnífica velada”).
En su libro, Norberto Fuentes trata de convencernos de que fue algo que
salió de él, una actitud verdaderamente desafiante que tomó a todos por
sorpresa y que incluso indignó a Fidel Castro, a la vez que quiere hacernos
creer que venció a Castro, porque aparte de un ninguneo, no le pudo hacer nada.
Sin embargo, no aporta nada más allá de sus propias elucubraciones, pues ese
Castro que él tan bien describió en La
autobiografía de Fidel Castro, cuando quería deshacerse de alguien no había
quien lo detuviera.
Fuentes siempre tuvo fama de trabajar “para” la Seguridad del Estado, o
de ser miembro del Ministerio del Interior. Es una fama merecida pues siempre
ha estado trabajando con la policía, el ejército y el Ministerio del Interior,
cosa que no niega, al contrario, alardea de ello. Fue muy amigo de altos mandos
militares y estuvo presente como reportero de guerra en las campañas del
Escambray y de Angola. Fue hombre de confianza de los hermanos Castro y su obra
literaria está ligada a esa participación. En este libro se vende como el único
héroe de la literatura cubana por lo que dijo la noche de la confesión de
Padilla y por su eterna irreverencia que le costó no poder publicar por muchos
años. Le da un distante segundo lugar a Reinaldo Arenas. Pero no, Norberto,
ignoras que muchos más no fueron solamente ninguneados por lo que escribieron o
trataron de publicar fuera del país, sino que fueron apresados y convertidos en
no-personas. Sólo te citaré los casos de Manuel Ballagas, René Ariza y Rafael
Saumell, que supongo debas conocer bien.
Fuentes tiene tres héroes que idolatra: Fidel Castro, Ernest Hemingway y
Tony de La Guardia. De ellos admira principalmente lo que él ve como sus
cojones. Todo en Fuentes tiene su raíz en un machismo pueril, que le da por
adorar a los hombres de acción, que no vacilan en apretar el gatillo ante quien
sea y que viven felices con sus crímenes (sobre todo en los casos de Castro y
de La Guardia). Hemingway es un escritor que atrae a lo peor del machismo de
los escritores cubanos, ninguno se cansa de repetir que Ava Gardner se bañaba desnuda
en Finca Vigía y muchos quieren escribir como él, pero lo cierto es que todo
queda en la envidia de los machos, porque la prosa de ninguno y mucho menos la
de Fuentes, se acerca ni remotamente a la de Hemingway.
Prácticamente toda la obra de Fuentes está hecha en relación a estos
tres personajes. Con la excepción de Condenados
de Condado y Cazabandido, que
surgen de su experiencia en las campanas del Escambray, Dulces guerreros cubanos es el fruto de su romántica amistad con
Tony de La Guardia, La autobiografía de
Fidel Castro de ya se sabe quién, así como Hemingway en Cuba. Con excepción de sus cuentos, que son bastante
buenos, todas sus obras son desordenadas, escritas con descuido, llenas de
datos inútiles, de guiños personales, incoherentes a rato, inconclusas y
dictadas por la sobrevaloración del machismo y el despotismo. Otro desastre que
las recorre es el excesivo narcisismo del autor, que no puede evitar insertarse
siempre en el centro de las tramas como un protagonista.
Todos los defectos de sus libros anteriores, pero peor aún, aparecen en
este libro. Hay anécdotas innecesarias, usa cubanismos para luego explicarlos
en un largo paréntesis, introduce personajes que no tienen nada que ver con el
tema, está lleno de datos erróneos, repite situaciones y frases y la narrativa
no fluye (trabajo me costó terminar su lectura). Es un libro al cual le sobran
más de doscientas páginas. Casi todo lo que cita es de conocimiento público y
tiene muy pocas cosas de interés. Me llamó la atención que mencionara
abiertamente la pedofilia de Alfredo Muñoz Unsaín, el periodista argentino
conocido como Chango y al cual algunos de las jóvenes generaciones, incluso
exiliados, veneran, cuando en realidad no fue más que un agente de la Seguridad
del Estado.
En el libro se dedica a despotricar de muchos otros escritores, muchos
no inmerecidamente, entre ellos Eduardo Heras León, pero Fuentes no para de
ajustar cuentas. También la emprende contra su objetivo más odiado, el exilio
cubano de Miami entre el que vive hace más de veinte años.
Si con este libro trató de limpiarse como agente de la Seguridad del
Estado, no convence a nadie, al contrario. No solo recuenta todas sus
relaciones militares y policiales, sino que confiesa que en 1981 fue a ver a
Luis Pavón, entonces director del Consejo Nacional de Cultura, para proponerle
escribir este texto y que se lo publicaran en Cuba, para desprestigiar a
Padilla. Tampoco aclara, lo cual lo hace aun más sospechoso, como después de
unos cuantos años en silencio, pasó a estudiar en la universidad y luego fue
puesto en contacto con Antonio Pérez Herrero y de ahí volvió a ser puesto en
posiciones vinculadas al Ministerio del Interior, hasta que se enredó en el
famoso caso Ochoa, por su amistad con Tony de La Guardia.
Tampoco convence a nadie respecto a su ubicación en la literatura
cubana. Quiere elevarse a ser un escritor al nivel de Isaac Babel, debido a su
libro de cuentos Condenados de Condado,
que fue realmente controversial cuando ganó el premio Casa de las Américas en
1968, pero su prosa está más cercana a la de Aleksander Bek y Konstantin
Simonov, a quienes también confiesa admirar. En fin, que ni siquiera puede
convencernos de que, como escritor, no es más que una apostilla en la
literatura cubana de los últimos sesenta años.
(“Plaza sitiada”: la idolatría, el egocentrismo y el afán de
protagonismo. Cubaencuentro, septiembre 2018)