La
novedad del recuento de Fuentes consiste entonces en reivindicar, frente al
tipo de cultura literaria que dentro de la revolución proponían Padilla o
Ambrosio Fornet —una más ecuménica, donde cabían Kafka y Eliot (a propósito del
cual, por cierto, Padilla polemizó con Carlos Rafael Rodríguez en la primera de
las reuniones en la Biblioteca Nacional, en 1961)—, el canon de Verde Olivo.
Al respecto, vale la pena detenerse en el capítulo 12, sobre el influjo de Los
hombres de Panfilov y otros libros soviéticos de ese tipo en la Cuba de los
sesenta. Fuentes recuerda que el libro de Alexander Bek, publicado en edición
masiva de 100 000 ejemplares, es “uno de los más leídos de la historia de
Cuba”, y echa mano del arsenal antintelectualista de Mella y Verde
Olivo, llegando a lamentar que años después las ediciones de textos
soviéticos se redujeran por causa del influjo de “la intelectualidad
pequeñoburguesa cuando convirtieron las colecciones dedicadas a la publicación
de obras extranjeras —Biblioteca del Pueblo y Colección Cocuyo— en una reserva
existencialista” (p. 219). Como Cabrera Infante en “Somos actores de una
historia increíble” (Revolución, 16 de enero de 1959), Fuentes opone a
la novela de Proust la situación cubana, cuando los “cubanos estaban para las
balas”. Pero Cabrera Infante se distanciaría de esos tempranos artículos suyos;
Fuentes sigue recordando con nostalgia, como había hecho ya en 1970 en el
prólogo a Cazabandido, la “época del heroísmo” donde se formó como
periodista en la Lucha contra Bandidos.
Norberto Fuentes reproduce, entonces, la
vara de medir de las FAR, que se basaba en la contraposición entre la lucha
revolucionaria y el mentidero literario, y en la absoluta prioridad de la
primera. Es ese, después de todo, el contraste entre sí mismo y Padilla que él
traza una y otra vez: “Yo estaba entrenado para la lucha revolucionaria y no
para los corrillos literarios” (p. 489). Es también esa imagen de sí como
combatiente lo que lo lleva acaso a titular Plaza sitiada a su libro,
aun cuando él no escribe ya desde Cuba. Decidido a no dar un paso atrás,
Norberto Fuentes se parapeta en su trinchera, desafiando ahora a todos aquellos
que han reproducido la versión del caso Padilla que el poeta ofreció en sus
memorias, artículos y entrevistas. Esta versión es bien conocida. Básicamente,
dice que Fuentes, quien primero hizo autocrítica y al final volvió a tomar la
palabra para desdecirse, era un agente de la Seguridad. De algún modo, su
disonante intervención le habría dado mayores visos de veracidad a la farsa de
esa noche. A este relato Norberto Fuentes propone otro donde Padilla queda como
uno de los mayores cobardes de la historia de Cuba y él como un héroe. “Yo soy
el único héroe literario de la historia de Cuba” (p. 524).
Esta alta cota de heroísmo procede no solo
de su actuación en la noche de autos, sino de su enfrentamiento con Fidel
Castro, un enfrentamiento más o menos secreto, no ruidoso como el escándalo de
Padilla, del que Fuentes sale “invicto”. El enfrentamiento empieza con la
publicación de Condenados de Condado, y luego con una polémica en la
revista Marcha donde un agente uruguayo de Castro se enfrentó a un
discípulo de Ángel Rama. Y sigue en 1971, cuando en la UNEAC Norberto Fuentes
se niega a aceptar que él ha tenido actitudes contrarrevolucionarias, y luego
le comenta a un amigo “Yo lo que quiero es caer preso para convertirme en el
Solzhenitzyn de Cuba”. Esta conversación llega a oídos de Fidel Castro, quien,
en contra del criterio de la Seguridad, decide que “lo dejen en paz”, pues al
fin y al cabo “él es el único hombre que hay ahí”. Es así como Fuentes, a sus
ojos, le gana la batalla a “Fidel”. A partir de ahí desiste de toda ambición de
disidencia: “no hice más que amarrarme a una invariable conducta de lealtad a
toda prueba a los míos, y de un orgulloso compañerismo” (p. 501). Pavón y el
Partido le pidieron que no escribiera y no escribió. Que se sumara y se sumó.
