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Monday, April 30, 2018

Francis Sánchez vs. Fernando León Jacomino

No dudo que de haberte esforzado, hubieras podido elaborar conceptos y hasta rebatido o puesto en jaque alguna idea de las expuestas en mi texto "La crisis de la baja cultura", al que haces referencia; sin embargo, veo que preferiste hundirte en ese enconado desmontaje de mi biografía personal en puntos tan domésticos, tan poco productivos para el imaginario colectivo, como mi vida privada, mis ingresos financieros y mi libre albedrío en definitiva. Ahora, en el margen que dejas no logro que quepa una polémica medianamente digna entre nosotros.
   Lamento que la opinión tan alta que tengas de tu persona o de las funciones de tu cargo, te haya hecho suponer que mi mera comparecencia ante ti en una reunión cuya organización nunca consensuamos y a la que yo sólo favorecí al asistir, iba a dejar abolidos mis derechos a expresarme en lo adelante sobre la Declaración del Secretariado de la UNEAC o cualquier otro tema cómo, cuándo y dónde estimase pertinente. Esa carta se leyó como bien dices "al finalizar la reunión", no había ocasión para debatirla ni se pidió más polémica después del arduo debate de esa noche en que no nos quedamos callados. No obstante, ponte el mismo sayo: ¿por qué en esa reunión no vertiste ningún criterio sobre mi persona, mi artículo "La crisis..." que ya conocías o mis finanzas? ¿Por qué callaste en aquel que según tú se suponía marco idóneo para ventilar discrepancias y ahora apareces con esta "Carta a Francis" enviada a muchos confines?
   De igual modo, lamento que tengas una idea tan estrecha de las preocupaciones sociales por las que puede clamar un intelectual.
   Quizás has legado a los estudiosos de las pifias en política cultural un hito, un documento sintomático. Además, no dejará de extrañar a muchos que, en medio del debate espontáneo entre tantos intelectuales, me haya tocado recibir en mi pecho y mi "provincia del interior" la excepcional descarga del alto funcionario, cuando apreciaciones tan o más fuertes que las mías se han venido articulando en el mismo contexto, antes o después, por un sinnúmero de intelectuales cubanos, la mayoría mejor posicionados.
   Para mí, el colmo de vergüenza "ajena" es asistir al acto en que tú, funcionario público de alto nivel que debe custodiar los intereses de los escritores, haces públicas mis retribuciones financieras. Me las sacas en cara desde tu oficina y, de paso, a todos y cada uno de los escritores cubanos a quienes se las enseñas, dejándonos saber que todos y cada uno de nosotros debemos aprender a vivir con la certeza de que nos llevas las cuentas un centavo sobre otro centavo, un verso sobre otro verso, y que nos las puedes sacar en cara y en público cada vez que digamos algo que tú no compartas. Confieso que ni yo mismo he llevado control tan estricto de mí.
   Caes, incluso, en algo de que se cuidan hasta los guapos más incultos: si yo soy el autor de "La crisis de la baja cultura" que tanto te ha irritado, ¿por qué "darle" también a una mujer, mi esposa? Respiré aliviado cuando terminaste de pronto esa carta diciendo que se te quedaban "cosas" por decir, pues por el camino que ibas llegué a suponer que ni nuestros dos niños se salvarían de la fortaleza de tus convicciones.
 (…)
   Me propongo no dejarme amargar por tu presunción de que vivo en un país que tú o alguien me ha prestado. Asisto a eventos, publico libros, hago jurados, trabajo y luego cobro lo que me deben, camino por las calles, respiro y hablo y escribo porque... existo. Tú barajarás impunemente mis finanzas a la luz pública pero no administrarás jamás mi existencia ni los derechos naturales de que se compone mi vida. Mientras siga viviendo, repito, no me dejaré amargar por la posibilidad de que algún funcionario pueda echármelo en cara mañana como un tiempo que le debo.
   Precisamente creo que ya te he dedicado demasiado tiempo, siendo tú el funcionario que has demostrado ser, tan fuera de lugar, colado, polizón en un debate altruista entre intelectuales. De este tipo de cruce de cartas, con nuestras distintas condiciones, nunca se hizo alta ni mediana cultura.

(Correo circulado por la red, febrero 2007)

Friday, April 27, 2018

Néstor Díaz de Villegas vs. Juan Abreu

Esto salió hoy en el blog de Juan Abreu, una reacción visceral a mi serie de artículos sobre Cuba. Creo que Juan toma mis palabras de la manera que más conviene a su discurso anticastrista retro, y que todavía se vanagloria de pensar con los genitales. Por ejemplo, se las da de anti-intelectual, del qué no sabe qué es el “zazeng” y me llama “libresco y cultereta”, en la mejor tradición del insulto partidista. Pero lo que no sabe el pobre Juan es que su serie de retratos de “Fusilados” podría exhibirse hoy perfectamente en La Habana. ¿Por qué los mantiene encarcelados en su garaje de los suburbios de Barcelona? Que los saque de la comodidad de su Playboy Mansion catalana y los exponga en el basurero donde yo leí, allí es donde tendrían algún sentido, más allá del aburrimiento de un cochambroso hidalgo que pasa sus días en la piscina.

(Publicado en la red, agosto 2016)

Wednesday, April 25, 2018

Zoé Valdés vs. Leonardo Padura

A Leonardo Padura lo volví a ver en Francia. Lo había publicado Anne-Marie Métaillié, prestigiosa editora de izquierdas, bajo la tutela aparente del chileno Luis Sepúlveda. Nos encontramos invitados ambos en un Panel dentro de un evento llamado La Plume Noire. Yo presentaba mi novela Café Nostalgia, y hablé de lo que fue mi experiencia en el ICAIC (Instituto de Arte e Industria Cinematográficos) como contratada, y de mi novela, exclusivamente, sobre todo, porque antes de subir al escenario donde se hallaba la mesa, una de las organizadoras me advirtió que estaba prohibido tocar el tema político de Cuba.
   Padura, sin embargo, lo primero que hizo cuando le tocó su turno fue hablar de política y de las ventajas de la “revolución” castrista. Intenté contestarle, para precisar algunos errores en su intervención sobre el ICAIC, una vez culminó la misma, y casi me saltó al cuello. Su ataque fue virulento y bastante machista. No esperaba un ataque de semejante bajeza. Sus hirientes palabras recibieron una resonancia de aplausos proveniente desde una claque situada en el centro del lunetario, muy bien ubicados y unidos entre ellos.
   Otra escritora cubana se hallaba en el Panel, Mayra Montero, a quien yo había conocido en Cuba a inicios de los 80, en uno de sus viajes facilitados por su ex novio Luis Rogelio Nogueras, a través de Alfredo Guevara, el presidente del ICAIC, siendo una exiliada en Puerto Rico. Mayra Montero optó por callarse, no salió en mi defensa, más bien apuntó con sus palabras a una velada alianza con Leonardo Padura.
   Meses más tarde, Leonardo Padura reiteró el ataque en mi contra, esta vez en la prensa española. Dijo exactamente: “Zoé Valdés produce una literatura que no es literatura. Ella siempre fue una funcionaria y se exiló en avión con su marido y su hija. Se ha inventado un personaje de mártir que es falso. Ella miente mucho”. Nunca pude responder a este ataque, ningún periódico aceptó mi derecho a respuesta.
   Varios jurados de prestigio han premiado mi obra en distintas partes del mundo. Nunca fui funcionaria como en cambio sí lo fue él, sólo trabajé cuatro años contratada por el ICAIC, y como esposa acompañante en la UNESCO, durante cinco años. Me exilié en avión como tantos otros artistas e intelectuales cubanos. Nunca me he inventado ningún tipo de personaje de mártir, ni me interesa para nada el martirio ni el martirologio en mi vida personal. No miento, como sí ha mentido él en numerosas ocasiones. La prueba es que el tiempo me ha dado la razón.
   Es curioso que ese ataque de Padura en la prensa española a mi persona saliera precisamente acoplado a otro ataque de su cúmbila Abel Prieto, ya entonces ministro de Cultura, en que se refería a Guillermo Cabrera Infante como un loco, y a mí como una pornógrafa. Pero más curioso todavía es que esa agresión, volviera a relucir precisamente, años más tarde, en la prensa comunista francesa, cuando la Universidad de Valenciennes en Francia decidiera entregarme el doctor Honoris Causa. Uno de los profesores me contó, por cierto, que la embajada castrista en París insistía para que otorgaran ese honor a Leonardo Padura en lugar de a mí, y cuando vieron que no podían conseguirlo llegaron inclusive a amenazar verbalmente al profesor en cuestión.
   Tras recibir en 1998 la Orden de Chévalier de las Artes y las Letras otorgada por Francia de manos de la ministra de Cultura Catherine Trautmann, Cuba se dedicó con esmero a buscarle la misma condecoración o en mayor grado a Leonardo Padura y a Wendy Guerra, esta última llegó a declarar en la revista Paris Match, que “Raúl Castro ha vuelto a poner a Cuba en el mapa universal”. Ambos fueron condecorados, sin vivir en Francia y sin hablar francés.

