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Monday, December 28, 2020

Amir Valle vs. Abel Prieto (2)

Un prístino ejemplo de los límites a los que pueden llegar estos ataques podría ser el triste suceso ocurrido durante la Feria Internacional del Libro Guadalajara en 2002. Quienes tuvimos la suerte de asistir a esa feria, podemos testificar sobre la bochornosa manipulación que hicieron Abel Prieto y sus satélites generacionales de una situación familiar muy específica: los más importantes eventos contestatarios de la diáspora cultural cubana durante dicha Feria dedicada a Cuba estaban encabezados por el ensayista e historiador Rafael Rojas, hermano de Fernando Rojas, filósofo e historiador entonces Director del Centro Nacional de Cultura Comunitaria (dependencia del Ministerio de Cultura), a quien “casualmente” designaron para enfrentar los ataques del enemigo. En simples palabras: en vez de proteger a un útil funcionario (un hombre inteligente y de una altísima cultura como es Fernando Rojas), Abel Prieto y sus asesores de la policía política decidieron ponerlo a prueba, obligándolo a preparar todas las acciones contra aquellas actividades en las que participaría su hermano Rafael. Creo que sobran las palabras.

(La estrategia del verdugo. Puente a la Vista Ediciones, 2020)

Thursday, December 24, 2020

Javier L. Mora sobre Alberto Garrandés

Cuando el narrador Alberto Garrandés publica un libro como Las potestades incorpóreas (2007), es porque se está inaugurando, y sin que apenas lo hallamos advertido, un nuevo género de novela que se podría denominar como la “novela del aburrimiento”, en cuya diégesis no pasa absolutamente nada entre un punto A y un punto B (o entre un punto A y un punto A’ que ha pasado, antes, por un B), cosa que no habían visto esos sabelotodo grandilocuentes de Vladímir Propp, Víktor Shklovski, Mijaíl Bajtín, etc., etc.

(Relativos [notas sobre literatura cubana III]. Hypermedia magazine, octubre 2020)

Monday, December 21, 2020

José Prats Sariol enumera las cincuenta ridiculeces de escritores

Primera: Fotografiarse con un librero detrás.

Segunda: Mencionar el reto de la hoja en blanco.

Tercera: Doblar por la otra esquina de las influencias recibidas.

Cuarta: Citar el elogio oral regalado por un autor muerto.

Quinta: Exaltar las infinitas revisiones de un texto.

Sexta: Hacerse el atormentado por editores y traductores.

Séptima: Contar cómo rompió o echó al mar un manuscrito.

Octava: Mirar para el cielo cuando se habla de posteridad.

Novena: Lisonjear los talleres literarios y clases de escritura.

Décima: Echarle la culpa al intelectual orgánico, el contexto y la semiótica.

Undécima: Sonreír ante cualquier parecido con otra obra.

Duodécima: Cambiar la conversación sobre derechos de autor.

Decimotercera: Minimizar el canon como asunto para académicos.

Decimocuarta: Hablar de la genial obra en proyecto.

Decimoquinta: Afirmar con mirada de querubín que el gusto es inefable.

Decimosexta: Elogiar la modestia como signo de talento multicultural.

Decimoséptima: Hacerse el que carece de prejuicios.

Decimoctava: Piropear con un "muy inteligente pregunta".

Decimonovena: Usar más de dos veces "yo".

Vigésima: Citar huraño que la meta es el olvido.

Vigesimoprimera: Poner la experiencia como argumento valorativo.

Vigesimosegunda: Negar que se leen los comentarios recibidos.

Vigesimotercera: Aplaudir al público cuando lo estén aplaudiendo.

Vigesimocuarta: Contar que desde chiquitico leía y escribía.

Vigesimoquinta: No brindar un suculento brindis en la presentación de su libro.

Vigesimosexta: Usar "nosotros" para involucrar al prójimo en alguna opinión.

Vigesimoséptima: Exigirle a los críticos adjetivos trascendentales.

Vigesimoctava: Negar el gusto por los más secretos chismes literarios.

