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Wednesday, July 25, 2018

Angel Santiesteban vs. Orlando Luis Pardo Lazo

Orlando Luis Pardo Lazo, es decir, NADIE, ha disparado sandeces, como acostumbra en sus intentos literarios y en la vida misma, los que a veces, espacios y realidades, parece confundírseles. Es una realidad que a donde todos llegan o se pasan, él ni se acerca. Cegado por un instinto primario hacia una mujer, muerde con ferocidad las manos de las personas que lo auparon y protegieron, y ataca a cuanto le parezca que atenta contra su amada Dulcinea, y lleno de fantasías, se lanza imaginando molinos de viento, porque ese es su único interés, proteger de aquellos de una manera u otra, no admitan la voluntad de su venerada.
   Es una pena que para asuntos tan serios como la libertad de Cuba, NADIE esté inmiscuido, por lo que en vez de apoyar demerita a su defendida, haciéndole el dos al Sexto –Dios los hace y el Diablo los junta o, el poco talento los hace y la mediocridad los junta– y se lanzan con oprobios y bajos instintos, en su desesperación de quitarles méritos a Rodiles. Me hace recordar aquella película de Tin Tan, donde su amigo le pedía “no me defiendas, compadre”, pues en un intento de ampararlo, lo que hacía era hundirlo.
   Pretender citar la biografía de NADIE, sería terminar ahora mismo este trabajo, pues nada ha hecho para justificar su existencia. No es representativo como opositor ni como escritor ni como pareja amorosa de Rosa María; salvo una serie de cobardías y morbos que sí abalan su currículo. Por eso, tras insistentes ataques a mi persona, y no recibir respuesta, vuelve a lanzarse en esta ocasión porque le hagan el favor de réplica y finalmente, llamar la atención. Por eso lo complazco, y por esta vez para complacer su ego, nuestros nombres se juntan.
   Por solo citar algunas pifias, recordar aquellas burlas en La Habana cuando NADIE se le acostó en la oficina de Fidel Díaz Castro, director del periódico oficialista El Caimán Barbudo, con los brazos en cruz, imitando a Cristo, mientras gritaba: ¡crucifíquenme! Al comprender que no le hacían caso, volvió a levantarse, se sacudió la ropa y se retiró. Cuando la bola se regó, se llegó a la conclusión que estaba loco, a aquel acto no se le encontraba la menor lógica.
   Pero no piensen que eso sucedió por algún acto altruista, una acción relevante por los Derechos Humanos, no, fue cuando en la búsqueda de escándalos, pues con el arte literario se le hacía difícil llamar la atención, decidió hacer una serie enferma de fotografías, donde en una de ella, se masturbaba sobre la bandera cubana. ¿Por qué no lo hizo con la foto de su madre?, porque en ese caso no le importaría a persona alguna y su objetivo era que su nombre se repitiera, por bueno o por malo, pero se pronunciara. Y lo logró, hay que reconocérselo, por esos días fue la comidilla, la burla en La Habana. Quizá de las pocas veces en sesenta años de dictadura, unió en un criterio a los comunistas y a la oposición: NADIE es un estúpido.
   Pero su mente enferma ha llegado tan lejos de su inconciencia, que olvida que la golpiza que recibí y que ahora no quiere reconocer y me acusa de haberla fingido, fue por él. Cuando esperábamos fuera de la unidad policial donde mantenían a Antonio Rodiles golpeado y escondido en un calabozo, nos concentramos para exigir su liberación; fue por su culpa, pues en una aparente aparición de NADIE, en la esquina opuesta de donde nos encontrábamos parapetados aquel grupo de opositores, vimos que como a cien metros alguien que se acercaba y que se le parecía a NADIE, y un patrullero lo interceptó para detenerlo y así evitar que se nos uniera, y grité su nombre –no el de NADIE, sino el otro– dije que lo estaban deteniendo, y quien primero salió corriendo para defenderlo fue Yoanis Sánchez, el resto la seguimos.
   Al llegar hasta la patrulla reconocimos que no era él, por supuesto, NADIE no aparecía en lugares calientes como aquellos, y allí comenzó la trifulca, porque con justicia hay que decir que a Yoanis no le importaba quien fuera, cuando vio que no era él, de todas maneras comenzó a forcejear con los policías para sacar al hombre que habían metido dentro del auto.
   Recuerdo que un disidente pudo grabar la golpiza que me dieron, sin embargo, ahora NADIE se atreve a decir que mi camisa tenía “sangre de utilería”. Todos, equivocados o no por aquel intento de sacarlo de la patrulla, fuimos apresados y golpeados por él, y ahora es tan ingrato que no lo quiere reconocer porque prefiere quedar como el amante bueno, olvida esa época cuando existió una alianza de hermandad verdadera, por lo que no reconoce los esfuerzos de entonces.
No importa que ahora estemos en proyectos diferentes, lo que sí debe unir a cualquier opositor es la honestidad, porque entonces sería parecernos demasiado a la policía política, como que la imitamos a la perfección.
   En otra oportunidad quisimos hacer el programa de Estado de Sats, y con las cámaras preparadas dijo que saldría y volvería en un rato, y no regresó. Lo grabamos sin él. Días después confesó que tenía miedo de ser apresado si retornaba a casa de Rodiles.
   Es risible, que su lógica y escritura mal cuidada lo delate, cuando intenta difamar de censor a Rodiles, escapa de su boca, la de NADIE, al catalogarles el mismo de “obscenidades” a la música de Porno para Ricardo y los cuadros de El Sexto.
   Es cierto que Laura está muerta y Yoanis está viva. Oswaldo Payá también está muerto y Antonio está vivo. Yoanis y Antonio están vivos, al menos por ahora y ojalá que no sean asesinados. Pero los cuatro coinciden que se encuentran en Cuba, no se fueron por cobardías para luchar detrás de un teclado plástico para ejercer la calumnia. Todos sabemos que Oswaldo Paya jamás lo hubiera aceptado de yerno a ese ser abyecto y enfermo, que subestima a su amada, reconociendo que sentarla “a la fuerza” en un debate público, sería como un banquillo de acusados.
   Por suerte, este ser mezquino de NADIE, no tiene la menor convocatoria, y termina haciendo el ridículo, imitando las viejas películas del oeste, dispara en todas direcciones de la oposición porque en general, desde su punto de vista, el resto envidia y odia a Rosa María, por lo que intenta justificar ser el escudo de su Dulcinea que, contrario a defenderla, la empaña con su miserable proceder desde la mentira y el desagradecimiento, olvidando que esa es la primera cualidad cuando se quiere a alguien y se pretende ayudar: ser honesto.