(Esto no es una respuesta a Leonardo Padura. El Español, febrero 2018)

Friday, April 20, 2018

Antonio José Ponte vs. Alberto Garrandés

Me alegra que tanto tiempo después, Alberto Garrandés responda sobre este tema. ¿Por qué no lo hizo cuando lo cuestioné en mi carta? ¿Por qué no lo hizo tampoco ante aquella asamblea de escritores? Sencillamente porque entre las responsabilidades de su puesto, a cargo de la edición de narrativa en Letras Cubanas, estaba la de hacer aquello mismo que yo le echaba en cara, y él no podía disculparse, delante de sus jefes, de haberlo hecho.
   Ahora para justificarse apela al mismo recurso que él describe a propósito de Luis Pavón: fueron los jefes y él sólo cumplía órdenes… Luis Pavón ha sido (recuérdese la Guerrita de los Emails) una pieza muy efectiva para disolver culpas y responsabilidades. Porque hay quienes se sienten menos canallas desde que existe un canalla tan grande.
   ¿Cumplía órdenes Garrandés cuando censuraba? Resulta ahora que la censura le venía de arriba y él no podía menos que aceptarla y fue así que “Naturaleza muerta con abejas” de Atilio Caballero (y es de suponer que algunos otros títulos) resultó prohibida bajo su mando. Me pregunto entonces cómo pudo ser tan “total” su negativa a la censura. Evidentemente, estas memorias mienten.
   Pregunta Garrandés por qué no me metí con los censores auténticos. Bueno, él era un censor auténtico o se portó como tal. Basilia Papastamatiu era una censora auténtica o se portó como tal. Eran ellos dos los que estaban a cargo en Letras Cubanas de decidir qué se publicaba y qué no se publicaba. Y no tuve entonces conocimiento de cuáles autoridades superiores eran los verdaderos responsables. Sin embargo, Garrandés no habrá tenido más remedio que conocer de mis encontronazos (alguno hecho en público) con Abel Prieto u Omar González, y en las hemerotecas pueden encontrarse, publicadas en periódicos extranjeros, mis opiniones de entonces, no sobre un jefe de Letras Cubanas, sino sobre Fidel Castro metido en la cultura. En “El Nuevo Herald”, por más señas. De manera que no fue temor alguno el que me hizo ocuparme de él y no de comisarios más altos.
   Garrandés, que quiere parecer heroico en estas memorias, ha sido, incluso como crítico literario, alguien muy alejado de mostrarse incómodo ante autoridades políticas o literarias. Y lo curioso es que ahora quiera hacer pasar su oportunismo por integridad.  ¿Acaso intenta engañar a los escritores más jóvenes?
   Es telenovelesco su intento de hacerse pasar por víctima (“Ponte, como siempre metiéndose conmigo…”) cuando nunca, salvo aquella carta y aquella increpación en asamblea, me he “metido” con él. No he escrito una palabra sobre él. Los teleológicos Cintio Vitier o Fina García Marruz podrían decir, y desde varios años antes a mi denuncia del censor Garrandés, que estaba metiéndome con ellos. También lo podría decir el novelista Abel Prieto desde su primera novela, viviendo yo en Cuba. O Leonardo Padura, a quien he criticado sucesivamente en tanto intelectual público traicionado. Pero Garrandés, persona o escritor, me ha resultado siempre ininteresante: gris en el peor sentido del término, sumamente aburrido.
   Perder el tiempo, como puede aprenderse en las novelas de Proust, puede ser ganarlo de la mejor de las maneras: a la larga. De manera que no voy a ponerme a discutir su intento de pulgarizar lo que he escrito, y lo dejo en apuesta para el futuro.
   Por último, me intriga su apelación a Dios. Suena como la mala interpretación de una comedia de honra, como dicha por un pésimo actor. Garrandés recurre a Dios como autoridad suprema para fabular que Dios le otorgó entereza. Puro melindre religioso, pero si hubiera que buscar muestra de esa entereza suya no será en estas memorias hechas para el blanqueamiento, sino en la que mostró hace ya tantos años en el Palacio del Segundo Cabo, matándola o aguantándole la pata a la vaca. Al no abandonar aquel puesto hasta tiempo después, Garrandés mostró una tremenda entereza de comisario político. Y, dado su arraigado oportunismo, me pregunto para qué nuevas circunstancias se toma ahora el trabajo de maquillar aquellas experiencias.

(…)

Recapitulación contra la ceguera o conjuntivitis:
¿Fue censurada por razones políticas la novela “Naturaleza muerta con abejas” de Atilio Caballero en la editorial Letras Cubanas en 1997?
Verdadero, y Garrandés no lo ha negado.
   ¿Fungía entonces Alberto Garrandés como director de narrativa de Letras Cubanas, a cargo de la edición de novelas, cuando fue censurada la de Atilio Caballero?
Verdadero, y Garrandés no lo ha negado.
   ¿Siguió todavía en ese puesto Alberto Garrandés después de haber sido censurada la novela de Atilio Caballero?
   Verdadero, y Garrandés no lo ha negado.
   ¿Pudo ser “total” la negativa a la censura de Garrandés, como él ha escrito al final de este texto?
   Falso, a la luz de las anteriores respuestas.
   Lo cual supone una de estas 4 hipótesis:
   1) Garrandés no entiende lo que es totalidad
   2) Garrandés no entiende lo que es censura
   3) Garrandés no entiende lo que es negativa
   o
   4) Garrandés no entiende quién era él ese año de 1997…
   En cuanto a la calidad de mi trabajo literario, no es tema de esta entrega de sus memorias, sino más bien de la entrega anterior, donde he tenido el honor de que haya sido recordado por Alberto Garrandés de esta manera:
   “Fue en ese escenario donde Rolando Sánchez Mejías y Antonio José Ponte leyeron unos textos etimológicamente heterodoxos (otras verdades, otro logos) que les causaron irritación a algunos intelectuales presentes en el encuentro. El resultado fue muy estimulante, pese a todo. Eran, en definitiva, textos de esos que ponen los puntos sobre las íes, desautomatizan el conocimiento y hacen preguntas que no por incómodas (para ciertos amigos o admiradores del Grupo Orígenes) dejaban de ser necesarias”.
   Como puede apreciarse por el fragmento antes citado, entonces el “circo” de las “verdades incómodas” y “necesarias” era “muy estimulante”. Si ahora le resulta aburrido, es explicable: los puntos caen sobre sus pobres íes.