Vigesimonovena: Ensalzar el talento de los escritores emergentes.

Trigésima: No burlarse de las erritas agridulces y los gazapos verdes.

Trigesimoprimera: Quejarse de que la crítica literaria está corrupta o muerta.

Trigesimosegunda: Compadecerse de sí mismo por carecer de tiempo.

Trigesimotercera: Declarar que es apolítico.

Trigesimocuarta: Recitar un poema que todo el mundo conoce.

Trigesimoquinta: Presumir de baños de masa.

Trigesimosexta: Complacer al público con otra lectura.

Trigesimoséptima: Dolerse de la ingratitud de los libreros.

Trigesimoctava: Achacar a la ignorancia que lo ignoren.

Trigesimonovena: Jurar que se basa en hechos reales.        

Cuadragésima: Presumir de sinónimos.

Cuadragesimoprimera: Alabar neofilias, gerontofilias y diversidades.

Cuadragesimosegunda: Extrañarse de que lo tilden de altanero.

Cuadragesimotercera: Aceptar elogios e invitaciones de los políticos.

Cuadragesimocuarta: Expresar que no tiene palabras con qué agradecer.

Cuadragesimoquinta: Preguntar para qué sirve Google.

Cuadragesimosexta: Tramitar premios, honoris causa e hijo ilustre.

Cuadragesimoséptima: Colocarse lejos de machismos y feminismos.

Cuadragesimoctava: Creerse digno de publicar sus obras completas.

Cuadragesimonovena: Declarar que escribe para el pueblo.

Quincuagésima: Escribir cincuenta ridiculeces como si fueran de los demás.

(Cincuenta ridiculeces de escritores. Diario de Cuba, julio 2017)

Thursday, December 17, 2020

Rogelio Riverón vs. Alberto Guerra Naranjo

Hablo en tono personal, desde mi página personal y expreso mi opinión. El narrador Alberto Guerra me acusa de contubernio, manipulación de jurados y por tanto de corrupción. Sostiene a veces velada y otras abiertamente, pues en ello basa su alegato, que gané un premio, estando entre sus organizadores. Es una calumnia, sostenida por algunos de sus foristas. La institución donde trabajo, Letras Cubanas, no está entre los organizadores del Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar. Ello significa: no libra la convocatoria; no recepciona los originales; no convoca al jurado; no asiste a las deliberaciones; no contacta al ganador, no organiza la entrega; no coordina la divulgación posterior. Soy un trabajador del sistema del libro y un escritor cubano que jamás ha concurrido a uno solo de los premios que organiza. En las editoriales del Instituto Cubano del Libro, de Pinar del Río a Guantánamo,  trabajan escritores que partcipan corrientemente en los concursos literarios nacionales. Algunos se cuentan entre los ganadores. Los escritores vinculados laboralmente a la UNEAC participan de modo natural en sus concursos. Algunos los han ganado. Los escritores que laboran en dependencias de los Centros Provinciales del Libro y la Literatura publican naturalmente en sus revistas y en sus editoriales. El narrador Alberto Guerra, si no calculo mal, publicó una reedición de su novela en Ediciones Unión (2017) siendo responsable de la sección de narrativa de la UNEAC. Lo considero lógico. Aclaro que en ese período me excluyo meticulosamente de las actividades que gesto. No me quejé ante sus superiores porque a pesar de que era entonces un representante de todos nosotros, comprendo que ese es su estilo.

