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Wednesday, May 30, 2018

Norge Espinosa vs. Francisco López Sacha

En la segunda reunión, ya la tensión era la clave de todo el diálogo. A solas con el presidente de la Asociación (su superior, el presidente de la Unión de Escritores y Artistas nunca dejó ver su plateada melena, justificado por una repentina fractura de uno de sus dedos, creo recordar), volvimos a oír la letanía. Antiguo profesor de historia del teatro, alto, carismático, echó mano a todo su arsenal de histrionismo para convencernos del gran riesgo que nos acechaba. Hizo toda la pantomima de su pena por nosotros, nos representó los espantos del abismo en que podríamos caer de subirnos a ese avión.
   Yo estaba sentado junto a la mesa del teléfono, y uno de los escritores del grupo me decía: “cuélgalo”, cosa que hice una o dos veces, para que de inmediato el funcionario, sin interrumpir su mímica grandilocuente, lo descolgara sin perder el hilo de su parlamento. Una de sus frases, por el timbre melodramático y extremo con que la pronunció, se me fijó en la memoria: “Puede que yo esté equivocado, que esto sea un gran error. Y si es así, lloraré con ustedes”.
   Patéticas e improbables, esas lágrimas por venir no nos interesaban. Eran, como en la ópera de Leoncavallo, lágrimas de payaso operático que no queríamos ver como pruebas de un arrepentimiento que no tenía sentido ni justificación. Unos años más tarde, ese mismo hombre repetiría, acaso en grado más enfático, parte de esa actuación, cuando trataba de explicar a un narrador, ensayista y poeta el por qué se le “desactivaba” como miembro de la Unión de Escritores a causa de su relación con una revista sobre Cuba que no parecía confiable ni importante a la intelligentsia oficial. Experto en esas estrategias de antibombas literarias, se ganó unas páginas de aquel escritor, un retrato fiel de su gesticulación y sus máscaras. No sé si le habrá prometido otras lágrimas, si le habrá entonado su aria de llanto incontenible para explicarle algo no menos absurdo que lo que intentaba exponer ante nosotros.

(Texto incluido en El compañero que me atiende, Editorial Hypermedia 2017)

Friday, May 25, 2018

Alejandro González Acosta sobre Leonardo Padura

Mucha gente está equivocada con Leonardo Padura: realmente, más que un novelista, él es un cuentapropista de la literatura. Hace lo suyo individualmente, paga su gabela y sigue trabajando. No es un producto genuino y total del régimen cubano, que lo mastica, pero no lo traga plácidamente. Tampoco es una sublimación residual del exilio, donde muchos le exigen más intransigencia y definición, acorde con estos tiempos tan conflictivos. A veces sospecho que algunos —o muchos— funcionarios cubanos respirarían complacidos si Padura se quedara definitivamente en uno de sus viajes: “Por fin salimos de él”, dirían con un suspiro de alivio. Pero mientras, lo utilizan lo mejor que pueden y él se deja. No es la oveja de blanca pureza ideológica de la manada, pero todavía no llega a ser tampoco la negra francamente opositora que desentona del níveo rebaño, aunque a veces el pelaje se le oscurece un poco, quizá a pesar de él mismo, con alusiones truncas, evocaciones conflictivas y alguna ironía. Recibe palos de uno y otro lado, porque, además de críticas severas y justas, la envidia cubana florece como la verdolaga lo mismo en Hialeah que en Mantilla.

(Las “pauras” de Padura [I]. Cubaencuentro, marzo 2018)

Wednesday, May 23, 2018

Manuel Vázquez Portal vs. Orlando Luis Pardo Lazo

No me dan pena los "pendejos perdidos",
fregoncitas con bucles de estropajo,
que con el culo escriben, ¿qué carajo?
Y van de envidia y odios carcomidos.

No me dan pena los “chivas consumidos”
por su mediocridad y absurdo desparpajo,
sicotudos marranos peste a grajo
y un librito de “engomes” retorcidos.

No me dan pena, ni rabia, solo invita
al silencio por el pobre mamarracho
que intenta ser un “terrible muchacho”

y es solo una vedette sin lentejuelas.
¡Ah sus pobres versos, sus infames novelas
con que Virgilio huye y Cervantes vomita.

(Coñema para un sapingo difunto. Publicado en la red, marzo 2018)