(…)

Viendo la cuestión más generalmente, como problema cultural, este texto de Alberto Garrandés incurre en un fenómeno bastante frecuente: la lectura poco seria de una literatura sapiencial como son (para nosotros, cubanos, con un Estado controlador de la cultura) la de Brodski y Ajmátova.
   Garrandés cita aquí un texto de Brodski y un episodio biográfico de Ajmátova (vía Markson), pero evidentemente ha leído texto y biografía banalmente, sin sacar lección de ello, sin hacerlo (para decirlo biblícamente, ya que hablamos de literatura sapiencial) carne de su carne.
   Brodski y Ajmátova son, en este fragmento de sus memorias, bisutería con la cual adornarse él mismo. Leer a Brodski y Ajmátova, o leer sobre Brodski y Ajmátova, para antes haber sido censor político y luego intentar borrarlo, es leerlos para nada, para no sacar de la lectura sabiduría alguna.
   Si Pavón y Stalin aparecen aquí para descargo de culpas propias de quien escribe, Brodski y Ajmátova han sido citados como figuras tutelares. Sin embargo, Garrandés, está o estuvo alguna vez (salvando las distancias, y no hablando de calidad literaria) más cercano a Pavón y Stalin que a Brodski y Ajmátova.
   Podrá decirse que esta es una interpretación exagerada mía, pero yo creo en lo significativo de cada nombre que se cita en la literatura memorialística, que suele ser en la mayoría de los casos y lo es en este, ejercicios de autodeificación.
   Brodski y Ajmátova son aquí el detergente y el suavizante con que Garrandés pretende lavar sus conflictos de imagen. Y la aparición de estos dos autores rusos dice mucho de la clase de lector que es él. Me pregunto por qué si va a leer tan trivialmente literatura sapiencial no se dedica a leer autores más ligeros, que se correspondan mejor con su tesitura moral.

(…)

Compruebo que Alberto Garrandés no es capaz de quitarse de encima su pasado de comisario político. Lo intenta aduciendo que habían comisarios más altos y que yo la emprendí con él sin tocar a los más altos. Suponiendo que hubiera sido así, eso no disminuye su responsabilidad: jefe de las colecciones de narrativa del Palacio de Segundo Cabo y responsable directo de que la novela de Atilio Caballero (y es de suponer que otras) fuera censurada políticamente. Dado su cargo y dado que continuara todavía un tiempo más en ese cargo, la acusación contra él tiene fundamento y no es difamación, como á él le gustaría hacerse creer.
   Su trabajo memorialístico me ha hecho acordarme de los trabajos memorialísticos de otro oportunista, Lisandro Otero, que fabricó una versión de sus memorias para consumo interno cubano y otra versión para su difusión en el extranjero. Alberto Garrandés es un nuevo Lisandro Otero: en sus memorias alardea de su celo total contra la censura y en estos comentarios ha recordado (dada mi insistencia) que, en efecto, existió aquel caso de censura bajo su mando, aunque… Y aquí pone las mismas razones que Luis Pavón y otros pavones y pavoncitos han puesto siempre para exculparse.
   En cuanto a sus juicios sobre mi trabajo literario (intento suyo de matar al mensajero para borrar el mensaje), también encuentro dos versiones: la acerba de estos comentarios y la elogiosa de la primera parte de sus memorias, publicadas en este mismo sitio. ¿Por qué, si tan poco vale mi trabajo, tuvo que elogiarlo, junto al de Rolando Sánchez Mejías, apenas iniciada estas memorias suyas? En cualquier caso, confieso que sus críticas me conmueven tanto como sus elogios.
   Yo no he escrito nunca ni contra ni a favor ni sobre él en tanto escritor. No he traído a colación obra suya alguna. Aquí he querido ocuparme del antiguo comisario político que intenta travestirse en héroe de la resistencia contra los censores.

(Comentarios publicados en la red, agosto 2017)

Wednesday, April 18, 2018

Gilberto Padilla Cárdenas vs. la crítica literaria cubana

Desde Yale, el profesor y crítico literario villaclareño Roberto González Echevarría nos recuerda a los ensayistas cubanos que estamos en ruina. “La crítica cubana la hacen burócratas y comisarios, por lo que yo puedo ver”, dice desde la más cerrada, la más claustrofóbica, la más extrema de todas las provincias de Cuba: la famosa provincia número 16, la Cuba de la diáspora.
   Este tipo de declaraciones pertenece a una amplia tradición completamente nacional, la de ubicar en Cuba todas nuestras miserias, postergaciones y olvidos. Es una cosa bíblica.
   Efectivamente, el clima intelectual cubano es provinciano. Lo es porque Cuba es una aldea. Somos lo que siempre hemos sido, taínos irracionales, acallando cualquier debate a golpe de chismes (o “guerritas de e-mails”), siguiendo en manada a algún vejete de turno, destruyendo al que asoma mucho la cabeza, o ejerciendo el matonaje sobre el que disiente. Y no hay razón, en la mente de algún profesor cubano-americano, para que surja entre los náufragos de esta isla desierta otra cosa que unas chalupas para abandonar la playa. Cuando las chalupas son destrozadas por las olas, todos volvemos a revivir el argumento de El Señor de las moscas.
   Pero ver en la crítica literaria cubana, como en la literatura, solo ruinas es justamente hacer gala de lo que una y otra vez nos ha desvalijado como cultura. Ser un profeta de la nada es una muestra viviente de esa flojera intelectual que es la marca de fábrica de la inteligentzia nacional. Es ese el vicio cubano por antonomasia, el descuido escondido tanto en el desánimo como en la hiperactividad, tanto en el entusiasmo acrítico, como en el nihilismo.
   No hay nada, no hay nadie; entonces, no tengo que hacer esfuerzo para entender lo que efectivamente hay. ¿Y espléndidas novelas comoEl último día del estornino, de Gerardo Fernández Fe, o Archivo, de Jorge Enrique Lage, y los cuentos de Osdany Morales, para solo hablar de la narrativa más reciente? ¿Habrá leído González Echevarría un libro como El mapa de sal, de Iván de la Nuez?
   Buenos o malos, los textos cubanos caen casi todos en ese vacío. Pueden tener miles de lectores o ninguno, pero carecen de una lectura. La lectura de un Harold Bloom, una Michiko Kakutani o de un Ignacio Echevarría que, equivocados o no, construyen una jerarquía, ejercen una influencia. Venden.
   El principal problema de los críticos literarios cubanos es que nadie —y cuando digo nadie quiero decir exactamente: ninguna editorial o revista verdaderamente cardinal fuera de Cuba— les hace absolutamente ningún caso. Y ya sabemos —está feo decirlo, pero no hay remedio—, que una notita de cualquier diletante en El País logra vender más ejemplares que el más trabado dossier de La Gaceta de Cuba.
   (Un amplio sector de la investigación psicológica y económica ha demostrado que la gente paga diferentes sumas por el mismo artículo dependiendo de quién lo suministra. El economista Richard Thaler, en su estudio “Cerveza en la playa”, de 1985, demostró que una persona que toma el sol y tiene sed pagaría 2,50 dólares por una cerveza servida en las dependencias de un hotel, pero solo 1,00 por la misma cerveza si esta procede de una tienda de comestibles común. No sé bien cómo relacionar a La Gaceta de Cuba con esa quincalla común, pero la conclusión de Thaler está increíble.)
   Pero me desvío. ¿Dónde están los críticos literarios cubanos? ¿Qué leen? ¿De qué hablan cuando publican en los semanarios extranjeros? ¿Por qué apuestan?
   No lo sé. El oráculo no funciona. La borra de té Lipton en el fondo de la taza no es concluyente. Al parecer, el crítico cubiche vive una disyuntiva: escribe casi exclusivamente sobre muertos y siglos pasados, pero tiene que convertirlos en lo único que no pueden ser: en acontecimientos urgentes. Así, indagan acerca de si Virgilio Piñera montaba o no bicicleta, si Carpentier habló de fútbol, o si Julián del Casal posó alguna vez vestido de mosquetero. Necesitan los almohadones de la tradición. Son nuestros Bartlebys.