   Pero veamos: la peor manera de errar éticamente hablando radica en participar en un concurso, con lo cual se le reconoce legitimidad, y luego, cuando no se es el ganador, montar una campaña de desprestigio contra ese concurso y sus organizadores. Ello involucra a los miembros del jurado, a quienes también llega la insinuación de inmoralidad. Se trata en este caso de una táctica del narrador Alberto Guerra, puesta en vigor par de años atrás. Entonces el legítimo y soberano jurado del premio Alejo Carpentier de cuento decidió declararlo desierto, decisión plausible y que puede ciertamente provocar opiniones, pero no condena de uno de los participantes, pues quien a ello se atreve atenta contra la propia rectitud. Alberto Guerra elevó a la dirección del ICL una reclamación sin lugar que comenté en el artículo "El arte de perder concursos o sobre la infalibilidad del cuento cubano", que puede ser visto en www.laletradelescriba.cu. Aquí afirmo que el Insituto Cubano del Libro no "prepara" de antemano sus premios. Llamo al estrado al narrador Alberto Guerra, quien invitado por Letras Cubanas fungió como jurado del premio Alejo Carpentier de novela en 2011 junto  Arturo Arango y Lorenzo Lunar.

   Ahora reitero, queridos foristas: no pido perdón por haber ganado un premio que no convoqué. Habed convencido al jurado de que otro cuento era mejor; no con intriga e intento de amedrentamiento a la institución, sino con literatura.

(“Sobre premios, contubernios y el bullying literario”. Publicado en Facebook, septiembre 2020)

Monday, December 14, 2020

Francis Sánchez vs. la UNEAC

Rafael Almanza en Camagüey no es, no ha sido de la UNEAC. No lo son Ángel Santiesteban, Rafael Vilches, Jorge Olivera, miembros del Club de Escritores y Artistas Independientes. Cuando renuncié a ese cepo, me visitó un alto funcionario del Instituto Cubano del Libro y muy sinceramente me dijo que quería saber el porqué por una sola razón, porque le preocupaba que "ahora haya más escritores renunciando", como saber si había un virus o un descosido que atajar. El "defecto" es la misma aparente "normalidad", el infierno es la mediocre inercia entre el porquerizo y sus crías. Los que no están en esa normalidad no son los desclasados, perdidos o desterrados, no, esa visión solo se puede producir desde la óptica del rebaño. Nunca se me olvidará -pero ojalá que sí, algún día-- a una escritora de Ciego de Ávila diciendo en una mesa de opinión en la AHS cuánta lástima tenía por los escritores cubanos exiliados que se tenían que pagar sus libros y puso de ejemplo de esos "perdedores" a Reinaldo Arenas. Ja, acaso Reinaldo no es una estrella brillante en el cielo de la literatura donde nadie habrá visto jamás a esa "exitosa" escritora que goza con que el gobierno le pague su vida y obra. Tener libertad, tener incluso dinero, tener un camino por donde perderte... Literatura y "éxito" son dos palabras que no se asocian bien y menos en los establos de reyes. El otro relato del canon siempre ha estado ahí donde no llegan las lápidas del amo.

(comentario publicado en la red, agosto 2020)

Friday, December 11, 2020

Reynaldo González sobre su libro “Siempre la muerte, su paso breve”

Esa novela tiene una historia azarosa. Al escribirla temí porque hicieron recogidas de homosexuales y yo tenía un personaje gay, Silvestre —que se da como la verdolaga—, revolucionario a su manera. Le apliqué los primeros cortes, para aligerarla antes de que fuera a la imprenta. De los jurados, el peruano José María Arguedas se había encariñado con el argumento y pedía información, preocupado.

   Publicaron la novela porque ganó y eso estaba en las bases del concurso, pero no la mimaron, sino lo contrario. Toparon con ese personaje, demasiado para entendederas cortas. ¡Quién ha visto eso, el revolucionario es puro y duro como el mármol!, se estremeció una pechugona profesora universitaria, en el rol de viuda de Robespierre, con licencia para matar. Silvestre resultó un clavo en el zapato de quienes ansían ponerle moldes a la vida. Y un agravante de tijeretazos dados por mí, a ver si componía el desarreglo, pero no reduje la culpa. Mi empeño se explicaba en el ambiente represivo que perseguía al “pecado contra natura” (“no es contra natura porque está en natura”, argumentaba airado Lezama Lima), y más inquina despertó con la rauda traducción de Gallimard y las ediciones en Polonia y Alemania, países amigos o enemigos según las volteretas de ocasión. Vi con claridad que el mayor pecado era el héroe gay, presencia imperdonable.