Para 1975, su proyecto de libro sobre Hemingway en Cuba fue aprobado por el
Buró Político. Este libro, que sería prologado por García Márquez, facilitaría
su acercamiento a Castro; luego sigue su nombramiento como cronista de la
guerra de Angola y su camaradería con los hermanos De la Guardia, la historia
narrada en Dulces guerreros cubanos.
Como aquel, Plaza sitiada es un libro
exasperante: no se sabe dónde termina la ingenuidad y dónde empieza el cinismo.
Pero los detalles sobre la vida de los hombres duros del Ministerio y de la
guerra de Angola son mucho más suculentos que los que ahora ofrece Fuentes en
su abigarrada versión del caso Padilla. Este libro, lleno de errores y
repeticiones innecesarias, pudo tener muchas menos páginas. Basta echar un
vistazo a las fotos, algunas de las cuales nada tienen que ver con el tema en
cuestión: una foto de Fidel Castro con Sartre y Simone de Beauvoir en 1960, una
de Guillermo Cabrera Infante con Marlon Brando en 1957…; fotos de las manos del
propio Fuentes, cuando manipulaba una Colt en un cameo que hizo en una película
de Oscar Valdés. Abundan, como era de esperarse, los retratos del autor, y los
momentos, en los pies de foto, donde este habla de sí mismo en tercera persona.
Por ejemplo, cuando a propósito de una fotografía de junio del 71 escribe que
“durante muchos años él estará poseído por la idea de que su desafío a las autoridades
y a Padilla estuvo sostenido por una presencia física equivalente a la
innegable belleza de su rebeldía” (p. 339).
Fuentes está convencido, además, de que Condenados
de Condado es “el mejor libro de ficción que la Revolución Cubana ha
producido hasta la fecha” (p. 77). Este libro se publica en 1968; Los años
duros, de Jesús Díaz, que incluye tres cuentos sobre la lucha contra los
alzados del Escambray, había salido en 1966; Tute de reyes, de Benítez
Rojo, en 1967; Celestino antes del alba, de Reinaldo Arenas, también en
1967, pero esta cronología no alcanzaría a refutar la primacía atribuida por
Fuentes a Condenados de Condado porque, según él, “Jesús [Díaz] nunca
superó las fronteras de un realismo maniqueo y acartonado” (p. 226), y los de
Arenas son “textos bastante mediocres” (p. 58). No solo estos; en las cuatro
décadas posteriores al quinquenio gris no ha aparecido “ni una novelita de
algún interés” (p. 527). La literatura cubana de los últimos cuarenta años es
un paisaje “desértico, estéril”, donde solo brilla Condenados de Condado.
(…)
Lo que hay aquí es, entonces, una suerte de
bovarismo, un heroísmo de fantasía. Las fotos que acompañan Plaza sitiada
son la mejor prueba de ello, y en ese sentido no son innecesarias, sino más
bien reveladoras. No solo aquella, al comienzo, que muestra al joven periodista
portando una ametralladora checa que él mismo, autodefinido como “la viva
estampa del intelectual orgánico de la revolución”, aclara que está cargada
porque hay bandidos por los alrededores. Sobre todo, las fotos de las manos
durante el cameo que hizo con Alberto Mora en la película sobre Guiteras. De
algún modo, ¿no viene esa imagen a traicionar que el heroísmo de que se presume
aquí es un reenactment, una representación, un papel? El heroísmo que
Norberto Fuentes opone a la supuesta cobardía de Padilla no es más que un
heroísmo de postalita.
(Norberto
Fuentes, Heberto Padilla y el heroísmo revolucionario. Hypermedia Magazine,
octubre 2018)