(Los críticos cubanos preferirían no hacerlo. Hypermedia Magazine, julio 2017)

Monday, April 16, 2018

Duanel Díaz vs. “Los años de Orígenes”, de Lorenzo García Vega, y el prólogo a su edición de 2017, de Juan Manuel Tabío

Lo que vengo señalando desde Límites del origenismo (Colibrí, 2005; Hypermedia Ediciones, 2015) es justo el carácter engañoso, deceptivo, del libro de García Vega: crítica del origenismo, es casi una justificación del mismo, en tanto deslegitima a todo otro grupo o posición literaria contemporáneos; crítica del castrismo, ofrece una visión de la República casi tan caricaturesca como aquella que aprendimos en los libros escolares.
   En La Habana de los noventa, cuando un grupo de jóvenes escritores descubrieron Los años de Orígenes, fascinados por esa rara mezcla de ensayo y memorias que traía un Lezama tan distinto al canonizado en aquellos años de rescates nacionalistas, era acaso más difícil reparar en todo ello. Frente a las vacas sagradas del origenismo, García Vega venía a ser el Gran Desmitificador.  Destartalo, mierdanga, rebumbio, churumbela onírica, folletín: claves de una lengua profana, cambolos contra las murallas de la ciudad de la gracia poética, torpedos en la línea de flotación de la “isla infinita”.
   En la batalla que se libraba contra el Vitier de Ese sol del mundo moral (Unión, 1995), y la García Marruz de La familia de Orígenes (Unión, 1997), el libro de García Vega era munición. Y en tiempos de guerra, ya se sabe, no es bueno querellarse o disentir de los aliados.
   Dos décadas después, la coyuntura es otra: el vitierismo parece cosa del pasado, y García Vega, aunque no apropiado ni rescatado por las instituciones cubanas, se ha convertido en un escritor de culto. ¿No recuerdan, algunas de las cosas que se han escrito últimamente sobre él, aquellas formas de evocar a un maestro literario “idolatrando sus idiotas anécdotas, o convirtiendo sus palabras en estereotipias sagradas”, a las que el propio García Vega se refirió con disgusto en “Maestro por penúltima vez”?
   Quizás ahora, cuando por fin una editorial cubana publica Los años de Orígenes (en 1978 lo publicó Monte Ávila; en 2007 fue reditado por una pequeña editorial argentina, Bajo la luna, con el subtítulo, muy apropiado, de “ensayo autobiográfico”) sea mejor momento para distanciarse un poco de la letra de este libro, deteniéndonos en esa idea de lo cubano que podría llegar a resultarnos, por momentos, y por paradójico que parezca, casi tan problemática como la que hallamos en Lo cubano en la poesía.
   Como se cuestionó, y se sigue cuestionando, el fundamental ensayo de Vitier, sin ser este un libro de historia o un árido tratado crítico, podemos cuestionar unas ideas sobre literatura cubana que aparecen no solo en Los años de Orígenes sino también en otros escritos menos conocidos de su autor, como las notas de la Antología de la novela cubana (Dirección Nacional de Cultura, 1960), y los ensayos publicados a comienzos de los ochenta en la revista Escandalar, que echan luz sobre la parte más discursiva del libro, hacen sistema con ella.
   Si García Vega puede decir que la pintura de Carlos Enríquez no es más que “folletín surrealista” y “efectismo pueril”, Fuera del juego “periodismo disfrazado de poesía”, De donde son los cantantes puro origenismo y Piñera, a pesar de su gusto por el absurdo, no logra “superar la Forma”; ¿por qué no podemos relacionarnos con Los años de Orígenes críticamente, como él con Aire frío, De donde son los cantantes o Fuera de juego? ¿Acaso Carlos Enríquez, Padilla, Sarduy y Piñera no tienen estilo?
   A Juan Manuel Tabío le parece bien que García Vega desenmascare a los origenistas, muestre cómo ellos intentan “dar gato por liebre”. Pero no le parece tan bien que se muestre cómo García Vega también da gato por liebre. ¡Que nadie critique nada; solo García Vega puede criticar!
   Los nuevos lectores que gane Los años de Orígenes a raíz de su reedición —jóvenes escritores cubanos que acaso solo conocen el libro de oídas, o alguno que, habiéndolo leído antes a la carrera, en ejemplar prestado, pueda releerlo ahora con detenimiento— han de estar prevenidos: cuestionar los hechos y las opiniones de García Vega sería tan estéril como ponerse a desmentir a Thomas Bernhard o a León Bloy. Sencillamente, no se los puede refutar “mediante la confrontación con una realidad previa, y exterior a ese texto en el que hechos y opiniones vienen dados”.
   ¿No advierte el prologuista que la crítica del origenismo en Los años de Orígenes parte justamente de la confrontación con algo exterior al texto: esa época histórica y social que García Vega rememora, el contexto, lo que él llama “la circunstancia”?
   Si García Vega hubiera tenido la idea de la crítica que enarbola Tabío, Los años de Orígenes jamás se habría escrito. Porque así como los juicios de Bloy solo adquieren su “sentido cabal” “cuando se entienden exclusivamente en correspondencia con su peculiarísima cosmovisión, que percibe la realidad social de acuerdo con un código simbólico y aun anagógico”, también los de Lezama adquieren “sentido cabal” cuando se entienden desde su peculiarísima cosmovisión, de modo que la crítica de García Vega —que los entiende en función de algo exterior, esa factoría que sería el reverso de la fiesta innombrable— viene a ser el mejor ejemplo de la “injusticia poética” que dice Tabío.
   Justamente, García Vega incorpora la historia, no en el sentido simbólico, poético, de un Lezama o un Vitier, sino en un sentido más bien crítico, desencantado. Orígenes, la República, Cuba. “La aparición del castrismo, y su significación histórica, justifica, por sí solo, el intento de una nueva mirada hacia los años de Orígenes. Pues ahora sí, más que nunca, nuestras palabras deben ser comprendidas como palabras dichas por cubanos, así como comprendidas dentro de un contexto determinado”. (Los años de Orígenes, Monte Ávila).
   Como para Sartre, la crítica para García Vega está siempre “situada”, y desde este punto de vista resalta aún más la falacia de ese paralelo que hace el prologuista entre criticar los juicios de García Vega sobre la tradición cubana, y rectificar los juicios de Bernhard sobre Austria o los de Bloy sobre la burguesía francesa. Lo antiburgués —sea en la dirección más bien nihilista del escritor austríaco o en la ultramontana del francés— no tiene el mismo sentido en sociedades como la austríaca o la francesa, donde la destrucción de la burguesía nacional no ha sido ideología de estado, que en el caso particular de Cuba. Aquí está la cuestión ineludible del castrismo, de la Revolución.
   Es comprensible que, en un ensayo de 1961 sobre Miguel de Carrión, García Vega afirme que la literatura de este, y la de toda su generación, surge “como una ingenua reacción a la desmoralizada complicidad de la alta burguesía cubana con el antimperialismo norteamericano”,   que Carrión reacciona al “implacable equívoco de su circunstancia” con un “escamoteo”, porque “idealizando las posibilidades de la clase media, a través de una hipotética regeneración educacional, propone, tácitamente, el compromiso con los intereses de esas clases dirigentes a quienes su mirada naturalista parecía condenar”. (Cuba en la UNESCO. Homenaje a Miguel de Carrión, septiembre de 1961).
   Esta asimilación de postulados centrales del antimperialismo y del marxismo puede verse como un rasgo de época al que pocos escaparon. Pero es menos comprensible, o más significativo, que en el exilio García Vega apenas reconsidere esas posiciones.