Monday, May 21, 2018

Waldo Pérez Cino vs. Duanel Díaz

Siendo serios: el único discurso donde la literatura tiene o no validez según la década y la oportunidad histórica es o bien el del poder, un discurso ideológico para sustentar el poder, o bien el de la oposición militante al poder –y en ambos casos, conste, en ejercicio vulgar del poder o de la militancia opositora. Para DD, en cambio, lo que digo tendría sólo sentido dicho en 1993, como si los años noventa [sic] no existieran. Me pierdo un poco con la adscripción del 93 a algo que no sean los noventa, pero en fin, el mar, pasémoslo por alto que eso es prescindible –del mismo modo que lo es frase como aquella del piano y el tapiz: “no en tanto sigue desconociendo esa otra parte de la tradición cubana ajena a las familias que nunca tuvieron un piano o un tapiz viejo”, ¿la tradición de ellas, o la ajena? ¿Será acaso toda esta polémica malentendido sintáctico, secuela de que DD parece decir una cosa y quiere decir otra? No lo creo. Lo que cuenta es esa temporalidad o pertinencia histórica, esa cañona epocal y subsidiaria a la literatura: ¿a quién que haya vivido en Cuba no le suenan cosas como No es el momento de decirlo, o Eso estaría bien en otro momento pero no ahora, etcétera? Y no porque se trate de “sacralización” de la literatura, o de torremarfilismo o cosa similar: precisamente en la medida en que la escritura es profana (y lo es y con mucho la de LGV), su “sacralización” prestada estaría, precisamente, en esa cuota de oportunidad impuesta por la crítica desde un rasero ideológico. Lo único que puede “sacralizar” a lo literario es, curiosamente, su uso ideológico (y no su “uso” común, que sería la interpretación, la lectura por la lectura, incluso su lectura más superficial o anecdótica): es sólo desde ahí, desde ese uso o pertinencia u oportunidad ideológica, que se puede computar su validez en décadas, o incluso en años o meses (ahora, después de Girón, tal cosa que antes sí pero ya no; o ahora sí, que vino el deshielo, o ya no, que etcétera).
   DD, en cambio, ubica en ese 93 anterior a los noventa la pertinencia de una lectura que atienda a “la autonomía de la literatura frente a comisarios que nos tachan de formalistas y existencialistas”. Entonces, eso valía la pena: nos defendía de los comisarios. Ahora, ya no: ahora no es pertinente. Dicho de otro modo: se lee según cuándo. Tanto es así, que no se le ocurre nada mejor que equiparar lo que digo a lo que dice, siguiendo esa lógica de adaptación a la situación (siguiéndola DD, digo), Padura. Creo que no hay que hacer un esfuerzo mayúsculo para darse cuenta que Padura habla ahí del contexto cubano y de la política cultural cubana y de cierto acomodo gremial, y que yo estoy hablando de modos de leer, y de modos de imponer una lectura o deslegitimar otras, y sobre todo, de dinámicas de inclusión y exclusión desde criterios externos a lo literario. De hecho, si no fuera así, confío en que DD no se habría sentido –por una vez con razón– aludido. Pero a lo que iba: según esa pertinencia situacional del cuándo, no habría una verdad del texto, un sentido que resida en él o que el texto articule, ni tampoco de la crítica –de la interpretación o de los modos de ejercerla–, sino que contaría sólo la oportunidad táctica, en sentido casi bélico, de lo que se pueda hacer con él, o con tal o más cual lectura (que “servirá” como escudo anticomisario, o como arma arrojadiza contra la versión del origenismo de Vitier, si en el 93, pero en cambio ahora ya no: ahora mejor volvamos a leer “en situación”). En fin: lo único que viene a decir eso es que no importa cómo se lea, ni cómo se ejerza la crítica, y ni siquiera cómo sean los textos; lo que importa es, como decía DD en su texto de Hypermedia Magazine con metáfora que habla hasta por los codos, que un libro sea munición: “en tiempos de guerra, ya se sabe, no es bueno querellarse o disentir de los aliados”. Que su lectura se avenga con lo que demanda “la situación”, eso lo que importa, y avisados quedamos que cambia década a década, ¡incluso del 93 con respecto a los noventa!
   Creo que estaba ya dicho en algún comentario mío pero será bueno repetirlo: no tengo nada en contra de lecturas que, a partir de un texto, lo ubiquen sociológicamente, o que recurran a él para hacer historia intelectual, o incluso política. No sólo son del todo legítimas, sino que pueden también enriquecer otras perspectivas. Pueden ser lúcidas o pueden ser pobres, pero eso no depende de su condición sino del talento de quien las haga. Ahora bien, lo que me parece en cualquier caso contraproducente es pretender –y fue eso lo que se percibía en el texto de DD– que esa (o cualquier otra) lectura sea la única legítima, que deba leerse de tal modo y no de otros, que la relevancia o el peso de un autor o de sus críticos se mida en libras de oportunidad o pertinencia de munición. Y lo que me parece lamentable, sobre todo, es que ese tipo de imposición ideológica, que durante décadas ha lastrado a la literatura y la crítica cubanas, se reivindique ahora, con signo contrario, en virtud de la pertinencia de la munición, o de la situación, o de lo que sea. Una de dos: o eso se hace a ciegas, inercialmente, discurso asimilado que se reproduce –todo hay que decirlo: buena parte de la crítica cubana sigue leyendo todavía así, incluso a su pesar– o se hace a sabiendas, en plan prescriptivo, en plan comisario. Y no sé cuál de las dos cosas sea peor. O bueno, sí: sabemos –también por contexto y situación, como cuando se menciona la soga en casa del ahorcado– cuál la peor.