   La novela pagó culpas del autor, o el autor de la novela y nos sobrevino el silencio. Era, además, una polémica silenciada, que pasaran por debajo de la mesa y los ofendidos mudos. Que autoridades extranjeras no conocieran el desatino. Incluso las llamadas “rectificaciones” posteriores quisieron travestirlas porque hasta en los países más mierderos se sabe que son una bestialidad. Luego a las presuntas rectificaciones intentaron dorarlas como conquistas sociales. Hubo un funcionario que quemó los muñecos del Teatro Nacional de Guiñol convencido de que extirpaba el mal del liberalismo proimperialista. ¿Qué habría escrito Freud de ese incendiario? Yo temía comentar la situación en cartas a mis amigos extranjeros. Una paranoia nada incierta controlaba el menor descuido.

   Después de varias operaciones ortopédicas y de 30 años, la novela apareció discretamente en librerías cubanas. Ya no estaba en Cuba (es hábito) una asesora de arma blanca cuyo “informe de lectura” empavorece. Lo guardo como reliquia ejemplar de una sanguinaria en acción. El techo me vino a la cabeza hasta 10 años después. Había purgado una pena que deseaban convertir en operación publicitaria de título “quinquenio gris”, cariciosa con el error oficial y rigurosa con las víctimas que escalaron el Everest en patines. Dejé constancia de esos tartamudeos en la edición reciente de la novela, que al fin salió como fue escrita, con los párrafos culpables y el maricón Silvestre, quien hizo justicia, aromatizado como una pomarrosa.

(Mis obras cuentan mis pasos, de ninguna me arrepiento, entrevista con Carlos Espinosa, Cubaencuentro, agosto 2020)

Tuesday, December 8, 2020

Francisco Morán vs. Víctor Fowler

Fidel Castro ha tenido apologistas de los tipos más variados. Deleznables todos – como lo son todos los que insistan en celebrar al Máximo Líder-Comandante-en-Jefe – hay que decir que siempre habrá matices que señalar.

   Hay apologistas que pudiéramos llamar “lamebotas” desvergonzados. Son tal vez, los que merecen algún respeto. ¿Por qué? Muy sencillo. Ellos saben muy bien donde se revuelcan y no les importa que se sepa. Por el contrario, repiten sus elogios una y otra vez en espacios como los de Granma y Juventud Rebelde. Pero quizá pocos sean tan dignos de ser llamados “lamebotas” como el mismísimo Presidente de la República Mediatizada Miguel Díaz-Canel, el cual brilló como nunca cuando tuvo la desfachatez de exhortar a los cubanos a “controlar los rebrotes de la pandemia de Covid-19” como “el mejor homenaje [que podrían hacer] al líder de la Revolución cubana, a su memoria y a la monumental obra humana que nos legó Fidel Castro.” Dicho de una manera más directa, los cubanos deberían preocuparse por salvar sus vidas, no porque éstas sean valiosas en sí mismas, sino porque ellas existen para homenajear y como homenaje a Fidel Castro. Este tipo de apologistas, aunque se trate del presidente mismo, no tiene el menor cuidado en pensar antes de hablar y/o escribir. Su autoridad y legitimidad – empezando, insisto, por Díaz-Canel – descansan en la adulación incesante.

   El segundo tipo, el intelectual, es de otro talante. Si Díaz-Canel es el máximo ejemplo del primero, Roberto Fernández Retamar lo es del segundo. Aquí hay cabeza. La bota se lame igual, pero la escritura – hasta donde esto es posible – mantiene su dignidad. Lo que quiero decir, básicamente, es que vale la pena – y pena, penita pena – discutir y polemizar con Retamar. Se podrá no estar de acuerdo con él, pero hay que citarlo. ¿Qué sentido tiene discutir con Díaz-Canel? Es justo porque Retamar sabe lo que hace, y lo hace bien, que hay que discutir con él. En este grupo debería caber también, pero no cabe, Víctor Fowler. La diferencia entre Retamar y Fowler, creo yo – no puedo afirmarlo – es que uno no siente que el primero necesita justificarse ante nosotros, y el segundo sí. Eso explica que Fowler haga un esfuerzo, más que notable, por crear profundidad donde hay un hueco, y perfumar con espíritu, cubrir piadosamente la peste. Mientras más rastrero es el asunto, más tiene que hacer por elevarse la prosa.

