En el gran esquema del
cambio-fraude, Raúl Castro necesitaba un Frankenstein literario. Ahí estaba el
novelista Leonardo Padura. Da igual si lo cosieron y atornillaron con siniestra
paciencia a lo largo de las décadas en un sótano del Cimeq (quizás hasta recibió
alguna víscera del finado Hugo Chávez) o si lo dejaron una fría mañana en el
umbral de la estación de policía de Mantilla, arropado en una raída batica
blanca con la insignia del equipo Industriales.
Lo importante a notar es la construcción
fragmentaria y residual de la criatura, sus torpes funciones, las
incongruencias de su desarrollo, su díscolo y ladino discurso. Fama, por lo
menos, ha logrado. Padura es el rostro de la cultura neocastrista. Primero
entre sus pares. Una nueva clase (una subcasta, más bien) de escritores,
académicos, pintores, periodistas y músicos que operan bajo un vigilado
principio de transgresión retardada. Escriben, pintan, disertan y cantan sobre
lo que ayer prohibía la dictadura, justo a partir del momento en que a la
dictadura le convenga exhibirlo. Aquí no cabe hablar tanto de estética como de
prestidigitación. Se escribe sobre el trotskismo en Cuba sin mencionar a los
trostskistas cubanos, perseguidos con saña por Fidel. Llueve azufre sobre un
par de difuntos funcionarios que implementaron el Quinquenio Gris en medio de
los rigores del Quinquenio Prieto. Kcho le regala al Papa Francisco un Cristo
de gastados remos dedicado a los balseros de África. ¡Los balseros de África!
La magia, ¿quién lo duda?, también es un arma de la Revolución.
Así, la proposición de que Padura es un
escritor contestatario implicaría el escándalo de la calumnia si no tuviera el
andamiaje del disimulo. No nos equivoquemos, Padura es un escritor comprometido,
no en un sentido sartreano, sino leninista. La suya no es una posición contra
el poder sino con el poder. Para su desventaja, la época ha desgastado el
aparato teórico de la dictadura. Ya no hay tierra firme, como en tiempos de
Silvio y Pablito, para exaltar la opresión en nombre del futuro. La era ya no
está pariendo un corazón sino una empresa mixta entre Odebrecht y la familia
Castro. Eso deja a Padura y a tantos otros (y otras) con un espurio manual del
oportunista zen del raulismo: el chapoteo para atrás y para adelante, la
anticuada voltereta postmoderna, la pose de enfant
terrible con una jaba de la UNEAC, la hipótesis a media lengua y la crítica
pueril del acontecimiento no significativo en un eterno presente de venta de
liquidación.
Contradictorias carnes componen a nuestro
Frankenstein. Esto hace que en Padura se observen a primera vista los dos
radicales misterios del ente aludidos por Parménides de Elea: en un mismo
espacio y al mismo tiempo Padura es y no es. Es el escritor oficialista que
accede al Premio Nacional de Literatura por una novelística consagrada a
humanizar a un miembro del Ministerio del Interior y es el compungido autor que
se queja de no ser suficientemente publicado en Cuba. Es el solícito recipiente
del homenaje de sus lectores en Miami y es el virulento comentarista que va por
medio mundo acusando a los exiliados de corruptos, anacrónicos y energúmenos.
El hemingüeñano corresponsal de la guerra en Angola y el cabo encargado de
trucar el número de los muertos. El conformista con sandalias de hereje. El
diletante con pausas de pensador. El pícaro con una coartada humanista.
Muchos y con frecuencia exóticos son los
disfraces de Padura. Pero, Frankenstein al fin y al cabo, animado a renuentes
retazos al fin y al cabo, no puede evitar que se le vean las costuras.
(Hecho en Cuba. El Nuevo Herald, marzo 2018)