(Pertinencia de la munición en casa del ahorcado. Rialta magazine, diciembre 2017)

Friday, May 18, 2018

Manuel Díaz Martínez vs. Waldo Leyva

Pero la dictadura me tenía preparada una despedida especial, sin las patadas en la puerta, el altoparlante largando injurias, las pedradas en las persianas ni la comparsa barriotera del “acto de repudio” clásico, lo cual es de agradecer. El domingo 23 de febrero del 92, el día anterior al de mi partida, en el suplemento de cultura de Juventud Rebelde (periódico de la Unión de Jóvenes Comunistas), apareció un artículo titulado “Puente de plata”, que cubría más de una página del suplemento. Junto a alabanzas como “un buen poeta, un hombre de innegable talento, que contaba con prestigio y reconocimiento intelectual”, “para admitirlo en su seno, la Academia Cubana de la Lengua debe haber tenido en cuenta sus buenos versos, que sin duda son la mayoría”, etcétera, con las que se busca impresionar bien al lector para que no dude en acoger como cierta, justa y equilibrada la aviesa imagen que de mi vida y milagros le ofrece, el articulista, Waldo Leyva Portal, se burla con acierto —con una sorna que sin duda parte de sus propios e inconfesados desengaños— de mis juveniles ardores comunistas. Donde se muestra chapucero es en las mentiras que se atreve a decir, confiado en la impunidad que supone el absoluto control que ejerce sobre la prensa la dictadura que le ordenó infamarme. Antes de ese artículo no pensé jamás que mi obra fuera tan meticulosamente leída ni que sería objeto alguna vez de un elogio tan alto. Después de la devoción de un lector, el odio de una dictadura es el mejor premio a que pueda aspirar un poeta.

(Sólo un leve rasguño en la solapa. Logroño, 2002)

Wednesday, May 16, 2018

Gilberto Padilla Cárdenas vs. el Premio Nacional de Literatura

Es complejo: el Premio Nacional, la verdad, no prestigia demasiado. O, mejor dicho, ya no prestigia como antes. (Pienso en la época en la que Lorenzo García Vega lo ganó con Espirales del cuje). De hecho, es más bien un premio político o social o arqueológico. Un premio para decir que damos un premio anual, que el Estado o los ministros saben algo de literatura, son cultos, que han leído a Manuel Cofiño, Marta Rojas o algo así. Un premio que tiene que ver con el presente más que con la posteridad: los ajustes y lobbies y acuerdos y votaciones en cierto modo reproducen la instantánea perfecta de lo que sucede en el país: no country for young men.
   Basta sentarse a conversar con alguien que haya sido jurado en alguna edición (Garrandés o Fowler, por ejemplo) para enterarse una a una de las mezquindades y sacar a la luz rencillas, sabotajes, conspiraciones, complejos etarios, acuerdos bajo la mesa, arbitrariedades y egoísmos varios. La miseria casi documental de cierta intelectualidad que no esquiva el cinismo y que es, en el fondo, un medidor implacable, paródico, para leer la cubanidad. No voy a delatarlos aquí pero luego de escucharlos, y recordando ese penoso Game of Thrones, habría que pensarlo dos veces a la hora de dedicarse a la literatura en Cuba.
   Y mientras escribo esto, recuerdo un juego de mi infancia: el Juego de las Estatuas. Sus reglas, según Rodrigo Fresán, son más o menos así: “uno de los participantes se ubica de espaldas al resto y, de tanto en tanto, se da vuelta de improviso. Ante su mirada de Gorgona, el resto —que tiene que ir avanzando hacia él desde el fondo del paisaje, solo cuando este petrificador no los mira— debe paralizarse en las posiciones más absurdas. Si alguno de ellos tiembla o cae o no puede soportar la súbita pose con gracia y equilibrio es prontamente eliminado. Si alguna de las estatuas logra llegar hasta el monstruo y tocarle la espalda sin haber sido condenado, entonces ganará la partida y ocupará el sitio del fulminante destructor de estatuas. Y volver a empezar”.
   Ahora imaginemos este juego en el contexto intelectual cubano, donde —a juzgar por el Nacional, que lo transforma todo en culebrón: el mundo se divide entre amigos y enemigos del candidato, se retiran saludos, se borra gente de la agenda telefónica y se afilan las dagas—, ganar un premio es, literalmente, ganarle la espalda a alguien.
   ¿La razón? En los últimos años, la literatura cubana parece a lo más un oficio para pícaros, una carrera de funcionarios; una revelación amenizada con el sonido de un espejo quebrándose. Esa carrera (el funcionariado literario), hay que decirlo, algunos la corren y ganan con ventaja. Saben hacerla. Pienso en el caso de Miguel Barnet, ostentando hoy tres presidencias: la de la Unión de Escritores y Artistas (UNEAC), la de la Fundación Fernando Ortiz y la Presidencia de honor de la Sociedad de Perros Chihuahuas de Cuba. Pero me desvío. El Premio Nacional no tiene que ver con el canon sino con el presente, con el poder y los favores concedidos, con la amistad o con los enemigos de los que haya que vengarse.
   (Si uno se introduce en el misterio de las realidades paralelas —una espiral donde descubres que Miguel de Carrión borroneaba Las impuras mientras James Joyce escribía el Ulises—, detecta que el mismo año de la muerte de Gastón Baquero le conceden el Premio Nacional de Literatura a Carilda Oliver Labra —bautizada por Reinaldo Arenas en El color del verano como Karilda Olivar Lúbrico.)
   No es un espectáculo agradable. Pero hay que verlo. Hay que ver los egos incinerarse una y otra vez mientras se arman las guerrillas —urbanas y de emails— y la basura sale a la luz. Por supuesto, es mejor no ganarlo. Reina María Rodríguez estuvo a punto de confesarlo en su discurso de recibimiento (“me costó trabajo escribir algo para este momento, con la conciencia de que obtener un Premio Nacional pueda convertirse en un límite para seguir luchando contra lo que no puedo: escribir mejor y hacer algo por la literatura cubana”). Perderlo da más dignidad literaria, tiene más encanto, más estilo. Uno puede ser candidato eterno al Premio y, en cierto modo, congratularse de ello. Así está José Kozer, derrotado por la geografía. (En uno de sus muchos poemas —la cifra total de poemas de Kozer, más de 10970, parece salida de un cuentamillas—, titulado para colmo de males “Acta”, se lee: “Cuba, candado”. En otro: “Véase como siempre acaba en lo mismo”.) Pero todas sus cicatrices, la sola presencia de aquellos moretones absurdos de tanto pelear y no ganar, termina por revelar respeto.
   Se sabe: no da más dinero, pero se vive más feliz. O, literariamente hablando, con menos enemigos. Porque si te ganas el Premio Nacional te conviertes en carne de cañón. Y luego, cosa extraña: das un mal paso, resbalas y caes y tienen que enyesarte y en el hospital descubren que tienes alguna fatalidad y que te queda poco tiempo. Una catarata de males.
   Así, es mejor esperar que ganar, vivir del prestigio de ser un eterno postergado antes que someterse a la presión de correr en la lista negra que el jurado va a considerar con cierta afectación, con una seriedad política pero no estética. Así, hay veces —sobre todo después de 2011, sobre todo después del Premio a Nersys Felipe— en que uno piensa en que es mejor que no haya Premio; que es mejor que el lector de la literatura local no esté sometido a la pantomima de un espectáculo a ratos tan lamentable como un circo.
   Por supuesto, uno entiende el valor del Premio, pero también comprende el hecho de que hace un buen tiempo se desdibujó en una trama rarísima de acuerdos secretos y maquinaciones extraliterarias. Hay que tomar en cuenta seriamente el Nacional, pero es una seriedad que tiene algo de comedia negra y reguetón. A fin de cuentas, ni Alejo Carpentier ni José Lezama Lima ni Virgilio Piñera son Premios Nacionales de Literatura.