(publicado en la red, mayo 2018)

Monday, July 23, 2018

Dean Luis Reyes vs. La Jiribilla, Fernando León Jacomino y Jorge Angel Hernández Pérez

Sin duda, los teóricos de la guerra fría cultural de La Jiribilla no son demasiado originales. Usan los mismos argumentos que en los 90 e inicios de los 2000 usaban en El Caimán Barbudo contra gente como Emilio Ichikawa, Rafael Rojas, Víctor Fowler, Elvia Rosa Castro… y antes usara Leopoldo Ávila en Verde Olivo, que consiste en desacreditar la honestidad de los juicios de los intelectuales que se desaprueba. En poner en entredicho sus intenciones reales. En dibujar una agenda oculta, que siempre termina donde mismo y que, además, nunca ofrece pruebas definitivas.
(…)
   En verdad, sería bueno creer que Pérez no juzga como procede. Que su cargo de hermeneuta titular para interpretar la intervención en los asuntos de la soberanía nacional de potencias extranjeras a través de la utilización de los artistas e intelectuales -ese grupo influenciable, débil, no confiable, nacido con el pecado original de no ser revolucionarios- tenga mayor hondura y alcance. Porque si es él quien va defendernos de semejantes mercenarismos, que Dios nos coja confesados.
   En ese sentido, es un golpe bajo atacar a un hombre por donde es más débil: por su modo de subsistencia. Cuestionar a Arcos su labor docente y por esa vía invocar su despido, sabemos cómo se llama. Al menos en mi barrio tiene un nombre muy feo.
   Si en verdad estuviéramos equivocados, ¿a qué viene esta obsesión de La Jiribilla con desautorizar, acusar? ¿Por qué sugerir que se trata de un movimiento deshonesto para ganar aprecio del enemigo? ¿Será acaso que no hay argumentos sólidos del lado de quien así razona? ¿A qué viene la amenaza de parte de Fernando León Jacomino, director de La Jiribilla, cuando advierte en su texto “Un insulto a Martí concierne a toda nuesta sociedad” que, “si la vocación de libertad expresiva de ese equipo (el de la Muestra Joven) pasa por comulgar con producciones audiovisuales que afrenten a nuestros próceres, resultará muy difícil mantener el diálogo que hasta hoy ha garantizado la continuidad del evento?”
   A menos que yo no me haya enterado aun, este sujeto todavía no preside ni decide en el Instituto de Cine. Los funcionarios que allí están, por cierto, podrían defender a esa “institución de la Revolución Cubana”, que sabe reconocer Pérez, primeramente de oportunistas como ellos. El ICAIC histórico, el de Alfredo Guevara, jamás dejó solos a los cineastas con jauría de cualquier pelaje; ni siquiera ante cuestionamientos venidos de figuras como Blas Roca o el propio Fidel Castro.
   Ya quisiera La Jiribilla contar con la autoridad moral o intelectual necesaria para emprender una vindicación de esa naturaleza. Cuando se trata de una revista que nació inventándose una política cultural de doble rasero, donde luego se manipuló a una mujer como Lina de Feria, y más tarde a Eduardo del Llano en una entrevista a propósito de su corto Monte Rouge; un sitio donde, en medio de la conocida como “Guerrita de los E-mails”, se publicó un informe parapolicial sobre Jorge Luis Arcos, con fotos sacadas de archivos inconfesables; donde, un par de años atrás, un viceministro de cultura usaba el seudónimo de Cristian Alejandro para tirar puyitas sobre, entre otros, Pablo Milanés y los cineastas que luchaban por una Ley de Cine; donde dos periodistas fueron expulsadas por denunciarlo; donde los comentarios que los lectores subimos a los foros desaparecen misteriosamente -todavía sigo esperando que el mío se publique…
   Esa es la idea de Revolución que estos “intelectuales” tienen. Para ellos, no cabe gente que discrepe sin comulgar con la necesidad de ser premiado por… Trump. Hasta ese punto llega su infantilismo intelectual y su necesidad de borrar al oponente demonizando sin ofrecer una sola evidencia a favor de su tesis.
   Donald Trump, que tanto preocupa a Pérez, debe estar muy feliz por ver cómo nos arrancamos las tiras del pellejo por cuestiones que, definitivamente, deberíamos resolver con un diálogo comprometido. No uno en que una parte decide que la otra es “poco ética” por decir la verdad -aunque se esté equivocado, la verdad nunca es no ética. O donde se desoye y fustiga a un grupo de cineastas prestigiosos que piden entablar un diálogo para crear una Ley de Cine. O donde la contraparte vocifera, manotea, amenaza, trata de enviar al patíbulo a un intelectual que reúne más méritos que todos los comisarios de La Jiribilla juntos. En esas condiciones, es lícito pensar que una parte no crea útil entablar diálogo alguno.

(Publicado en la red, abril 2018)

