Lo que vengo señalando desde Límites del origenismo (Colibrí, 2005;
Hypermedia Ediciones, 2015) es justo el carácter engañoso, deceptivo, del libro
de García Vega: crítica del origenismo, es casi una justificación del mismo, en
tanto deslegitima a todo otro grupo o posición literaria contemporáneos;
crítica del castrismo, ofrece una visión de la República casi tan caricaturesca
como aquella que aprendimos en los libros escolares.
En La Habana de los noventa, cuando un grupo
de jóvenes escritores descubrieron Los
años de Orígenes, fascinados por esa rara mezcla de ensayo y memorias que
traía un Lezama tan distinto al canonizado en aquellos años de rescates
nacionalistas, era acaso más difícil reparar en todo ello. Frente a las vacas
sagradas del origenismo, García Vega venía a ser el Gran Desmitificador. Destartalo,
mierdanga, rebumbio, churumbela onírica, folletín: claves de una lengua
profana, cambolos contra las murallas de la ciudad de la gracia poética,
torpedos en la línea de flotación de la “isla infinita”.
En la batalla que se libraba contra el
Vitier de Ese sol del mundo moral
(Unión, 1995), y la García Marruz de La
familia de Orígenes (Unión, 1997), el libro de García Vega era munición. Y
en tiempos de guerra, ya se sabe, no es bueno querellarse o disentir de los
aliados.
Dos décadas después, la coyuntura es otra:
el vitierismo parece cosa del pasado, y García Vega, aunque no apropiado ni
rescatado por las instituciones cubanas, se ha convertido en un escritor de
culto. ¿No recuerdan, algunas de las cosas que se han escrito últimamente sobre
él, aquellas formas de evocar a un maestro literario “idolatrando sus idiotas
anécdotas, o convirtiendo sus palabras en estereotipias sagradas”, a las que el
propio García Vega se refirió con disgusto en “Maestro por penúltima vez”?
Quizás ahora, cuando por fin una editorial
cubana publica Los años de Orígenes
(en 1978 lo publicó Monte Ávila; en 2007 fue reditado por una pequeña editorial
argentina, Bajo la luna, con el subtítulo, muy apropiado, de “ensayo
autobiográfico”) sea mejor momento para distanciarse un poco de la letra de
este libro, deteniéndonos en esa idea de lo cubano que podría llegar a
resultarnos, por momentos, y por paradójico que parezca, casi tan problemática
como la que hallamos en Lo cubano en la
poesía.
Como se cuestionó, y se sigue cuestionando,
el fundamental ensayo de Vitier, sin ser este un libro de historia o un árido
tratado crítico, podemos cuestionar unas ideas sobre literatura cubana que
aparecen no solo en Los años de Orígenes
sino también en otros escritos menos conocidos de su autor, como las notas de
la Antología de la novela cubana
(Dirección Nacional de Cultura, 1960), y los ensayos publicados a comienzos de
los ochenta en la revista Escandalar,
que echan luz sobre la parte más discursiva del libro, hacen sistema con ella.
Si García Vega puede decir que la pintura de
Carlos Enríquez no es más que “folletín surrealista” y “efectismo pueril”, Fuera del juego “periodismo
disfrazado de poesía”, De donde son los
cantantes puro origenismo y Piñera, a pesar de su gusto por el absurdo, no
logra “superar la Forma”; ¿por qué no podemos relacionarnos con Los años de Orígenes críticamente, como
él con Aire frío, De donde son los cantantes o Fuera de juego? ¿Acaso Carlos Enríquez,
Padilla, Sarduy y Piñera no tienen estilo?
A Juan Manuel Tabío le parece bien que
García Vega desenmascare a los origenistas, muestre cómo ellos intentan “dar
gato por liebre”. Pero no le parece tan bien que se muestre cómo García Vega
también da gato por liebre. ¡Que nadie critique nada; solo García Vega puede
criticar!
Los nuevos lectores que gane Los años de Orígenes a raíz de su
reedición —jóvenes escritores cubanos que acaso solo conocen el libro de oídas,
o alguno que, habiéndolo leído antes a la carrera, en ejemplar prestado, pueda
releerlo ahora con detenimiento— han de estar prevenidos: cuestionar los hechos
y las opiniones de García Vega sería tan estéril como ponerse a desmentir a
Thomas Bernhard o a León Bloy. Sencillamente, no se los puede refutar “mediante
la confrontación con una realidad previa, y exterior a ese texto en el que
hechos y opiniones vienen dados”.
¿No advierte el prologuista que la crítica
del origenismo en Los años de Orígenes
parte justamente de la confrontación con algo exterior al texto: esa época
histórica y social que García Vega rememora, el contexto, lo que él llama “la
circunstancia”?
Si García Vega hubiera tenido la idea de la
crítica que enarbola Tabío, Los años de
Orígenes jamás se habría escrito. Porque así como los juicios de Bloy solo
adquieren su “sentido cabal” “cuando se entienden exclusivamente en
correspondencia con su peculiarísima cosmovisión, que percibe la realidad social
de acuerdo con un código simbólico y aun anagógico”, también los de Lezama
adquieren “sentido cabal” cuando se entienden desde su peculiarísima
cosmovisión, de modo que la crítica de García Vega —que los entiende en función
de algo exterior, esa factoría que sería el reverso de la fiesta innombrable—
viene a ser el mejor ejemplo de la “injusticia poética” que dice Tabío.