   Junto con las palabras-fetiche (circunstancia, equívoco, escamoteo), hallamos en Los años de Orígenes una crítica acérrima de la burguesía cubana, que no es incompatible con aquella especie del discurso castrista según la cual la burguesía en Cuba había sido inexistente, o por lo menos muy débil, carente de un verdadero proyecto nacional.
   No se trata solo, como sugiere Juan Manuel Tabío, de que en “La opereta cubana en Julián del Casal” García Vega se limite a criticar los pujos aristocráticos de las crónicas de Casal en La Habana Elegante, sin reconocer los valores de su obra poética. Este ensayo, escrito en 1963 y reproducido tal cual en el libro de 1978, comporta una visión radicalísima, revolucionaria, de la tradición literaria.
   Por mucho que García Vega despotrique contra Lunes, “La opereta cubana en Julián del Casal”, que es la semilla (quizás sea mejor decir uno de los focos de la elipse, siendo el otro el impulso memorialístico desatado por la muerte de Lezama) de Los años de Orígenes, está muy cerca del espíritu jacobino del magazine de Revolución.
   García Vega habla de “una nueva tensión”, señala que ya no es posible caer en “la tentación de mirar como él [Casal] lo hubiera hecho”, porque “se nos ha abierto una grieta”. Y, unas páginas más adelante: “Ya, el arrancar sus imágenes, para guardarlas como piezas de nuestro doloroso reverso, no tendría la justificación con que pudimos hacerlo en un pasado no muy lejano”. La nueva tensión, la grieta, es la Revolución; y ella, su nueva perspectiva, fuerza a no ver en Casal y en los escritores de La Habana Elegante sino “la desnuda realidad de una clase social”.
   Esta clase es, desde luego, la pequeña burguesía cubana. Conviene aquí citar in extenso:
   “Nótese que esta clase, si no en su mayor parte, por lo menos en la más significativa de ella, organizó su vida y sus proyectos, no desde su condición —que siempre consideró transitoria, y como racha de mala suerte que la había separado de la riqueza— sino desde su creencia de ser un fragmento desprendido de la alta burguesía por el azar de una ruina, de un pleito complicado, o de cualquiera otra circunstancia”.
      Lo que define a la tradición cubana es, para García Vega, la nostalgia ridícula de la grandeza perdida, la “opereta” de lo venido a menos. En un país así de decadente, ¿no es la Revolución un hecho fatal, necesario, como lo era en la Francia de fines del siglo XVIII? Allá la nobleza parasitaria, con sus risibles pelucas y sus culottes; acá el sueño de una aristocracia que apenas existió, el piano cursilón, los tristes despojos de la ruina familiar.
   He aquí el punto ciego de la imagen de Cuba que nos deja Los años de Orígenes: al absolutizar su desmitificación de la pequeña burguesía cubana, García Vega desconoce de modo sistemático esa otra parte del país que no tiene que ver con los patricios, sino con los proletarios: los que no proceden ni creen que proceden de una ruina familiar, sino que, como los “debutantes” buscavidas de la novela de Cabrera Infante, carecen de herencia, de abolengo.
   No la Cuba venida a menos sino la que va a más. También cursi, desde luego, pero más en la línea de lo que García Vega considera kitsch norteamericano que del kitsch que él ve como propiamente cubano, porque no entraña ya nostalgia de la nobleza sino voluntad o deseo de progresar, de acceder a la clase media. Un deseo que no se encarna en objetos auráticos, antiguos, sino en artículos de consumo, cosas modernas, como el añorado ventilador de Luz Marina, o el “flú” que quiere desempeñar uno de los negros pintureros de Motivos de son.
   En “La opereta cubana en Julián del Casal” García Vega señala que los escritores cubanos de la clase de Casal no conocieron la verdadera pobreza, “pues su pobreza era la del pequeñoburgués arruinado”, y en otras partes del libro señala a los origenistas como herederos del preciosismo de Casal, pero a aquellos que expresaron en sus obras una pobreza distinta a la del pequeñoburgués arruinado, los ningunea una y otra vez: no pudieron “conjurar el reverso”, no alcanzaron a “revelar su circunstancia”.
   En este punto fundamental, la “verdadera crítica de la razón origenista”, como llama Tabío a Los años de Orígenes, no lo es tanto. Lo es en tanto señala la ruina y el culto a los antepasados en el fondo del origenismo, pero no en tanto sigue desconociendo esa otra parte de la tradición cubana ajena a las familias que nunca tuvieron un piano o un tapiz viejo: la Cuba de La isla en peso y Aire frío, la de los negros de Guillén, los inmigrantes de Novás Calvo, los guajiros de Carlos Enríquez, es no solo el reverso de Orígenes, sino también de Los años de Orígenes.
   Ya sé: no he hablado de la escritura de García Vega, de su hibridez genérica, su gusto por el collage, su autorreferencialidad… No me he “mantenido fiel a la singularidad de su mirada […] es decir al arreglo específico en que dispone y articula los elementos de realidad que componen el mundo fijado por su escritura”. Y ello equivale a desvirtuar el libro porque —este viene a ser el argumento central del prólogo de Tabío—, la verdadera crítica del origenismo aquí no está en lo que se dice del origenismo, en el qué, sino en el cómo, en la “praxis de la escritura”. García Vega consigue romper radicalmente en Los años de Orígenes con la poética origenista, sentando las bases de su obra posterior, una escritura fundada en el “puro juego”, “que encuentra su procedimiento simbólico fundamental en la enfática afirmación de su propio artificio”.
   Me pregunto si estos señalamientos hacen justicia a la letra y el espíritu de García Vega. Parece que el prologuista estuviera caracterizando la obra de Sarduy; y el propio García Vega criticó en más de una ocasión al autor de Cobra por promover ese tipo de teoría literaria —la independencia del texto, la muerte del autor— que él consideraba una falacia.
   Juan Manuel Tabío, que había empezado negando la posibilidad de una lectura alejada de “la urdimbre del texto de Los años de Orígenes”, termina reproduciendo ese tipo de teoría celebratoria del poder subversivo de la escritura: el libro de García Vega vendría a inaugurar “un estilo que no pacta con un Sistema (político, semántico o estilístico), ni se deja sobornar por sus presiones neutralizadoras”, subvierte “los modos petrificados de la institución literaria”, etcétera.
   Me parece que hay algo demasiado fácil en esto. ¿Quién no ha leído a los formalistas rusos, a Roland Barthes? Reivindicando una lectura atenta, volcada solo en la textualidad, el prologuista llega, paradójicamente, a generalidades, ese tipo de lugares comunes que García Vega censurara en su “Paréntesis con un rey desnudo”.
   Aun a riesgo de ser tachado de anticuado o filisteo, sigo reivindicando la necesidad de una crítica más “en situación”. La persistencia del castrismo, y su significación histórica, justifica, por sí solo, el intento de una nueva mirada hacia Los años de Orígenes.
   Más que nunca, nuestras palabras deben ser comprendidas como palabras dichas por cubanos, así como comprendidas dentro de un contexto determinado.
   Es cool celebrar la contracultura. Pero quizás es más necesario empezar a cuestionar la idea de la República y de Cuba misma que ofrece García Vega. Salir al paso a ese debate con el argumento del estilo, de la literatura, acaso no sea más que propiciar una nueva ortodoxia.