Friday, July 20, 2018

Antonio José Ponte sobre los libros de José Martí

Una década después de mi visita, fallecido ya Gastón Baquero, me tocó repetir sus expediciones por librerías madrileñas de viejo. Me tocó tropezar con unos libros publicados en Cuba. Podía distinguirlos a simple ojeada entre montones de otros títulos, los veía antes de verlos. Eran, no otra vida posible como debieron serlo para Gastón Baquero, sino mi pasado. Porque lejos de aquí, océano por medio, en otras librerías, esos libros y yo nos habíamos visto las caras. Tal como soy capaz de detectar en medio de una multitud a quien lleve el rostro del comandante Guevara en su ropa, podía descubrir por el lomo a cualquier librito cubano que intentara escurrirse de incógnito.
   Lograba verlos, al lomo y a la camiseta guevarista, con el octavo o noveno sentido, aquel que sirve para detectar erratas. A diferencia de Baquero, yo no alcanzaba a mostrar compasión. Ni siquiera iba a compensarme abrirlos y mirar dentro y ver toda la porquería que sus páginas contuvieran. La superioridad que podría sacarse de un asomo de lectura así no valía la pena. De modo que los evitaba y todavía, al encontrármelos, sigo evitándolos. Igual que evito a cualquiera que lleve el rostro de Guevara, por joven e ignorante e ingenuo que pretenda ser.
   No es que no compre esos libros, es que ni los hojeo. Con una sola excepción: la de José Martí.
   Los de Martí son, evidentemente, los libros de una secta. Ninguno de ellos prescinde de un estudio preliminar y de notas, han sido organizados por una filología política. Conozco bien la secta que los ha ordenado y no termino de aceptar el hecho de que la más inesperada frase necesite de explicaciones tan groseras, empeñadas en abotargarla, en despojarla de cualquier felicidad que no sea utilitaria.
   Son libros de una secta criminal, hechos para justificar crímenes de Estado. Se imprimieron para justificar la complicidad de José Martí con Fidel Castro, para propiciarle una coartada a este último. Constituyen los pasos previos a ese arreglo funerario en el cual la tumba monolito de Fidel Castro se encuentra lo más cerca posible del mausoleo donde reposa Martí.
   Me tropiezo con alguno de ellos, los intuyo antes de haberlos visto, los agarro, los abro al azar y me asomo a lo irrespirable. A un lugar de crimen cerrado durante mucho tiempo y corrompiéndose. Y, aún cuando son hallazgos que deberían resolverse en una risotada, no consigo nunca soltarla.
   Hay ocasiones en que me sobrepongo por puro pragmatismo. ¿De qué otro modo podría conseguir aquí, agrupado en un volumen manejable, todo lo que José Martí escribió sobre el Caribe? Paso entonces por encima del aparato crítico que ciñe sus textos, acepto del mejor modo posible la estupidez y la mediocridad, y me dispongo a escuchar cuantas mentiras quieran contarme a cambio. Me lo llevo a casa sabiendo que será un huésped tóxico. No servirá para la relectura, y únicamente conseguirá salvarse gracias a alguna que otra consulta, bueno únicamente para lecturas de punción.
   Son otras, por tanto, las ediciones en las que alcanzo a leerlo. Me fío para ello de editores extranjeros, no cubanos. De editores no pertenecientes a la secta. Sus compilaciones cargan prólogos también, pues un autor así se diría necesitado siempre de avisos previos, de alguien que garantice que lo que va a leerse a continuación es literatura. La ventaja es que esos prólogos no establecen complicidades políticas, no les forjan misión actual a sus escritos. No va a salir de allí ninguna república pendiente, no cabría imaginar un gobierno capaz de basarse en tales antiguallas. En caso de que esos escritos tengan consecuencias, habría que buscarlas en el ánimo del lector.
   Sólo así consigo leerlo todavía. Su ensayo sobre Emerson, por citar un ejemplo, alcanza a convertírseme en incomprensible. No acabo de entender a dónde procura ir, ni qué puedan querer decir esas frases que no terminan de suceder una a la otra, que no acaban de cerrarse ni de abrirse, abriéndose y cerrándose todas al unísono. Es a ese punto de no comprensión al que debe aspirarse en la relectura, según creo, y llegar a él, más en el caso de un escritor tan vapuleado como José Martí, está entre los estados de lectura más insostenibles que puedan alcanzarse.

(Martí: los libros de una secta criminal. Diario de Cuba, abril 2018)

Wednesday, July 18, 2018

Néstor Díaz de Villegas vs. Leonardo Padura (2)

