Retamar
fue un hombre de certezas, sinceras o no, pero siempre rotundas. Como le dijo
hace muchos años un cierto Re(c)(p)tor de la Universidad de La Habana a un
pariente mío muy querido: “Entre la duda y la Revolución, me quedó con la
Revolución”. Y por eso lo expulsó de la Universidad.
Retamar actuó igual: nunca dudó en una
disyuntiva similar. Fue monolítico en su fidelidad, sin titubeos ni
vacilaciones, sin una mínima fisura, ni un escrúpulo de conciencia. Cuando tuvo
que despedir a un antiguo y querido alumno suyo como Arturo Arango, quien ya se
había convertido en amigo y cercano colaborador, lo hizo, “aunque con dolor de
su alma”: lo sacó de la Revista Casa porque osó burlarse del mediocre
Luis Sexto al adornar su cabeza con un risible y justo gorrito de payaso (el
muy añorado Fermín Gabor no me dejará mentir), en un collage
destinado a ilustrar la publicación. Dicen que ni lo quiso recibir a pesar de
una larga y penosa antesala, y que le negó su real gracia sin siquiera
escucharlo. Fue irremediablemente expulsado del paraíso casiano.
Posiblemente, después de pasado un tiempo prudencial se hayan arreglado, aunque
a “la Casa que es la casa de todos” como le gustaba decir, nunca regresó como
funcionario. Fue desterrado a La Gaceta de Cuba, lo cual era una
palmaria degradación escalafonaria, y hoy se presenta, entre otras cosas, como script
doctor (por lo que he indagado, esto parece ser una combinación de
corrector de guiones y ghost writer, pero con más categoría y supongo
que mayor sueldo). Pero nada de eso le sirvió con Sexto ni Retamar: La Casa,
como Moscú, no cree en lágrimas.
Porque Retamar fue amigo de sus amigos…
siempre y cuando no se apartaran (“desviaran”) del canon revolucionario. Ahí sí
desconocía a cualquiera como Pedro a Jesús, tres veces antes de cantar el
gallo… y hasta sin gallo.
Roberto González Echeverría recuerda que al
inocuo Severo Sarduy, por el solo hecho de negarse a regresar a Cuba y quedar
en modo de mutismo en París, aprovechó para lanzarle varias puyas hirientes en
su Calibán (años después autocalificado por él mismo con el propio
crítico como “un montón de palabras más o menos airadas”, semejante al mea
culpa de Galeano con Las venas abiertas…), que aludían con poco
velada homofobia a su “mariposeo neobarthesiano” (en Cuba, se sabe, “mariposa”,
“plumas” y “pájaro” son sinónimos de homosexual, como nos apunta RGE).
Dijo Daniel Bell que “a todos los
revolucionarios, tarde o temprano, les llega su Kronstadt”; pero a Retamar no.
Nunca dudó, nunca vaciló, nunca tuvo ni la menor dubitación en apoyar decidida
y muy combativamente cuanta medida tomara la “revolución” (es decir, su Mandamás
Supremo). Fue un perfecto ejemplo de lo que en la Cuba de Castro es un
concepto deontológico: la intransigencia revolucionaria, es decir, la
miopía o ceguera voluntaria, contra toda lógica y razón, al servicio
incondicional de lo que diga el omnímodo y uniquísimo partido. A Retamar no le
llegó ni la Lanchita de Regla ni el Remolcador Trece de Marzo: él
se quedó firmemente anclado y aferrado en el crucero Aurora y el yate Granma.
Mientras un escritor o artista mordiera
pacientemente el cordobán y acatara las órdenes “de arriba”, “como un escolar
sencillo”, y no se metiera en problemas (por ejemplo, pensar y escribir
creyéndose libre), ahí estaría él, con la absolutoria palmadita en el hombro,
la voz suave y el abrazo protector. Pero si surgía una nube de duda ideológica,
por tenue y vaporosa que fuera, si brotaba un gesto incontenible de una cierta
rebeldía, aunque fuera muy modosita, o hasta un humor mal orientado e
inoportuno (como el suceso del gorrito de Sexto), él se esfumaría, se
desvanecería, se fugaría, “rápido y veloz como el celerípede Aquiles”, en un
acto de magia escapista: una simbiosis criolla de Fumanchú con Houdini. De ahí
el asombro de Lezama por aquel abrazo público, porque sabía que en caso de
urgencia ni lo buscaran ni preguntaran por él, como dijo el gran poeta Emilio
Ballagas (miembro del jurado que le otorgó el primer premio de su vida,
convocado y sostenido económicamente por el gobierno de Batista):
Si pregunta por mí, traza en el suelo una
cruz de silencio y de ceniza sobre el impuro nombre que padezco.