(Los años de Orígenes: visión y ceguera. Hypermedia Magazine, diciembre 2017)

Friday, April 13, 2018

Amir Valle vs. Raúl Capote

Pero en un escrito como este sé que se extrañará que precisamente yo no mencione al único escritor que ha sido (o al menos, que se ha hecho público como) agente encubierto de la Seguridad del Estado para combatir, desde el terreno de la cultura y en específico la literatura, las “maniobras del enemigo”: Raúl Antonio Capote, “destapado” como “Agente Daniel”.
   Capote trabajaba para la Contrainteligencia cubana luego de ser reclutado como agente Pablo por la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Su misión contra Cuba era, según las palabras del Ministro de Cultura, Abel Prieto, en el prólogo al libro Enemigo, en el que Capote rememora esas experiencias: “enviar sistemáticamente a la CIA evaluaciones acerca del estado anímico de la población cubana ante cada coyuntura, sobre todo en los medios culturales y universitarios, y crear una agencia literaria alternativa y luego una fundación de perfil educativo. Pablo podría llegar a convertirse en una pieza clave para el desmontaje de la institucionalidad revolucionaria”.
   ¿Por qué alguien se extrañaría si no lo mencionara en este escrito? Simple. Porque todo el mundo sabe que lo consideré un amigo muy cercano desde que nos conocimos en Cienfuegos, en los tiempos en que yo realizaba allí el servicio social y, junto al también escritor Miguel Cañellas, formamos una tríada que, según dicen muchos, revolucionó la promoción de la literatura en esa región. Porque tanta era nuestra cercanía que llegó a ser el testigo de mi segundo matrimonio con una muchacha cienfueguera. Porque, cuando un par de años más tarde, nos reencontramos en La Habana, se convirtió en un visitante asiduo en mi casa, pese a que mi tercera esposa (ya se sabe, ese sexto sentido que tienen las mujeres) siempre me advirtiera: “Raúl no es tu amigo, hay algo en él que no me acaba de cuajar”.
   A ella, por solo citar un ejemplo muy ilustrativo de sus sospechas, le resultaba demasiada coincidencia que, durante esos dos años en que Eloy Gutiérrez Menoyo nos visitaba, la presencia de Capote se intensificó más que nunca: “¿Te has dado cuenta de que en los últimos tiempos, siempre que Eloy viene, tan pronto él se va, llega Raúl, sudado, sofocado, diciendo que pasaba por aquí y decidió llegar a verte y conversar un rato?”.
   No he podido, y espero tener estómago llegado el momento, leer su libro Enemigo, donde cuenta su trabajo como doble agente del DSE y de la CIA, pero en varias de sus declaraciones he comprobado que miente, pues hace referencia a personas y sucesos que conocí mejor que él, ya que fui protagonista, y las versiones que él cuenta son en esos casos tan ficticias como la que me sigue pareciendo su mejor novela, El caballero ilustrado, obra donde cuestiona el poder de una dictadura.
   Vi nacer esa novela en aquellos años en que, por lo que él mismo cuenta en una entrevista, aún no era el agente Daniel y yo era, también según sus palabras, “el primer Amir”. Es esa, por cierto, una técnica poco caballerosa para diferenciar a ese Amir amigo suyo que entonces creía que podrían cambiarse las cosas desde la propia institucionalidad revolucionaria; un Amir muy diferente de ese otro “enemigo” en el que me convertí luego, y a quien él, por cierto, acompañó y respaldó bastante en “mis gusanerías”, cuando aún no lo habían forzado a convertirse en un espía.
   Cuando en un programa de la televisión cubana, Razones de Cuba, dieron a conocer al mundo su trabajo para la policía política cubana, descubrí que la única ingenuidad de la que no había logrado desprenderme era esa que me hace ver aún hoy a los amigos como seres puros, nobles, incapaces de actos deleznables en mi contra.
   Pero no dejo de pensar en cuánta responsabilidad tuvo Raúl Capote en esos años de marginación social, amenazas, exclusiones, invisibilización y represión. Pienso en él y me pregunto qué cuota de culpa tuvo en que a mi hijo le impidieran la entrada a la universidad porque, le soltaron a la cara, “la universidad es para los revolucionarios y tu papá es un gusano mercenario”; cuánto debe a su veneno el acoso de la policía política hacia mi esposa Berta: “si no lo dejas, te veo llevándole jabitas a la cárcel y jamás vas a encontrar qué darle de comer a tus hijos porque no te vamos a permitir trabajar”, le gritaba incluso en la calle “el compañero que la atendía”; o qué parte de su trabajo como delator influyó en todas esas horribles historias represivas que me permito ahorrarles al lector, pues son de tanta bajeza humana que, aunque ya están escritas, he decidido conservarlas a buen recaudo por la vergüenza ajena que siento solo de pensar en que vea la luz tal cantidad de revelaciones de la indignidad intelectual cubana.
   En cualquier caso, tanto con Raúl o cualquiera de esos otros “colegas informantes” que me colgaron durante años, como con esos siempre ridículamente enigmáticos “compañeros que me atendían” (a uno de ellos, incluso, llegué a conseguirle en España una caja de un spray especial que estaba en falta en Cuba, para su hijo asmático) me precio de haber actuado con limpieza (y en algunos casos, lo reconozco, con tonta ingenuidad) todo lo que me fue posible en una relación tan anómala y, por ello mismo, enrarecida.
   Tengo mi conciencia limpia y sé que, si llegara el momento, podré mirarlos a los ojos sin el más absoluto de los remordimientos ni las vergüenzas. Dudo que ninguno de ellos pueda decir lo mismo.