Leonardo Padura no es una creación del castrismo a la manera en que lo son los cantautores y las ciberclarias; pero si no existiera un Padura, alguna dependencia del CIGB tendría que inventarlo. Así Padura contribuye a la nueva economía castrista ahorrándole al Partido unos cuantos experimentos genéticos. Justamente, lo más inexplicable del autor de Herejes es haber aparecido por generación espontánea.
   Padura es la mutación final del hombre sesentista, producto evolucionario del pelú de la época de las recogidas. Debería existir un pulóver que ilustre la transición, desde el hippie del Capri a este personajillo de barbija canosa y chaquetica deportiva.
   Aún otra secuencia podría representar a un barbudo de la Sierra que recorra las diversas etapas revolucionarias hasta llegar al enanito barbado que conversa en Madrid con Pablo Iglesias. Sin dudas, allí Padura se parece al enano Bonachón, aunque igualmente podría ser Gruñón, Mocoso o Tímido. En realidad, Leonardo Padura encarna a los siete enanos del cuento en superposición cuántica, y el castrismo, que es su Blancanieves, lo saca a pasear en cualquiera de los múltiples avatares, según venga al caso.
   Detengámonos un momento en la bonachona barbija paduriana, una barba cubana que ha perdido ya todo heroísmo, todo lirismo, cualquier idealismo. Veremos, de entrada, que la barba padúrica carece incluso de virilidad. Compáresela con la de Huber Matos a bordo del tanque de guerra mágico que trajo la noche, o con la de Gutiérrez Menoyo, en la foto tipo carnet que lo inmortaliza en el episodio del gallego comevacas, o incluso con la de Ernesto Guevara, tan romántica y gauchesca, y tan pletórica de posibilidades.
   La barba de Padura no esconde una barbilla femenina, como es el caso de la de Fidel Castro, no retiene la función dramática de ocultamiento, sino que responde, únicamente, a un vacío maxilar: esa barba es un hisopo para limpiar inodoros de los que venden los chinos en sus Tiendas del Dólar. Es decir, un objeto vulgar, comercial, pero no el original, sino una impostura, un fake, un barbón ersatz. La barba de Padura es una barba mikimaus.
   Añádanse las manchas de nicotina de un millón de Populares, el sarro de mil medias mentiras que caen y resbalan como caldo de sopa por el mentón tupido. Si antes teníamos la perilla lacia de Pablo Armando Fernández, o el barbín español, tipo candado, de Fernández Retamar, o la pilosa cascada de un protopaduriano Eliseo Diego, cabe preguntarse entonces, ¿de dónde ha salido el nuevo tipo de intelectual barbudo? O mejor aún, ¿cuáles son los orígenes éticos y estéticos del nuevo modelo de barba intelectual?
   Y tendríamos que respondernos que de las barracas de las Escuelas al Campo, de los sórdidos retretes del Servicio Militar Obligatorio, de algún abismal atajo de la promiscuidad social, de la sostenida depravación de la hygeia cubana, del colapso de las más elementales normas de aseo, de la tendencia recesiva que sufrió, en las últimas seis décadas, el glorioso amulatamiento prerrevolucionario. La literatura de Leonardo Padura es una rata peluda que salta de las cloacas políticas, el producto de estrecheces morales donde se acumulan pelos y jabonaduras. Y esa caraza extraña, irresuelta, incómoda, baconiana, es la facha cubana del último hombre. Después de esta jeta tenía que venir la cara de tolete de Eliancito o la del policía pinguero que dispara su pistolita en plena vía pública. Pero la cara de Padura todavía retiene la semblanza de cultura, de nuestra cultura.