Si pregunta por mí, di que me he muerto y
que me pudro bajo las hormigas…
Pero debe recordarse que tampoco la vida
política cubana resultó para él después de 1959 un valle de rojinegras rosas
revolucionarias, y como no fue “monedita de oro”, despertó entre las filas de
los viejos comunistas profundas pasiones adversas. Algunos de los más
“combativos ñángaras” no le perdonaban su reciente pasado pequeño-burgués y
católico. Esto, sumado con la velada amenaza expuesta por el Che Guevara sobre
el “pecado original de los intelectuales cubanos”, que —en efecto— no habían
hecho nada por la revolución, le hizo buscar prontamente un cobijo protector,
que encontró en Haydée Santamaría, quien, a su vez, necesitaba alguien
realmente pensante para regentar la empresa de inteligencia transnacional que
le había vendido a Fidel Castro, en la forma de una institución llamada Casa
de las Américas, ubicada, precisamente, donde antes estuvo el Instituto
Cultural Benjamín Franklin de la Embajada de Estados Unidos, que fue
desalojado para darle lugar a la flamante entidad revolucionaria.
Corría un sordo murmullo por los pasillos de
la antigua Escuela de Letras, comentando que Mirta Aguirre, la severa, ortodoxa
y veterana luchadora comunista, no lo soportaba, a pesar de todos los esfuerzos
que hizo Retamar por conquistarla. Lo masticaba, pero no lo tragaba: no le
perdonaba, como le comentó a alguien muy cercano, que cuando en Cuba se
combatía a Batista, él se fuera a Estados Unidos y Europa en 1955, con una beca
oficial (ganada en un concurso presidido por el Ministro de Educación), para
vivir “la dolce vita”. Y llegó a jurar (dicen) que mientras ella viviera
él nunca ingresaría al Partido Comunista. Y así fue: una vez que murió el 8 de
agosto de 1980, cuando se bañaba en Santa María del Mar con una amiga íntima,
el paciente objeto de sus iras por fin recibió su anhelado carné rojo que lo
certificaba como “comunista diplomado”.
En realidad, siendo justos, Retamar usó del
poder, pero no abusó demasiado de las formas externas del mismo, ni de aquello
que el Zángano Mayor definió, con pleno y goloso conocimiento de causa,
como “las mieles del poder”. Fue siempre un hombre austero, nada ostentoso, que
vestía con sencillez y pulcritud, aunque disfrutaba de una natural distinción,
y vivió toda la vida siempre en su misma casa —frente al agradable parquecito
vedadense dedicado a Víctor Hugo— y no sé si ésta fue herencia por parte de su
esposa Adelaida de Juan, proveniente de una familia pudiente, de origen
hispano-belga. Con un porte elegante y dueño de una hermosa voz profunda, tenía
una figura quijotesca que acentuaba su cuidada barba de madurez. No decía
groserías ni palabrotas, al menos en público, y era de habla suave y
persuasiva. En una de las notas necrológicas publicadas ahora en la Isla, la
periodista delicadamente advirtió el detalle de su raída guayabera —quizás la
única de su ropero— de desvaído color azul, ya casi blanca por tantas lavadas.
El muy joven y talentoso escritor cubano
Carlos Manuel Álvarez, autor de otra nota incisiva de un tono que para algunos
será un poco ríspido (El País, Madrid, 28 de julio de 2019), lo recuerda
con un retrato bastante decadente y casi decrépito, pero quizás lo conoció al
parecer ya muy viejo y achacoso, cuando tenía cerca de 80 años, y no en su
época de gloria mundana, que en verdad sí la tuvo.
Como a todo poeta, la atrajo la gloria, ese
intento astuto de algunos para vencer la muerte. Quizá por eso vio en Fidel
Castro y Ernesto Guevara sus modelos de eternidad.