(Kozer, el derrotado. Hypermedia Magazine, julio 2016)

Monday, May 14, 2018

Alberto Garrandés vs. Antonio José Ponte (2)

¿Acaso demostró alguna vez, de veras, lo que dice de mí? Tengo cosas más importantes que hacer comparadas con esa bisutería efectista llamada A. J. Ponte, y, además, no quiero que él alimente su fuego con estas candelitas de andar por casa. Que se ponga a escribir de verdad, si es un escritor. Y solavaya: el día que yo escriba como él, me cuelgo de un árbol.

(…)

Al final uno cuenta sólo con aquellas personas que confían en uno y que son esas mismas en las que, a su vez, uno confía. No respondí la extraña carta (parecía escrita como para que también la leyeran otras personas, ¿como si se tratara de una pieza significativa dentro de esa trayectoria que él estaba fabricando para ponérsela como un disfraz?) que Ponte dejó encima de mi escritorio porque no merecía el esfuerzo. Y no respondí su ataque público porque no hizo falta. No había pasado ni media hora del suceso y ya recibía yo muestras de confusión y perplejidad y hasta de indignación por parte de escritores que se hacían una pregunta: ¿de dónde saca Ponte todo eso? Los días pasaron y mi compromiso contra la censura se acentuó (porque los intentos de censurar continuaron). Me da risa eso de que me llame comisario político, ¿quién se cree semejante tontería? Y no he elogiado la obra de Ponte (qué presunción más absurda), sólo indiqué que su intervención aquel día sobre Orígenes (una mera intervención), en el homenaje a la revista por sus 50 años, me parecía positiva… La capacidad de Ponte para desvirtuar hechos, mentir y disfrazar la realidad y armar conclusiones inverosímiles es, ciertamente, enorme. En esta serie de trabajos míos que, bajo el título “Oleaje de la memoria”, publica Hypermediamagazine, jamás me he disculpado. ¿Por qué? Porque no tengo que hacerlo. Hay que estar loco, o ser un murmurador siempre en escena (y sin salirse de su papel) para decir que censuré la novela de Atilio Caballero (y algunas otras, como sugiere Ponte), y que fui o soy aún un comisario político.

(…)

Las acusaciones de Ponte son tan insensatas y ridículas (llegan a ese extremo) que, la verdad, no vale la pena. Su grisura sí que espanta. Cada quién sabe de sus imposturas y Ponte es muy consciente de toda su tramoya y sus ardorosos hanky panky. Es un mal actor. Siempre supo que yo no era el censor. Siempre supo quién había arremetido contra la novela de Atilio Caballero. Pero necesitaba (y necesita todavía) que sea yo el blanco de su difamación. ¿Por qué se ha obstinado siempre en lo mismo? Porque cambiar sus puntos de vista le resulta inconveniente. Calla unas cosas y reafirma otras como si tal cosa. La oscuridad de su psiquis, si pudiera expresarme así, se conjuga muy bien con la oscuridad de su presunta ética. Hace 20 años orquestó su “protesta” contra la censura de un modo tan mezquino que siempre me dio pena. ¿Quería ser todo un personaje de la literatura, un escritor empuñando una especie de Excalibur? Resultó, eso sí, poco menos que un saltimbanqui. Pero ya sabemos que su espuria notoriedad se origina no en sus libros, sino en cositas como estos textos de ir y venir. De modo que pondré punto final. No quiero contribuir a encumbrar a ese actorcillo al que, ya me doy cuenta, ha de faltarle un tornillo.