   Dejémonos de hipocresía: la jeta de Padura produce desagrado, produce rechazo. Ni aún apuntada por las cámaras de la televisión española o por las Hasselblad de fotógrafos estrella, su catadura resulta fotogénica, y esto, porque la cara de Padura es el reflejo del alma de la dictadura. Si las agencias de prensa pretenden pasarlo por el último modelo de intelectual revolucionario, enseguida la cámara lo revela como el revolucionario sin cualidades, uno que ni cree ni deja creer.
   He ahí un problema metafísico digno de nuestra máxima atención. Porque la fascinación que provoca Padura se debe, a fin de cuentas, a la ausencia de cualidades: lo que seduce al público lector, y al espectador entretenido, es el vacío. Lo que resulta fascinante en su conversación con Pablo Iglesias, es que el vacío pudiera ser transmutado en espectáculo.
   La Revolución, esa creadora, empaquetadora y difundidora de maravillas, es capaz de poner a bailar a una escoba, a cargar agua a un balde, y hacer que un hisopo limpie, motu proprio, sus excusados. Que la Revolución pueda hacer de Padura una estrella mediática lo dice todo acerca de sus extraordinarios poderes mágicos.
   Padura como paradigma, he ahí un milagro. Mientras que la oposición requiere de una cierta coherencia política y estética, la Revolución puede coger un mojón y convertirlo en su homúnculo, como ocurrió antes con Kcho, Barnet y los Cinco.
   Shigetaka Kurita creó un emoyi con una pila de excremento y lo hizo estrella de los medios sociales. Padura es hoy el emoyi del mojón castrista: produce asco, pero no deja de encantarnos. Lo consumimos y lo colocamos, como un signo más, como una ironía más, en nuestros ensayos y tesis de grado.
   Cuando Pablo Iglesias dice “¡Eso sí que es ser disidente!”, en relación al cambio de lealtades deportivas del entrevistado, está haciendo uso del mismo procedimiento metonímico. Irónicamente, la “disidencia”, con sus palizas y sus actos de repudio, pasa a ser parte de la lengua franca de la política sucia europea, pero convertida en emoyi. Donde diga “disidente”, ahora podrá leerse “Industriales”, o “Barça”, o cualquier otra bobería. El doublespeak y el diversionismo ideológico se citan en el retrete: el homúnculo que nazca de esta relación incestuosa tendrá peste a mierda, cola de caballo y barba de hisopo.
   La entrevista entre el político bolivariano y el escritor procastrista nos permite mirar de cerca los intrincados mecanismos de la posverdad, analizarlos en vivo, en directo y a todo color, cortesía de los fidelísimos medios de comunicación españoles. Parecería que cuatro décadas de franquismo no fueran suficientes y que el espectador ibérico exigiera renovadas dosis de emoción autoritaria, más chistes jugosos de gallegos aferrados al trono.
   Y esa efervescencia, ese peligro, es por lo que los editores españoles viajan a La Habana. Antes de pasar por el estudio de Pablo Iglesias, las patrañas de Padura las comercializan Tusquets y un batallón de manejadores catalanes. Explicar el éxito comercial del arte de Leonardo Padura resultaría menos complicado si se tomara en cuenta el tipo de cazatalentos que viene a Cuba en busca de aventuras detectivescas. Porque ningún traficante de letras que pretenda actuar con relativa impunidad en la tierra de Mario Conde podrá soslayar unos atavismos –patria, policía y revolución– que ya son parte del sistema y que datan de la época en que Julio Iglesias era portero del Real Madrid.