(…)
A pesar de esto, el crítico comunista
chileno Hernán Loyola calificó después como un “descarado” a Retamar, por
aceptar en 2007 participar como jurado en el premio que lleva el nombre de
Neruda. Pero tampoco el agraviado esperó para devolver el golpe en sus memorias
Confieso que he vivido (título que otro aludido en ellas, Nicolás
Guillén, acotó sabrosamente como Confieso que he bebido), donde se
refirió a “la célebre y maligna carta de los escritores cubanos”, un “costal de
injurias” y “malversaciones ideológicas”, “engrosado por firmas y más firmas
que se pidieron con sospechosa espontaneidad”, por “los comisionados”, “muchos
de ellos recién llegados al campo revolucionario”, “remunerados, justa o
injustamente por el nuevo estado cubano”, erigidos en “profesores de las revoluciones”
y en “dómines de las normas que deben regir a los escritores de izquierda”,
redactada “con arrogancia, insolencia y halago”, poniendo “en duda,
falsificando o calumniando” contra él, un comunista de solera y con blasones
dorados en su preclara, incuestionable, refulgente y prístina ejecutoria
revolucionaria:
…No me toca a mí indagar los motivos de
aquel arrebato: la falsedad política, las debilidades ideológicas, los
resentimientos y envidias literarias, qué sé yo cuántas cosas determinaron esta
batalla de tantos contra uno. Me contaron después que los entusiastas
redactores, promotores y cazadores de firmas para la famosa carta, fueron los
escritores Roberto Fernández Retamar, Edmundo Desnoes y Lisandro Otero. A
Desnoes y a Otero no recuerdo haberlos leído nunca ni conocido personalmente. A
Retamar sí. En La Habana y en París me persiguió asiduamente con su adulación.
Me decía que había publicado incesantes prólogos y artículos laudatorios sobre
mis obras. La verdad es que nunca lo consideré un valor, sino uno más entre los
arribistas políticos y literarios de nuestra época.
Ya dije antes que Retamar le obsequió a
Neruda algunas de las más hermosas páginas exegéticas en la lengua, y el
chileno en realidad fue bastante mezquino con el cubano: Pablo, que cuando le
convino lo mismo le cantó a Fulgencio Batista (según comprobó documentalmente
Enrico Mario Santí para muchos que lo negaban), entonces apoyado por el Partido
Comunista Cubano, que a José Stalin (ya después de los Procesos de Moscú),
y a Fidel Castro, llamó “sargento” a Retamar cuando entre las huestes
comunistas Neruda sería todo un “mariscal de campo”; él, que traicionó y hasta
golpeó a sus mujeres y abandonó a una hija con taras congénitas, a la que negó
su manutención, fue un consumado cortesano y lucró con el poder como nunca
llegó a serlo ni hacerlo el mismo Retamar, y quien sí supo sacar provecho
material abundante de sus servicios poético-políticos… Neruda fue, aunque nos
pese admitirlo, un sujeto realmente vil y miserable; y, sin embargo, también
fue autor de poemas inmortales… Así es la poesía y así son los poetas: quizá
debido a ello, por las dudas, Platón los desterró de su república.
Retamar escribió algunos poemas hermosos de
versos perdurables y mucha hojarasca de lo que él mismo llamó poesía
circunstancial en su “circunstancia de la poesía”. Líneas como “con las
mismas manos de acariciarte…”, “fechas que veremos arder…” “En su lugar la
poesía…” no sólo las tengo presentes, sino las he empleado a veces como guiños
cómplices de grato reconocimiento.
Pero siendo tan talentoso y culto, es una
pena que casi siempre le ganó la ideología: en él, la consigna prevaleció sobre
la inteligencia. No fue “un cubano universalmente sencillo”, como dijo de él
con gran generosidad Lezama Lima, sino todo lo contrario: complejo y
contradictorio, dirían algunos; retorcido, afirmarían otros. Retamar acomodó su
pensamiento a la práctica circundante y no al revés, y eso fue desde temprano:
promovió el concepto de la “poética trascendentalista” y se arrimó a Heidegger,
en La poesía contemporánea en Cuba (1927-1953), publicado en 1954 (y lo
continuó en Idea de la estilística, de 1958). Sobre este concepto,
Monseñor Ángel Gaztelu, “El Sacerdote de Orígenes”, me dijo muy divertido en
alguna oportunidad: “¡Qué trascendentalismo ni qué nada! Eso es un invento de Bobby:
hacíamos poesía existencial cristiana; nuestro referente inmediato era Jacques
Maritain y los orígenes hay que buscarlos en San Agustín, Santo Tomás de
Aquino, y en Pascal”.
(Roberto
Fernández Retamar: el escritor demediado (II). Cubaencuentro, septiembre
2019)