(…)

Ponte, 20 años después, no hace más que constituirse en un penoso absurdo, un absurdo de escritor, un remedo de escritor. Dice que ni yo ni mi obra son interesantes… ¿Y eso qué? ¿Su opinión? Me tiene sin cuidado. Lo suyo es pelear, difamar e intentar imponer mentiras como verdades para que su circo crezca y se oiga. A mí jamás me gustó el circo, ni cuando era niño. Lo mío es hacer lo que me toca como escritor. Tengo pruebas de que lo que he hecho, lo he hecho bien, y en ocasiones muy bien, y no necesito decir por qué. En cambio, repito, 20 años más tarde Ponte continúa armando su tramoya para ocultar ese vacío de fiereza artística que hay en su obra, o el desinflamiento que ella padece. Yo, en cambio, no experimento nada de eso. Su inseguridad es vocinglera. Y no hay que hacerle el menor caso a alguien que sobrevive, como escritor, de manera tan penosa.

(Comentarios publicado en la red, agosto 2017)

Friday, May 11, 2018

Rolando Morelli vs. Leonardo Padura

Padura, que siempre se ha mostrado reacio a pronunciarse respecto a los abusos a los derechos humanos en Cuba bajo la tiranía castrista, la misma que le permite viajar a él al exterior y residir en el país cuando así lo desea, en tanto niega a otros nacionales dicho “privilegio”, alaba a un grupo de cubanos en el exilio miamense, que dicho sea de paso, en muchos casos no se consideran tal, aunque de hecho lo son, por causa de la que el autor estima mayor tolerancia de estos frente a la hostilidad de “esos” otros que, Padura dixit, “ha(n) quedado para (ser) una clase política para la que la mala relación con Cuba es parte de su trabajo y es parte también de su negocio”. Lo que tales declaraciones reflejan, constituyen el típico ejemplo de la propaganda encargada por el comunismo a sus agentes de interés de siempre. Según ella, los cubanos que rechazamos el reconocimiento y la complicidad con la tiranía, somos vividores que chupamos de una ostra inagotable: las malas relaciones entre los dos países. Por otra parte, los que aquí han venido, en muchos casos con la encomienda expresa del régimen de constituirse en caballo de Troya o en quinta columna del castrismo, esos sí son verdaderos patriotas cubanos, incluso súbitos burgueses emprendedores, interesados en que “las cosas se arreglen” y podamos llegar a un entendimiento entre los Estados Unidos y el régimen de  la isla. Padura tiene una manera muy suya de encarnar eso que Orwell llamó acertadamente el “double speak”, o doble lenguaje. Matándolas calladito, o a la chita donde dije que no dije, dije lo que dije y no se dieron cuenta, Padura se nos vende de novelista, y la propaganda editorial en coordinación con la del régimen lo proclama “novelista imprescindible” cuando en realidad la verdad es mucho más simple que todo eso.

(Por sus “obras” los reconocerás: Padura es otro “figurón de proa” del tardocastrismo. Cubanet, enero 2018)

Wednesday, May 9, 2018

Juan Manuel Tabío vs. Duanel Díaz, defendiendo su prólogo de “Los años de Orígenes” (edición de 2017).