Justamente, García Vega incorpora la
historia, no en el sentido simbólico, poético, de un Lezama o un Vitier, sino
en un sentido más bien crítico, desencantado. Orígenes, la República, Cuba. “La aparición del castrismo, y su
significación histórica, justifica, por sí solo, el intento de una nueva mirada
hacia los años de Orígenes. Pues
ahora sí, más que nunca, nuestras palabras deben ser comprendidas como palabras
dichas por cubanos, así como comprendidas dentro de un contexto determinado”. (Los años de Orígenes, Monte Ávila).
Como para Sartre, la crítica para García
Vega está siempre “situada”, y desde este punto de vista resalta aún más la
falacia de ese paralelo que hace el prologuista entre criticar los juicios de
García Vega sobre la tradición cubana, y rectificar los juicios de Bernhard
sobre Austria o los de Bloy sobre la burguesía francesa. Lo antiburgués —sea en
la dirección más bien nihilista del escritor austríaco o en la ultramontana del
francés— no tiene el mismo sentido en sociedades como la austríaca o la
francesa, donde la destrucción de la burguesía nacional no ha sido ideología de
estado, que en el caso particular de Cuba. Aquí está la cuestión ineludible del
castrismo, de la Revolución.
Es comprensible que, en un ensayo de 1961
sobre Miguel de Carrión, García Vega afirme que la literatura de este, y la de
toda su generación, surge “como una ingenua reacción a la desmoralizada
complicidad de la alta burguesía cubana con el antimperialismo
norteamericano”, que Carrión reacciona
al “implacable equívoco de su circunstancia” con un “escamoteo”, porque
“idealizando las posibilidades de la clase media, a través de una hipotética
regeneración educacional, propone, tácitamente, el compromiso con los intereses
de esas clases dirigentes a quienes su mirada naturalista parecía condenar”. (Cuba en la UNESCO. Homenaje a Miguel de
Carrión, septiembre de 1961).
Esta asimilación de postulados centrales del
antimperialismo y del marxismo puede verse como un rasgo de época al que pocos
escaparon. Pero es menos comprensible, o más significativo, que en el exilio
García Vega apenas reconsidere esas posiciones.
Junto con las palabras-fetiche
(circunstancia, equívoco, escamoteo), hallamos en Los años de Orígenes una crítica acérrima de la burguesía cubana,
que no es incompatible con aquella especie del discurso castrista según la cual
la burguesía en Cuba había sido inexistente, o por lo menos muy débil, carente
de un verdadero proyecto nacional.
No se trata solo, como sugiere Juan Manuel
Tabío, de que en “La opereta cubana en Julián del Casal” García Vega se limite
a criticar los pujos aristocráticos de las crónicas de Casal en La Habana Elegante, sin reconocer los
valores de su obra poética. Este ensayo, escrito en 1963 y reproducido tal cual
en el libro de 1978, comporta una visión radicalísima, revolucionaria, de la
tradición literaria.
Por mucho que García Vega despotrique contra
Lunes, “La opereta cubana en Julián
del Casal”, que es la semilla (quizás sea mejor decir uno de los focos de la
elipse, siendo el otro el impulso memorialístico desatado por la muerte de
Lezama) de Los años de Orígenes, está
muy cerca del espíritu jacobino del magazine de Revolución.
García Vega habla de “una nueva tensión”,
señala que ya no es posible caer en “la tentación de mirar como él [Casal] lo
hubiera hecho”, porque “se nos ha abierto una grieta”. Y, unas páginas más
adelante: “Ya, el arrancar sus imágenes, para guardarlas como piezas de nuestro
doloroso reverso, no tendría la justificación con que pudimos hacerlo en un
pasado no muy lejano”. La nueva tensión, la grieta, es la Revolución; y ella,
su nueva perspectiva, fuerza a no ver en Casal y en los escritores de La Habana Elegante sino “la desnuda
realidad de una clase social”.
Esta clase es, desde luego, la pequeña
burguesía cubana. Conviene aquí citar in
extenso:
“Nótese que esta clase, si no en su mayor
parte, por lo menos en la más significativa de ella, organizó su vida y sus
proyectos, no desde su condición —que siempre consideró transitoria, y como
racha de mala suerte que la había separado de la riqueza— sino desde su
creencia de ser un fragmento desprendido de la alta burguesía por el azar de
una ruina, de un pleito complicado, o de cualquiera otra circunstancia”.
Lo que define a la tradición cubana es,
para García Vega, la nostalgia ridícula de la grandeza perdida, la “opereta” de
lo venido a menos. En un país así de decadente, ¿no es la Revolución un hecho
fatal, necesario, como lo era en la Francia de fines del siglo XVIII? Allá la
nobleza parasitaria, con sus risibles pelucas y sus culottes; acá el sueño de una aristocracia que apenas existió, el
piano cursilón, los tristes despojos de la ruina familiar.