(la jeta de Padura: un argumento ad hominem. Blog N.D.D.V., marzo 2018)

Monday, July 16, 2018

Antonio Rivero Taravillo vs. la “Poesía completa”, de Lezama Lima

Sin restarle valor como documento literario y filológico, como referencia ya obligada de la bibliografía del escritor cubano y como volumen excelentemente editado (atractiva cubierta, buen papel, cosido, hermosas guardas, elegante tipografía), lo diré ya en este párrafo inicial por si algún posible lector quiere pasar a otra cosa: en mi opinión, Lezama no fue un gran poeta. Sus poemas caen en una verborragia aguda en la que la opulencia, las asociaciones caprichosas de palabras (más que libres, al tuntún) y una neobarroca superficialidad por la que se patina sin vislumbrar su fondo, rara vez deparan un instante de emoción y muy contados deslumbramientos una vez apartado el oropel, que resulta ser casi todo. La almendra de Lezama está en su epidermis. Además, y esto es lo más chocante, cuando quiere usar estructuras tradicionales Lezama tiene una métrica que se desboca a menudo y rompe el isosilabismo más del lado de la desmaña que de la innovación, lo que no parece recomendable en los moldes cerrados, no tanto por el cómputo sino por la víctima de ello: el ritmo. Dice mucho, en definitiva, para no decir nada, y esto, además, de la forma que, por desgracia, no es la mejor. Su poesía es la de un hombre de letras en la que el cultivo, por más que maneje muchas simientes adquiridas en los almacenes de Góngora y de Mallarmé, resulta casi siempre estéril.
   La mayoría de los poemas escritos por Lezama, con la salvedad de sonetos y décimas, que suele integrar en series, son extensos, como sus libros, que –menos el primerizo Muerte de Narciso (1937)– exceden con creces lo que suele ser habitual en el género. Las más de 1.000 páginas del volumen incluyen solo seis títulos publicados en vida o, ya póstumamente, muy poco después de la muerte de Lezama: además del ya mencionado, son Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1945), La fijeza (1949), Dador (1960) y Fragmentos a su imán (1977). Se añaden Sobre el crepúsculo y monstruos del agua e Inicio y escape más varios puñados de poemas no recogidos en libro. La torrencialidad priva a los poemas de esa característica propia de la poesía lírica: la densidad, la esencialidad, la concentración; no habiendo poda, todo se va por las ramas, en las que claro que cantan pájaros, pero el lector –que no es Sigurd en la mitología nórdica– no consigue descifrar su lenguaje. Es cierto que con el tiempo, y con la llegada del castrismo al poder, con el que lo pasó mal el autor, algo de ese regusto barroco cede y se purga, ganando la obra algo en comunicación, pero en general se trata de una poesía hueca, de una facundia tan innecesaria como cargante bajo la espesa capa de purpurina que por otra parte atiende a una sublimación de una sexualidad no aceptada, lo que añade más velos y circunloquios mareantes. Podría aducir numerosísimos ejemplos. En la pág. 362, abierta al azar, este: “El germen desde la cresta del alba, entre las aturdidas / risitas del instante y la discutidora, escarchada francachela / del ancestro, comienza como los pájaros de largas patas, semejantes al bambú que recibe los gritos de los flamencos / y crece monocorde peinado por la brisa de Deucalión.”
   Se libran de esa indigestión palabrera algunas composiciones más íntimas como “La madre” o “Mi esposa María Luisa”. De los poemas dedicados a Juan Ramón Jiménez, Octavio Paz o María Zambrano apenas se salvan, sin embargo, los nombres de estos. En poesía, la imaginación no basta, como no bastan los sentimientos ni la exhibición léxica o, en otros casos, una orientación filosófica o un credo. Que Lezama sea el muy importante autor de la novela Paradiso, que escribiera importantes ensayos y le gustara la poesía y estuviera dotado (y dorado) para ella no basta a redimir este volumen que, desde luego, merece un plausible lugar en las bibliotecas públicas y universitarias, no tanto así en las de los buenos lectores de poesía, a los que quizá no encandile este traje nuevo del Emperador caribeño.