   La Jiribilla acaba de publicar “Después de Fidel,” de Fowler. Tomando como centro de sus especulaciones un papelito de Castro a Celia, Fowler se da a la tarea de cristalizar ese trasto:

   “Cuando un episodio es conocido es necesario regresar a él o, quizás, sospechar de la seguridad con la que lo recordamos o asimilamos alguna vez; analizar, desmenuzarlo, proyectar los elementos que lo integran contra algún telón de fondo para que —de nuevo— comience a darnos sus significados. ¿Cómo aproximarnos a lo que ya sabemos y qué nos tiene que ofrecer? Un hombre joven, el líder de un grupo rebelde, quien se encuentra en un remoto punto en la geografía montañosa del este de su país, envía una breve nota a su secretaria y colaboradora de confianza. El grado de cercanía entre ambos es tal que la nota revela un sentimiento privado, recóndito, íntimo que no solo empieza a formarse, sino que —en caso de ser comunicado al resto de la tropa, integrantes del movimiento o simpatizantes— tal vez habría espantado, confundido, decepcionado o movido a risa a varios de ellos.”

   El detritus castrista es cubierto, recubierto y encubierto amorosamente por el agua saturada de sal de la prosa de Fowler empeñada en devolvérnoslo como un cristalito centelleante y deslumbrante:

   “Hay diferencias enormes entre la confesión íntima y el programa o el anuncio político. La primera apela a la unión de secreto y lealtad; la segunda es concebida como acontecimiento público, busca eco, denuncia o presenta batalla, además de que desearía sumar adeptos. El programa político figura entre los documentos más cuidadosamente calculados, donde cada palabra ha sido revisada mil veces e imaginada en sus efectos; la confesión es territorio de las emociones, de lo que aún está siendo procesado, formado. Por eso, la sensación de estar asistiendo a un punto de giro que emana de la construcción “me doy cuenta”, en lugar de (por ejemplo) “estoy convencido” o “confirmo que”.”

   Demudado ante el enigma filosófico de ese papelito, Fowler se troca en palabrería pura. Estamos ante la palabra embelesada consigo misma, que quiere darnos gato por liebre. Lenguaje vacío montado sobre uno entre tantos de los hilos de baba del horror:

“Frases, un collage de frases que trazan un modelo de mundo, un sentido u orientación; la suma de palabras encadenadas durante décadas en un ejemplo formidable de pedagogía y política, marcadas ambas por el ansia de totalidad que lo mismo acciona en el universo de la infancia que en los territorios de la ciencia y la técnica; en la práctica del deporte tanto como en las políticas de movilización social, los escenarios internacionales, la interpretación del pasado…”

   Fowler saliva para cubrir el rastro de otra saliva. Su propio lenguaje se revela aquí como un balbuceo, que lo único que muestra es su propio apego a la bota y al uniforme. Los editores de La Jiribilla ilustraron inteligentemente la prosa de Fowler con varias imágenes de Castro elevándose sobre todos y sobre todo. Al pie de una de ellas, la cita de fowleresca: “Después de la muerte de Fidel, de la lamentación, de la celebración de memoria, toda esa enormidad discursiva constituye un archivo abierto y necesitado de estudio, investigación y confrontación creativa.”

   “Celebración de memoria” imagino que quiere decir celebración “aprendida de memoria,” y fascinación con la “enormidad” de un totalitarismo que se celebra aquí sin el más mínimo asomo de pudor.