Según el razonamiento de Díaz, es una inexcusable arbitrariedad que el prologuista de Los años de Orígenes intente comprender los contenidos de esa obra sólo dentro del universo de sentido (lo que yo encerraba bajo un concepto amplio de estilo) del que se derivan, cuando su autor ha edificado esa obra haciendo justo lo contrario. Retomando el paralelismo que trazaba mi texto entre los casos de García Vega y Léon Bloy, Díaz afirma: “así como los juicios de Bloy sólo adquieren su «sentido cabal» «cuando se entienden exclusivamente en correspondencia con su peculiarísima cosmovisión […]», también los de Lezama adquieren «sentido cabal» cuando se entienden desde su peculiarísima cosmovisión, de modo que la crítica de García Vega –que los entiende en función de algo exterior, esa factoría que sería el reverso de la fiesta innombrable– viene a ser el mejor ejemplo de la «injusticia poética» que dice Tabío.” Otro tanto ocurre, efectivamente, con la larga serie de autores cubanos que son objeto de descalificación en el libro de García Vega: también Carlos Enríquez, Virgilio Piñera y Severo Sarduy (son los ejemplos de Díaz, pero esta nómina podría crecer enormemente) “tienen estilo”, y eso no es un obstáculo para que sean valorados en Los años de Orígenes bajo criterios externos a esa especificidad estilística a la que responden las obras respectivas de Enríquez, Piñera, Sarduy et alii.
   Yo había hablado, ciertamente –y no sin un punto de ironía–, de “injusticia poética” cuando declaraba mis reticencias por esa lectura rectificativa sobre la obra de García Vega cuya validez excluyente reivindica Díaz. En ningún momento, sin embargo, mi prólogo pretendía hacer encajar dentro de un modelo de justicia las lecturas de García Vega sobre Orígenes, sobre la tradición literaria cubana o sobre la propia “idea de Cuba” –la expresión es de Díaz– que ofrece Los años de Orígenes. Antes, al contrario, me interesaba entender cómo los temas que entran en esa obra son sujetos a reducción y reversión, y en general a una distorsión hiperbólica, por la voluntad estilística del autor Lorenzo García Vega. No se trata, entonces, de que me pareciera bien “que García Vega desenmascare a los origenistas” pero menos bien “que se muestre cómo García Vega también da gato por liebre”, como afirma Díaz. La intención de mi prólogo era acercarse a la manera en que esa apropiación (apropiación ciertamente violenta, interesada en tanto implica el acto previo de extirpar los discursos del régimen de sentido dentro del que encuentran su legitimidad) es la estrategia mediante la cual el autor Lorenzo García Vega funda, a su vez, un estilo de poderosa originalidad, en confrontación con Orígenes, con sus demás contemporáneos y con la tradición cultural cubana.
   Y he aquí que justamente Díaz cuestiona que mi prólogo localizara en la plena asunción del artificio la ganancia estilística más relevante de Los años de Orígenes. Díaz se pregunta, en cambio, “si estos señalamientos hacen justicia a la letra y el espíritu de García Vega”, pues “parece que el prologuista estuviera caracterizando la obra de Sarduy; y el propio García Vega criticó en más de una ocasión al autor de Cobra por promover ese tipo de teoría literaria –la independencia del texto, la muerte del autor– que él consideraba una falacia”.
   Más allá de la estremecedora ingenuidad que supone invocar el imperativo de leer una obra exclusivamente de acuerdo con las instrucciones dejadas por su autor a tal efecto, lo cierto es que el propio García Vega nunca se resistió a admitir la importancia que cumple el factor lúdico dentro de su obra, y en El oficio de perder, de hecho, reconoce que la mejor forma de conjurar el escamoteo origenista del artificio radica nada más y nada menos que en “el mantenerse en el puro juego”.
   Pero mi prólogo a Los años de Orígenes situaba “el procedimiento simbólico fundamental en la enfática afirmación de su propio artificio” no a partir de una declaración explícita de su autor, sino de una observación de la relevancia que adquiere en la obra la dramatización de los mecanismos de la ficción, la permanente autorreflexión, su textura muchas veces anárquica y onírica, la parodia y la trepidante colisión entre registros discursivos radicalmente diversos (un “enredo” de novela naturalista con tragedia, de radionovela con ensayo, de gay parade con nékyia).
   Claro que, para Díaz, detenerse en estas consideraciones significa perderse en “generalidades” y “lugares comunes”, incurrir en lo “demasiado fácil”: “¿Quién no ha leído a los formalistas rusos, a Roland Barthes?”, vuelve a preguntarse.
   Díaz habla del “argumento del estilo, de la literatura” como quien delata un ardid sofístico: tal argumento es un pretexto que sólo sirve para eludir el deber de la crítica en relación con Los años de Orígenes, que consiste en corregir la injusticia inherente a la “idea de Cuba” de la que el libro de García Vega es portador. El estilo, desde este punto de vista, es ornato, aquello que estorba y hace menos nítida (menos clara y distinta) esa “idea de Cuba” que el crítico debe aprehender, y reprender.
   Así, una lectura que, al contrario, se acoja a una acepción de estilo no como simple accidente formal del texto sino como esa “cualidad de la visión” de la que hablara Proust (que no leyó a los formalistas rusos, ni a Roland Barthes), una lectura que insista en que las ideas vienen inscritas en la trama textual dinámica y heterogénea de la obra, en que la obra es una unidad más compleja que el conjunto de los temas que contiene, no solamente es errónea porque se agota en vaguedades vacías de sustancia, sino que es moralmente reprobable, porque promueve “una nueva ortodoxia”: se hace cómplice de la injusticia (una injusticia que, por cierto, no sería ya “poética”, sino directamente política) del autor.
   No sorprende entonces que Díaz cuestione también “ese paralelo que hace el prologuista entre criticar los juicios de García Vega sobre la tradición cubana, y rectificar los juicios de Bernhard sobre Austria o los de Bloy sobre la burguesía francesa”. Yo consideraba que la exactitud de los juicios emitidos por García Vega era irrelevante para una valoración literaria de Los años de Orígenes, como es irrelevante para una valoración literaria de la obra de Thomas Bernhard o de Bloy la exactitud de los juicios emitidos por esos autores en sus obras. Esto es, según Díaz, una falacia. Y una falacia que reside no en una condición de la obra de García Vega que impida que sea leída dentro del mismo marco simbólico en el que leemos a Bernhard o Bloy, sino en una circunstancia política: “Lo antiburgués […] no tiene el mismo sentido en sociedades como la austríaca o la francesa, donde la destrucción de la burguesía nacional no ha sido ideología de estado, que en el caso particular de Cuba. Aquí está la cuestión ineludible del castrismo, de la Revolución.”
   O sea que el castrismo ha despojado a García Vega de un privilegio hermenéutico del que Bernhard y Bloy, europeos occidentales, disfrutan.
   Leer la obra atendiendo al contexto en que se produce es saludable; confinar el sentido de la obra, o su condición de legibilidad, dentro de la estrecha literalidad de la ideología de un régimen político, no conduce a precisarlo sino a desterrarlo arbitrariamente del espacio literario y a restringirlo hasta la anulación.
   Pero –se me podrá replicar–, ¿quién no ha leído a Blanchot?