(Purpurina completa. Estado Crítico, febrero 2017)

Friday, July 13, 2018

Ernesto Hernández Busto vs. Juan Manuel Tabío

Sólo un crítico o ensayista flojo (y perdone el airado repetidor que insista en mi juicio de valor) es capaz de sostener sin sonrojo que la Austria de la que habla Bernhard es una especie de pretexto estilístico para su humorismo nihilista, o que la Francia de la que opina Bloy es otro más entre sus “rasgos de estilo”. Ese concepto de “estilo” es inane. Y esa idea de la literatura es poco menos que ridícula. Hay un mundo allá afuera, me temo, aunque los devotos del estilo no quieran verlo. En su ficción Bernhard habla de su porción de mundo, y en sus “libelos” Bloy disecciona el suyo. Sobre LGV habría mucho que hablar, pero no creo que tenga sentido polemizar con gente que opina que cualquier asomo prescriptivo, propio de toda crítica, remite de inmediato a “Verde Olivo”.
(…)
Pero ya Tabío no necesita “traductor” ni “embajadores”: él mismo ha ripostado en Rialta diciendo que no hemos leído a Blanchot y excluyendo la ideología de una limitada noción de estilo. Caricatura tras caricatura, cuesta polemizar: nadie, tampoco Duanel, ha querido “subordinar el sentido de la obra, o su condición de legibilidad, a la naturaleza ideológica de un régimen político”, como asegura Tabío. Pero es obvio que los juicios sobre la tradición y la sociedad cubana que Lorenzo escribió en Los años de Orígenes y en El arte de perder no son puros ejercicios de estilo y es perfectamente posible (incluso necesario, diría yo, atendiendo a cierta lógica de nuestro “campo literario”) entenderlos más allá de la acrítica aceptación y reverencia que nuestro “estilólogo blanchotiano” parece recomendar.
   El nihilismo de Lorenzo, su torturada búsqueda de una salida que le permitiera desviarse del origenismo, y hasta ciertas anécdotas vitales lo llevaron a interesantes excesos: su distancia con Baquero o con Lydia Cabrera (en su reveladora entrevista para Exilio) revelan que, en cierto momento, Lorenzo suscribió visiones más propias de la “crítica revolucionaria” que de un representante de la República de las Letras. No es algo exclusivo de LGV: lo hizo Casey también en un ensayo sobre el XIX y Piñera, varias veces. Esos gestos críticos, y esa distancia con la República, fueron muy interesantes, y yo diría que incluso necesarios para compensar ciertos excesos. Pero implicaron también una visión un tanto limitada que sería bueno analizar en profundidad, porque tiene, por cierto, mucha relación con las soluciones literarias (ah, de pronto salta la liebre del estilo) que Lorenzo fue encontrando.
  La idea de una ficción no narrativa (descubrimiento de Raymond Roussel al cual, por cierto, no eran ajenos los origenistas) no es algo de lo que haya que excluir a la fuerza referencias sociales o “ideológicas”, si bien es obvio que el hecho literario va siempre más allá de ellas. El problema de Tabío es que está todavía en esa fase del joven crítico donde se cree que un autor o referencia crítica tiene la Verdad en la mano, y entonces adopta la ridícula pose de arrojar esos nombres como si fueran guantes a sus lectores y posibles objetores. Una soberbia un tanto provinciana que, esperemos se le pase pronto para que siga leyendo con provecho a Lorenzo, Blanchot y tantos otros.

