Conocido
es que un régimen como el cubano ha sabido sostenerse a base de premios y
permisos: hay escritores que quieren viajar y ser reconocidos sin perder
vínculos con ese Gobierno. Para esos había estímulos como los de ser enviados a
una feria del libro en la Bolivia de Evo Morales o a una gira por aquella
Honduras del defenestrado Manuel Zelaya. Con la instauración del chavismo en
Venezuela, la lista de participantes se engrosó con aquellos que necesitaban a
toda costa una computadora.
Uno de los primeros ademanes del
escritor/funcionario es cuestionar la naturaleza de quien se opone, negarle al
otro su derecho de pertenencia a la ciudad letrada: ese no es escritor, aquel
no es artista. Durante la Primavera Negra del 2003, se ufanaban diciendo que
entre los arrestados solo había un periodista graduado: Julio César Gálvez.
Estos guardianes de las esencias patrias siguen saliendo cada día a ganarse su
pan, hoy gracias en parte a las redes sociales.
El modelo de escritor/funcionario tiene
larga ejecutoria en la Cuba posterior a 1959. Tendría como referentes a dos
poetas, Nicolás Guillén y Roberto Fernández Retamar. Pero si el autor de la
"Elegía a Jesús Menéndez" sabía escurrir el bulto en esos no escasos
momentos delicados que le ponía delante el ejercicio del poder (es fama su
ausencia por "enfermedad" durante la autoinculpación de Heberto Padilla),
la firma del fallecido presidente de Casa de las Américas aparecía en cada
condena a muerte que fuera elevada al Consejo de Estado.
Otros se disputan la triste condición del
arroz blanco de la Revolución: se les ve en misa, parada y procesión. No hace
mucho Abel Prieto dirigía una ruidosa comparsa especializada en actos de
repudio en una cumbre en Panamá y Miguel Barnet desatendía sus funciones como
presidente lo mismo de la UNEAC que de la Asociación de Chihuahuas para
regañarnos por meter la política en Facebook (¡todos a Twitter!) y mancharla
con las nuevas tecnologías, pues aquella debe ser latifundio exclusivo de los
revolucionarios verdaderos, como le enseñó Fidel, que era faro y guía de los
pueblos sin internet.
Barnet, por cierto, dice que, como él es
poeta, se burla de que un tío-abuelo suyo fuera presidente de la República.
Acto seguido, para hablar de su comandante, rápido se quita la pompa del
rimador, que ahí burlas no valen, y dispara una prolija cadena de loas a quien
sí vindica "los valores más auténticos de la cultura cubana".
Un conocido caso de escritor/comisario fue
el de Luis Pavón. Surgido de las Fuerzas Armadas, prestó servicios como látigo
con seudónimo en la revista Verde Olivo y director del Consejo Nacional
de Cultura en los 70 (el "Pavonato" le llamaron algunos a ese
periodo) hasta terminar como autor de novelas para una editorial del Ministerio
del Interior y ni siquiera tiene ficha en Ecured. Su aparición en
televisión hablando de sus libros fue el detonante de la llamada "Guerrita
de los emails", una sonada oportunidad para que varios escritores cubanos
nos recordaran que el culpable de todo siempre había sido… el funcionario de
turno.
Aquellos de Leopoldo Ávila eran tiempos de
pilón, mozambique y bugalú, cómo olvidarlo. Ahora la banda sonora debe ser
concebida a base de trap y reguetón, pero los discursos no son diferentes. Por
estos días un funcionario ágrafo —esos son en verdad mayoría, les falta obra
pero no carecen de esfuerzo— ha llamado "rata de alcantarilla" a Luis
Manuel Otero Alcántara. Otro, al frente de la Biblioteca Nacional, llamaba a
librar a Cuba de "los gusanos".
En La Jiribilla han aparecido nuevos
episodios de un viejo culebrón revolucionario llamado "asesinatos de
reputación". Los hay que con vulgar guapería, y a pesar de su edad ya casi
provecta, se citan con Clandestino "junto al busto que digas",
imagina uno que para dirimir discrepancias a palo limpio. Y hace unos meses en Hypermedia
Magazine una escritora/funcionaria dejaba saber que todavía le quedaba
cuerda para seguir ejerciendo la censura, ese tan revolucionario virus.
Editar en ese país no es solo mantener a
toda costa la política de crear lectores cautivos. Editar allí es censurar,
está claro. Los cadáveres que la censura cubana ha prodigado han estado a la
vista por décadas.
Incapaz de subvertir nada, el
escritor/funcionario ejerce de censor porque la censura está en la naturaleza
misma del sistema al que sirve. Algunos no toleran que se lo recuerden, pero
otros, en su soberbia impune, ni se esconden ni se lo callan: lo pregonan
porque quieren que también les aplaudan.
El papel que cumplen estos personajillos en
el engranaje represivo y propagandístico no es desdeñable. Son parte
fundamental del dispositivo que actúa en dos direcciones: hacia adentro y hacia
el exterior. Los que mandan lo saben de sobra, los usan a su antojo y, si toca
recompensa, los premian. Se suceden las generaciones, algunos ocupan un puesto
intermedio o pasan a plan pijama o a vivir en ese norte tan denostado donde
tienen hijos y nietos, pero pronto surgen nuevos custodios del machete
aguerrido y la viril ofensa contra el que disiente. Porque están ahí para
corroborar que una política trazada desde aquellas palabras a los intelectuales
sigue en pie.
Despreciable es el régimen que pone a un
escritor en el lugar del funcionario y del censor. Pero más despreciable
todavía es el escritor con pompa de funcionario que se cree impune y habita muy
lejos ya de todo escrúpulo, y tan a gusto se siente cumpliendo esa tan
revolucionaria tarea. El hecho de publicar libros no entraña ninguna
superioridad ni moral ni ética ante los demás, pero hay escritores que llevan
su extraña fascinación por el poder tres pueblos más allá: son ellos mismos la
encarnación de un sistema decrépito.
(El
trap del escritor funcionario. Diario de Cuba, marzo 2020)