He aquí el punto ciego de la imagen de Cuba
que nos deja Los años de Orígenes: al
absolutizar su desmitificación de la pequeña burguesía cubana, García Vega
desconoce de modo sistemático esa otra parte del país que no tiene que ver con
los patricios, sino con los proletarios:
los que no proceden ni creen que proceden de una ruina familiar, sino que, como
los “debutantes” buscavidas de la novela de Cabrera Infante, carecen de
herencia, de abolengo.
No la Cuba venida a menos sino la que va a más. También cursi, desde
luego, pero más en la línea de lo que García Vega considera kitsch norteamericano que del kitsch que
él ve como propiamente cubano, porque no entraña ya nostalgia de la nobleza
sino voluntad o deseo de progresar, de acceder a la clase media. Un deseo que
no se encarna en objetos auráticos, antiguos, sino en artículos de consumo,
cosas modernas, como el añorado ventilador de Luz Marina, o el “flú” que quiere
desempeñar uno de los negros pintureros de Motivos
de son.
En “La opereta cubana en Julián del Casal”
García Vega señala que los escritores cubanos de la clase de Casal no
conocieron la verdadera pobreza, “pues su pobreza era la del pequeñoburgués
arruinado”, y en otras partes del libro señala a los origenistas como herederos
del preciosismo de Casal, pero a aquellos que expresaron en sus obras una
pobreza distinta a la del pequeñoburgués arruinado, los ningunea una y otra
vez: no pudieron “conjurar el reverso”, no alcanzaron a “revelar su circunstancia”.
En este punto fundamental, la “verdadera
crítica de la razón origenista”, como llama Tabío a Los años de Orígenes, no lo es tanto. Lo es en tanto señala la
ruina y el culto a los antepasados en el fondo del origenismo, pero no en tanto
sigue desconociendo esa otra parte de la tradición cubana ajena a las familias
que nunca tuvieron un piano o un tapiz viejo: la Cuba de La isla en peso y Aire frío,
la de los negros de Guillén, los inmigrantes de Novás Calvo, los guajiros de
Carlos Enríquez, es no solo el reverso de Orígenes,
sino también de Los años de Orígenes.
Ya sé: no he hablado de la escritura de
García Vega, de su hibridez genérica, su gusto por el collage, su
autorreferencialidad… No me he “mantenido fiel a la singularidad de su mirada
[…] es decir al arreglo específico en que dispone y articula los elementos de
realidad que componen el mundo fijado por su escritura”. Y ello equivale a
desvirtuar el libro porque —este viene a ser el argumento central del prólogo
de Tabío—, la verdadera crítica del origenismo aquí no está en lo que se dice
del origenismo, en el qué, sino en el
cómo, en la “praxis de la escritura”.
García Vega consigue romper radicalmente en Los
años de Orígenes con la poética origenista, sentando las bases de su obra
posterior, una escritura fundada en el “puro juego”, “que encuentra su
procedimiento simbólico fundamental en la enfática afirmación de su propio
artificio”.
Me pregunto si estos señalamientos hacen
justicia a la letra y el espíritu de García Vega. Parece que el prologuista
estuviera caracterizando la obra de Sarduy; y el propio García Vega criticó en
más de una ocasión al autor de Cobra
por promover ese tipo de teoría literaria —la independencia del texto, la
muerte del autor— que él consideraba una falacia.
Juan Manuel Tabío, que había empezado
negando la posibilidad de una lectura alejada de “la urdimbre del texto de Los años de Orígenes”, termina
reproduciendo ese tipo de teoría celebratoria del poder subversivo de la
escritura: el libro de García Vega vendría a inaugurar “un estilo que no pacta
con un Sistema (político, semántico o estilístico), ni se deja sobornar por sus
presiones neutralizadoras”, subvierte “los modos petrificados de la institución
literaria”, etcétera.
Me parece que hay algo demasiado fácil en
esto. ¿Quién no ha leído a los formalistas rusos, a Roland Barthes?
Reivindicando una lectura atenta, volcada solo en la textualidad, el
prologuista llega, paradójicamente, a generalidades, ese tipo de lugares
comunes que García Vega censurara en su “Paréntesis con un rey desnudo”.
Aun a riesgo de ser tachado de anticuado o
filisteo, sigo reivindicando la necesidad de una crítica más “en situación”. La
persistencia del castrismo, y su significación histórica, justifica, por sí
solo, el intento de una nueva mirada hacia Los
años de Orígenes.
Más que nunca, nuestras palabras deben ser
comprendidas como palabras dichas por cubanos, así como comprendidas dentro de
un contexto determinado.
Es cool
celebrar la contracultura. Pero quizás es más necesario empezar a cuestionar la
idea de la República y de Cuba misma que ofrece García Vega. Salir al paso a
ese debate con el argumento del estilo, de la literatura, acaso no sea más que
propiciar una nueva ortodoxia.
(Los años de Orígenes: visión y ceguera. Hypermedia Magazine,
diciembre 2017)