(Texto incluido en El compañero que me atiende. Editorial Hypermedia, 2017)

Wednesday, April 11, 2018

Un narrador (Alberto Guerra Naranjo) le reclama a un jurado (Jorge Angel Hernández Pérez) el haberse ido en blanco

Ah, pero por estos días, triste repetición de un hecho trágico, otro jurado de un premio literario importante decide declararlo desierto y la ciudad letrada en pleno (específicamente los narradores) anda en crisis estética por esa noticia, que pocos asumen con normalidad. El importante Premio de Cuentos Alejo Carpentier fue declarado desierto por los críticos Alberto Ajón, Víctor Malagón y Jorge Ángel Hernández Pérez (HP), quienes advierten que no había un solo libro de entre 25 que poseyera suficiente calidad literaria para alzarse con el monto de 3 000 CUC y una publicación distinguida.
   Pero como si no bastara con semejante noticia, uno de ellos, Jorge Ángel Hernández Pérez (HP), ha publicado sus fundamentaciones en la revista virtual La Jiribilla: La nada y el premio literario, con el ánimo de remover un poco más el triste espacio por donde andan mal parados 25 escritores de cuentos que enviaron sus obras bajo seudónimo.
   Pareciera como si un verdugo echara sal en la herida de su oponente amarrado en el cadalso, y no es justo. Con el paso de los días he ido conociendo a varios de los participantes, escritores de probada calidad, cuyos nombres no voy a mencionar, de quienes dudo mucho, por su experiencia y talento demostrado, que no pudieran prestigiar con sus obras dicho premio literario.
   En nombre de los 25 concursantes de ese premio, como Presidente de la Sección de Narrativa de la Unión de Escritores (UNEAC), responsabilidad por la que fui elegido en voto secreto y democrático para estos menesteres, y en el mío propio, debo responder a HP.
   ¿Acaso no podría ser yo quien estuviera equivocado por no considerar el pleno derecho de tres críticos a declarar un premio desierto?, ¿y si fuera una rotunda verdad que ninguna de las obras presentadas poseía suficiente rigor literario para ser premiada?, ¿cómo saberlo si las desconozco y fueron ellos quienes gozaron de esa elemental ventaja?, ¿cómo no hacer el ridículo?,¿cómo responderle al crítico Jorge Ángel Hernández Pérez (HP) sobre su categórica afirmación de que entre 25 autores cubanos no había calidad literaria para premiar un libro?, ¿cómo no parecer un escritor resentido ante el extraordinario regocijo del colega HP, por haber sido jurado de un premio importante que dejó desierto, dicho persona a persona (nos consta), o gritado a cuatro vientos como si estuviera de fiesta?, también nos consta.
   Apelaré al único recurso que encuentro razonable en este caso. No tengo otro remedio. Saldré del sobre lacrado y de mi seudónimo para confesar que fui uno de los 25 participantes en el Premio Alejo Carpentier de cuentos de este año. Concursé con un manuscrito llamado El pianista del cine mudo, al que considero, sin que me tiemble un músculo, de probada calidad para obtener ese premio.
(...)
   Espero que con semejante evidencia de mi relación con el ojo crítico, mi amigo HP advierta que declarar desierto un premio tan importante como el Alejo Carpentier de cuentos, haya sido un grave error (tal vez el más grande de su vida), y una grave irresponsabilidad del jurado y de la institución encargada de asegurarse la requerida seriedad que significa un acto tan desacreditador de escritores cubanos como este, y no la carencia absoluta de calidades literarias en los participantes en dicho concurso.

(Sobre un premio desierto y otras variaciones. La Jiribilla, julio 2017)

Monday, April 9, 2018

Jorge Ferrer vs. Zoé Valdés

Hay libros importantes para entender la cubanidad, una materia sobre la que han meditado algunos de los mejores pensadores cubanos y también algunos pensadores menores, pero que han producido algún libro magnífico. Mañach, por supuesto. Francisco Figueras con Cuba y su evolución colonial. Los discursos sobre el pesimismo cubano desde Giberga hasta Varona. A Ortiz y a Lamar hay que leerlos, naturalmente, para entender a los cubanos. Y a Cintio. Y a Lezama también. Y todo eso estará bien y les será de provecho. Pero, oigan, ¡a quien no pueden ustedes dejar de leer si quieren calar la condición miserable, imbécil y penosa de la mitad de ese pueblo es a Zoé Valdés! Nada como leer a esa pobre mujer que se revuelve en el fango de la envidia, la infamia y el odio hora a hora, día a día, acompañada del corrector ortográfico del Word, su fiel amigo. Yo leo a diario su prosa de pena, su pena de prosa, y tú también deberías hacerlo, porque sirve para que uno vea el horror en que podría haberse convertido cualquiera de nosotros. El horror del que algunos hemos escapado.

(Publicado en la red, marzo 2018)

Friday, April 6, 2018

Ricardo Riverón Rojas vs. Orlando Luis Pardo Lazo

Escribir bien no es tu asunto,
nunca darás en la diana
(ni aunque escribieras La Habana
para un Orlando difunto).
Tu lazo pardo, de punto
en boca te sentaría;
mejora tu puntería
o nunca tendrás tu aumento,
porque no eres ni sargento,
aunque seas de "infantería".

(…)

Me he leído tu angustioso
flujo pro-halloween
y me inyecté rocefín
no fuera a ser contagioso.
Ponerte, Orlando, furioso
no te vuelve literato,
pues ya lo dijo un beato
de apellido Lampedusa:
Lo mismo en Lawton que en USA,
aunque seas pardo, eres gato.

(Publicado en la red, noviembre 2017)

Wednesday, April 4, 2018

Félix Sánchez vs. Fernando León Jacomino

He recibido, como parte del listado de gente que recibe tu carta a Francis, ese mensaje tuyo que confirma claramente que lo que nos sucede es que hay, terrible paradoja, una "baja cultura" decidiendo en la cultura tan alta de este país. Yo creo en Abel, pero también debe estar lamentando él estar tan mal acompañado. No creo que a él se le habría ocurrido nunca sacarle cuentas a un escritor de los pesos que le han pagado, presentarlo como un malagradecido más que como alguien errado en sus conceptos. No es la primera vez que lo haces, parece que para ti ganar más es obligación de hablar menos. Los faltos de ética creen siempre que el dinero es un pacto, que la verdad se compra con la gratitud. Considero a Abel. En momentos como estos, como siempre, en que se requiere paciencia, comprensión, debate, respeto, unión, lamentará un mensaje como ese tuyo, auténtico paquidermo colado en el almacén de una fábrica de copas.