   Victor Fowler no tenía necesidad de ponerse al servicio de esa bota. Es su elección. Lo que escribió no les será de gran uso a la mayor parte de los fidelistas que pensarán que Fowler se la quiso de dar de ilustrado escribiendo algo que la mayoría de ellos – ni nosotros – pueden comprender. ¿Para quién es eso, pues? ¿Y para qué? Quizá pueda ser útil para llegar a lo más alto de la UNEAC, pues ofrece un tapujo bien balanceado de vacío intelectual y político con una prosa hojosa que pasa, o quiere pasar por profunda. Tal vez el comienzo de un estilo renovador, algo así como un tojosismo fidelista. En cualquier caso, después de Fidel, Victor; después del Castrismo, el Fowlerismo.

(“Después de Víctor”. Publicado en Facebook, septiembre 2020)

Thursday, December 3, 2020

Antonio José Ponte vs. Arturo Arango

Un día me explicó su principal razón para no compartir mi empeño en salir del castrismo. Los dos esperábamos por la comida que preparaba el políglota Desiderio Navarro. Eran platos de otras lenguas para las nuestras, un plato árabe y otro de Europa oriental. Arturo Arango cuestionó qué pasaría si, por buscar cambios políticos tan rotundos, el país llegaba a una situación más insoportable.

   Ya fuera por convicción o por miedo, él no utilizaba el término dictadura, aunque sus expectativas no contemplaban más alternativa a Fidel Castro que otro régimen dictatorial, de derechas.

   Contesté a su pregunta con este acertijo marital: suponiendo que su esposa tuviera un amante y él se enterara, ¿qué iba a hacer? ¿Aguantar los tarros, por miedo a que su siguiente pareja pudiera engañarlo de peor manera?

   Él replicó que no era lo mismo, y tal vez tuviera razón. Quizás mi ejemplo no venía a cuento cuando hablábamos de política, pero lo suyo era, evidentemente, miedo al futuro.

   Ese miedo lo empujó al envilecimiento. Años después de aquella comida compartida, dirigía la Cátedra de Guión en la Escuela Internacional de Cine (EICTV) y fue uno de los que expulsó al profesor Boris González Arenas por hacer periodismo independiente.

   Con el pretexto de evitar posibles atropellos futuros, Arturo Arango era capaz de cometer muy reales atropellos en el presente. Que él dirigiera una cátedra daba la medida de la mediocridad de aquel centro de estudios. Porque mediocres son sus novelas y cuentos, así como los ensayos que ha publicado bajo un mismo título —"Reincidencias", "Segundas reincidencias" y "Terceras reincidencias"—, tal como Valéry y Sartre (no creo que él haya leído al primero) repitieron "Variété" y "Situation" para los suyos.

   En una entrevista reciente, opinó: "Tengo la impresión de que cada vez el Gobierno cubano tiene que actuar más como lo dejan que como quiere, que es algo también que ha pasado históricamente".

   Luego del énfasis que anuncia que nos confesará un impresión (y conste que las impresiones son volátiles y exigen muy atenta escucha), no hace otra cosa que repetir la coartada gubernamental de los impedimentos que vienen del norte. Redoble de tambores en el circo del pensamiento, luces dirigidas hacia el trapecista, para descubrir que entre el aserrín del suelo y el trapecio no hay ni una cuarta de altura.

   Cuando en esa misma entrevista declara: "Yo soy un anticapitalista radical", no puede uno menos que echarse a reír. ¿Radical él, el llorón de la antesala de Roberto Fernández Retamar del que habla Gabor? ¿Anticapitalista él, agradecido de que lo empleen en el extranjero, y no precisamente en Corea del Norte?

   Hay ensayistas con ideas y argumentos poco sorprendentes que se salvan gracias a su poder expresivo, pero este no es su caso. Le preguntan en dicha entrevista acerca de sus miedos, y contesta: "Le tengo pánico a las ranas. Le temo a la muerte". En la cosmología personal de Arturo Arango la libertad ha de aparecer bajo la figura de esqueleto o de rana (...)

   (Del "Diccionario de la Lengua Suelta", de Fermín Gabor, Renacimiento 2020)