(¿Quién no ha leído? Rialta magazine, diciembre 2017)

Monday, May 7, 2018

Camilo Venegas sobre José Martí

Dedicó su vida a una Cuba con todos y para el bien de todos, pero acabó convirtiéndose en el autor intelectual de una dictadura que abolió los derechos fundamentales de sus compatriotas y arruinó a la nación. Representado en yeso de la cabeza a los hombros, vacío por dentro, Martí sigue cargando con la responsabilidad de cada oprobio.

(Vacío por dentro. Blog El Fogonero, marzo 2018)

Friday, May 4, 2018

Orlando Luis Pardo Lazo vs. los poetas cubanos

El castrismo paga a sus escritores, les compra bien barato la voz, pero por eso mismo los desprecia. Y en esto Fidel Castro siempre tuvo la razón: a los intelectuales cubanos, y a los intelectuales de izquierda en general, hay que apretarles las tuercas hasta ponerlos de cuclillas contra la pared. Así y todo, el poder nunca se puede fiar de ellos, porque la pleitesía patética de los escritores que venden su alma siempre ha sido, es, y será un puto paripé. Permítanme decir un poco más para terminar este primer párrafo: en términos de autoconsciencia de estilo, Fidel Castro fue mucho más intelectual y mucho más escritor que todo el campo cultural cubano y latinoamericano, y también que toda la izquierda primermundista de caviares europeos y delatores asalariados de la academia yanqui. El asesino sabía que todo es asesinato, mientras los poetas de dedicaban a dorar la píldora del patíbulo.
   Tengo ante mí un documento de la tragedia totalitaria insular, una de esas humillaciones que los propios humillados intentan olvidar para no suicidarse, una prueba arqueológica del genocidio cultural que significa incluso hoy la dictadura cubana. En fin, otra prueba del holocausto civil de los cubanos con Castro (que somos todos, dentro y fuera de Cuba).
   Yo no lo llamaría “daño antropológico”, ni ninguno de esos conceptos cobardes para disimular la culpa. Tengo ante mí la colección de poemas de elogio al castrismo No me dan pena los burgueses vencidos, publicada en La Habana en 1991 por la Editora Política como homenaje al cuarto congreso del Partido Comunista de Cuba y al “suceso más trascendental de la historia de esta pequeña isla: nuestra revolución”. Así que, más que “daño antropológico” yo lo llamaría “baño antropológico”, pues se trata literal y literariamente de un cagadero, una letrina ilustrada donde la clase intelectual cubana fue a implorar de rodillas su inclusión en este libro compilado por el agente Luis Suardíaz, donde todos y cada uno de los después exiliados y disidentes exigieron ser considerados como escritores oficiales del régimen, acaso como un abyecto salvoconducto para que los tiranos, todavía hoy en el poder, les perdonaran sus viditas y les autorizaran sus viajecitos.
   El título del libro, por supuesto, viene de un poema escrito por un comunista cubano, Nicolás Guillén, para vergüenza de los comunistas cubanos y los del resto del mundo. Se trata del poema Burgueses que el Poeta Nacional incluyó en La rueda dentada (1972), y que en una de sus estrofas de estofa extremista dice así: “No me dan pena los burgueses / vencidos. Y cuando van a darme pena, / aprieto bien los dientes y cierro bien los ojos”.
   Nicolás Guillén, vale la pena recordarlo, fue el afrocubano que le escribió una conga de amor al “capitán” José Stalin (por envidia a la oda original del chileno Pablo Neruda), rezando para que los orishas negros protegieran al genocida mientras éste mataba a más y más blanquitos burgueses, para vergüenza de los afrocubanos de la Isla y los del planeta entero: “Stalin, Capitán, a quien Changó proteja y a quien resguarde Ochún…” Estos son los Walt Whitman que hemos parido en Cuba: esta es la materia prima paupérrima de la que se han nutrido hasta el cansancio todos los fascismos cubanos, antes y después de los Castros.
   En resumen, son más de cien los poetas cubanos que en 1991 reclamaron ser incluidos en esta antología de lo atroz. La mayoría, ya muertos por partida doble: porque están hechos literalmente tierra, y porque habitan ahora en el cementerio siniestro de sus no-lectores. En efecto, poco más de un cuarto de siglo después de claudicar bajo la cabilla conceptual de El Caballo, sus obras completas ya se han quedado sin un solo lector, sea cubano o no cubano.
   Destacan en No me dan pena los burgueses vencidos, eso sí, varios poemas-panfletos que merecen la memoria inmortal del mármol. Al menos la memoria pixelada de dejarlos colgados en la internet (acaso por el cuello, para no decir otra cosa).
   Por ejemplo, Zoé Valdés, hoy anticastrista exiliada en París, publica su Poema para un país salvado, donde declara su pasión internacionalista de comuñángara: “En un libro de poemas un guerrillero encontró / fórmulas metafóricas de cómo hacer la paz, / el comunismo… / […] / Pensando en el continuo rumor de Centroamérica, / El Salvador respirará livianamente cuando la revolución sea / un suave silbido en el oído de sus muertos.
   Otro ejemplo al azar: Alberto Serret (Santiago de Cuba, 1947 - Ecuador, 2000) quedó tristemente atrapado en sus propios octosílabos de imitación martiana, con unas décimas despóticas al comandante en jefe, tituladas precisamente Fidel: “Porque Fidel es el sueño / que toma forma y sentido: / un joven que no ha dormido / fusil al hombro; ese empeño / del sudor sin cruz ni dueño / sobre el yunque o el cincel. / Es el futuro y es el / milagro de la labranza. / Y en todo hay sol y esperanza / si el pueblo dice Fidel”.
   La culpa tal vez sea del recurso de la rima, que parece tener respiración revolucionaria propia, tal como se le enredó retóricamente a Manuel Vázquez Portal en su Autor intelectual, las décimas más decantes de este después valioso y valeroso periodista independiente cubano, encarcelado durante la Primavera Negra de 2003 y hoy exiliado en Miami: “El viento fue el mensajero / de sus olores de vida / porque por aquella herida / iba naciendo un sendero. / Sendero que trajo a Enero / con clamor de madrugada, / resurrecto en la alborada / derrumbadora de muros / con los fogonazos puros / que alumbraron el Moncada”.
   Otros de los 130 implicados en esta joya escondida de la corona castrista son: Wendy Guerra (Escambray), Ramón Fernández Larrea (Salmo rojo), Reina María Rodríguez (Hoy habla Fidel), Félix Luis Viera (Declaración pública), Rafael Alcides (Gentes como nosotros), Antonio Conte (Fecha), Delfín Prats (Humanidad), Eliseo Diego (Poema de amor a la salida de un cine), entre decenas y decenas de otros, muchos en su momento censurados e incluso golpeados con impunidad en Cuba, como Carilda Oliver Labra (Cuando papá).
   No los critico, no los juzgo. Son mis amigos, porque yo sí los leo conmovido, escriban lo que escriban mientras que lo escriban en cubano. No importa que ellos y ellas me odien a partir de hoy, por escarbar en sus closets de la comemierdad. Pero igual no puedo dejar de sentir una especie de satisfacción generacional. Porque nosotros, los que llegamos tan tarde, los ignorantes de los años ceros, por suerte, y tal vez gracias al ridículo que arrasó antes con ellos, nos salvamos de ese Complejo de Edipo con Castro que a ellos se los comió por una pata, poema a poema, y así nos libramos de caer en la tentación, tan tonta como cómplice, de rimar “emoción” con “revolución”.