(Correo circulado en la red, febrero 2007)

Monday, April 2, 2018

Néstor Díaz de Villegas espulga un prólogo de José Kozer a Pablo de Cuba Soria

La práctica compilatoria proviene, en mi opinión, también de Kozer. En la obra de José Kozer aparece un muestrario de curiosidades del cubano oral que el bardo rescata y recicla: los lugares comunes de la lengua muerta se reorganizan en una especie de ladino. Debido a las conexiones entre las poéticas del autor y del comentarista, comenzaré  —contra mi costumbre— por examinar el prólogo.
   Digamos que Kozer se zumba un preámbulo, pues la impresión general del texto es de moscardón atrapado bajo una taza. Allí nada tiene que significar precisamente, sino solo sonar, borbotear, o —para usar la terminología kozeriana— traquetear. Tampoco se trata de una incursión en el campo del pensamiento, pues no existe intención exegética. Las ideas son subproductos de la rutina o de la actividad intelectual periférica.
   Por ejemplo: Kozer equipara, de entrada, lo “líbrico” y lo “lúbrico”, y sospechamos que el retruécano ha rondado la cabeza del crítico mucho antes de aparecer en la introducción de Gago Mundo. Es una idea ingeniosa que registra, debidamente, “cierto rebuscamiento libresco” en el discurso de Pablo de Cuba Soria.
   Kozer escribe: “Libricidad conjuga aquí con cierta lubricidad, esta no es la de los órganos sexuales y los cuerpos entollados, sino la de la lengua vericuetera”. Aunque no ajena al estilo kozeriano, esta declaración cae por debajo del horizonte hermenéutico, como el detrito succionado por alguna aspiradora conceptual. Si pudiéramos observar el cesto o la papelera donde se acumulan los restos disímiles, veríamos el mecanismo combinatorio del vacío, que es lo contrario de la interpretación. Porque es obvio que la lengua de Pablo de Cuba podrá ser muchas cosas, excepto “vericuetera”.
   Creo que no existe entre nosotros actividad más desacreditada que la crítica —la de poesía, en particular. En el mejor de los casos, tendremos la suerte de observar la mente del reseñista en el acto de contemplarse a sí misma. Es lo que sucede en el siguiente párrafo:
   “Así, la flecha que surca, avanza rompiéndose en pedazos, y al igual que el golpe del martillo sobre el yunque, deja ecos en el oído, en la página escrita; trizas de palabras: y sin que el flujo de los poemas se detenga, sin que merme el feliz movimiento del verso hacia su desembocadura, abierto desenlace donde nunca se pone punto final, de modo que el poema que acaba, acaba para reiniciarse, desde el espacio abierto de una ausencia (la del punto final) que ya encabalga el texto próximo (forjándose en lo rizomático)”. (p. 6).
   En otros momentos, el prefacio adopta el tono encrespado, precisamente allí donde el comentarista predice la indignación de los poetas pueblerinos ante una referencia casual al doctor Mengele:
   “Puede salirse de madre, volverse peligrosa ambigüedad que tal vez sobresalte, incluso indigne a los pacatos y a los oportunistas desplazados por registros poéticos distintos a los propios, de modo que la lectura de un libro como éste produzca en muchos estamentos de la sociedad, y en muchos cenáculos de poetas de la grilla local, una resistencia”.
   Pero, lo verdaderamente osado de este poeta de la “peligrosa ambigüedad”, que se declara de entrada sobrino y deudor del Tío Ez, es escribir un libro a imagen y semejanza del Mengele romántico que fue Pound.
   Kozer cita la línea del poema “Prenatal” (p. 54) donde aparece el galeno bávaro, que él designa como “lo peor de lo peor” (“Mengele…/ en tales campos de concentración o recreo/ qué más da”), y acto seguido se desdice, procediendo a darse golpes de pecho como cualquier otro poetastro de la grilla: “¿Cómo que qué más da? El sobresalto del lector tiene que ser grande. ¿Con qué diablos estamos jugando aquí?”.
   Ante tal desfachatez, Kozer pone en marcha una operación relámpago de limpieza estética: “El poeta resuelve airosamente la situación encabalgando de inmediato los versos siguientes: ‘la preñez de espalda baja’, de manera que se ha desplazado (con ironía) el centro gravitacional del eslabonamiento textual, y nos encontramos ante una situación cotidiana y banal (preñez) que sirve de contrapunto al horror mengeliano”. Y en plan profiláctico: “Hemos salvado el texto, hemos saneado el ambiente…”. El recurso prosódico libra a Pablo de Cuba de la imputación de diablura o antisemitismo, mientras el crítico recurva hacia la más aceitosa de las moralinas.
   Puesto al timón del introito, José Kozer tampoco puede resistir la tentación canónica; provisto de un puñado de páginas preliminares, procede a engastarlas con lo más granado de la bisutería antológica: “Este poeta está, por su edad, engastado libremente dentro de una nueva generación de poetas cubanos (de Rolando Sánchez Mejías o Rogelio Saunders, Carlos Augusto Alfonso y Carlos Aguilera, por citar unos pocos), cuyos nombres ya van dando frutos visibles, frutos de espesor más allá de la trillada y retoricona poesía de la (pucha) experiencia”.
   Pero la pucha experiencia contradice de plano la peculiar taxonomía kozericona, negándose a echar en un mismo catauro generacional a un poeta nacido en 1959 y a otro de 1980. En realidad, su lista equivale a un álbum de afinidades selectivas, otro de los “registros poéticos” que reproducirá más tarde alguno de los incalculables divanes en los que Kozer aparece acreditado como asesor.
   El prólogo concluye con un enorme encomio que —me atrevo a asegurar— el escritor a quien va dedicado agradecerá menos que las puyas lanzadas contra plumíferos: “El gago mundo corre como las cristalinas aguas de un poema de Garcilaso”.
   Traficar en talismanes, especular con metales radiactivos que perdieron el peligro sublime o el misterio escatológico, con la esperanza de que el frotamiento de trastos inertes saque chispas a la materia y haga aparecer el genio, ¿no es la práctica que conocemos hoy como poesía?
   Aquella que Heidegger definió como “única actividad con capacidad de destinar”, reducida ahora a ropavejera de ferias, a mercachifle de sinécdoques. Solo nos queda acatar el nuevo orden y, armados de ironía, revolver los estantes repletos de antiguallas en busca del anillo perdido de Taliesin.
   Que la poiesis aparezca en un libro de poemas nunca estará garantizado. Por ello, sin más preámbulos, digamos que, en Gago Mundo, Pablo de Cuba enuncia el perfecto abracadabra; digamos que mientras canta, su gaguera es irreprochable. El truco funciona. El conejo hace mutis por la chistera.
   El poeta es un prestidigitador, es un manipulador. Quien haya visto a José Kozer recitar sus poemas en público entenderá de lo que hablo: en esos recitales el verbo es mantra y shokeling, los vaivenes remiten a la secreta dinámica de la escritura. La práctica ha devenido, para Kozer, invención consuetudinaria, paseo en Mercaba a cada viaje al retrete. Hay una escuela de cábala en la Diáspora, y en ella el doctor Josef Kozer es gaón y gauleiter.
   Existe, ciertamente, afinidad entre las poéticas de Pablo C y José K, debido a que este último ha fundado una logia y un discipulado: ahí están los nombres de su lista de Schindler. Un colegio, una yeshivá donde el rabí se expresa como un carretonero (“centro gravitacional del eslabonamiento textual”), y donde concede audiencia, cual hallandalense Stefan George: Kozer creó una claque, y los poemarios que emergen de su círculo demandan máxima atención.
   Pablo de Cuba sabe que si existiera entre nosotros un libro comparable a los Cantos de Ezra Pound, sería el volumen de los diez mil poemas del Corpus Kozerense. Esa obra en perpetua construcción abarca cinco décadas, tres continentes, cada actividad humana, todas las pasiones y todos los misterios, todas las creencias y las tendencias, todos los graznidos y las flatulencias, todas las sinalefas y encabalgaduras: todas las palabras.

(Gago mundo. Esperando al demagogo. Hypermedia Magazine, diciembre 2017)