(Me dan pena los poetas vendidos. Publicado en la red, febrero 2018)

Wednesday, May 2, 2018

Jorge Camacho vs. el Centro de Estudios Martianos

Resumiendo entonces, creo que es importante prestar atención a la configuración del archivo martiano desde la época de la República hasta el presente, no solo para entender como algunos textos y fotografías han pasado por apropiaciones y rechazos, sino para cuestionarnos si poseemos las versiones auténticas de algunos de sus textos. En mi opinión no los tenemos, y por eso sugiero, que en una futura edición de su Poesía crítica se siga la versión original que apareció en El Fígaro del poema dedicado a la señorita Ojea titulado “Desde la cruz”, que doy a conocer ahora, y se corrijan las múltiples erratas que siguen apareciendo en el poema a Mercedes Matamoros. Pienso que del primer poema derivan las versiones del manuscrito, que no está escrito con la letra de Martí, y la que aparece en las Obras completas que fue en la que se basaron los editores de la poesía martiana para copiarlo o transcribirlo. Asimismo, propongo que junto con el poema que le dedicó Martí a Matamoros se agregue el llamado “fragmento” que apareció en El Almendares porque en él aparecen versos diferentes de Martí, que no aparecen en la versión final y  borrarlos implicaría borrar sus palabras y el contexto en que se escribieron y publicaron. Finalmente, creo que los editores de sus Obras completas tienen que dejar de mutilar los textos del cubano y reproducirlos tal y como aparecieron en las revistas que el editó. Deben respetar la intencionalidad del texto, la forma en que Martí quiso que se leyeran, y en efecto fueron leídos por sus contemporáneos, y muchas de ellos reproducidos en México, Panamá y otros países de Hispanoamérica. Asimismo, creo que es inaceptable que se publiquen dos versiones diferentes del mismo tomo de las Obras completas. Edición crítica, y nunca se explique por qué son diferentes, o cual es la edición correcta. Espero, además, que los editores de sus últimas Obras completas, edición crítica, que incluyeron el cuento apócrifo titulado “Irma,” rectifiquen o justifiquen al menos por qué apareció en el libro de Santiago Pérez Triana. En mi opinión este cuento nunca debió aparecer allí y es tiempo de que se elimine. Los responsables de la  ediciٕón y los dirigentes del Centro de Estudios Martianos deberían aclarar este malentendido y ya que tienen el privilegio político de editar los textos de Martí, hacer un mejor trabajo.

(Versiones, omisiones, errores y un apócrifo en las Obras completas de José Martí.  Camino Real. Estudios de las Hispanidades Norteamericanas, 9. 12 2017