(Comentarios publicados en la red, noviembre y diciembre 2017)

Wednesday, July 11, 2018

Lorenzo García Vega vs. José Antonio Ramos ensayista

Es que había en nuestro ensayista una extraña imposibilidad para agarrar la circunstancia. A veces, trata de describirla, otras busca valores que la trasciendan. En cuanto a referir la circunstancia, es indudable que su romántica queja le surja de la experiencia: “la exigencia en que regularmente nos hallamos los cubanos jóvenes de la clase media, venidos al mundo cuando nuestros padres se arruinaban por hacer patria, y que se traduce en la lucha por el miserable destino de sesenta pesos mensuales, con la obligación de trabajar en la oficina desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde”. En este texto vemos, pues, lo tenso y enquistado de un vivir adolescente, cuyas lecturas eran “un fárrago desconcertante de traducciones de la casa Sempere”, llevando en su voluntad por transformar el medio, la rigidez con que éste lo ha marcado.
   Y en cuanto a su afán por buscar valores que trascendieran su circunstancia, se puede considerar otro texto de Ramos: “A España, a la América Latina no nos unen más que nuestro idioma y nuestros vicios. Tal vez sea esto último, en cambio, lo único que nos separa de los Estados Unidos”. Una convicción que explica sus equívocos, sus errores. Combate la influencia yanqui, pero situándose en idéntico nivel. Así como en Tembladera ofrece como héroe a Artigas, es decir, a un personaje que viene a ser la traducción del hombre de negocios norteamericano.
   Pero ¿qué misión se propuso Ramos con sus ensayos? Llevar la literatura al sermón, para convertir al hombre de letras en sacerdote de una nueva religión llena de fantasmagorías como: Progreso en sentido positivista, culto a la Idea, etc., es decir, con fetiches que al final sólo vienen a ser un reverso de la sórdida circunstancia que se pretendía trascender.

(José Antonio Ramos en el ensayo. Revista Exilio, 1971. Visto en incubadora.org)

Monday, July 9, 2018

Francis Sánchez vs. Fernando León Jacomino (2)

En definitiva, si la alharaca de principios del 2007 se desataba aparentemente porque Pavón aparecía en un programa televisivo enseñando sus reconocimientos oficiales, algo que molestó a los intelectuales a costa de los que él se había ganado aquellas medallitas, la «Crisis» terminó para mí no con la polémica en que me vi envuelto cuando Fernando León Jacomino —vicepresidente del Instituto Cubano del Libro— salió a tratar de descalificarme al estilo de los actos de repudio oficiales, con una mezcla de infantilismo, grosería y abuso de poder: desde su oficina en el Castillo, sacaba las cuentas de los derechos de autor que yo había cobrado por mis libros. Su ataque, por cierto, era la única intervención de un funcionario dentro de aquella avalancha de correos. El final ejemplar —para mí, como yo lo veo—, la fresa con que el gobierno quiso coronar la «Crisis» de ese año, estuvo aún más por todo lo alto, y significó una prepotente vuelta al principio —recuérdese que lo que originó la alarma de un grupo de escritores y provocó una estampida de correos fue un homenaje público a Pavón—. Una noticia aparecida en el periódico Granma a finales del 2007, avisaba que Fernando León Jacomino había recibido una Medalla por la Cultura Cubana, mientras malamente se hilvanaban los supuestos méritos literarios del vicepresidente del Instituto Cubano del Libro.
   Claro, entonces ningún «valiente intelectual orgánico» alzó la voz para protestar por este otro simulacro de «reconocimiento cultural», ninguno de los que se habían alarmado tanto ante el fantasma quintaesenciado pero alicaído de Pavón. Sin duda, este homenaje público era diferente: ocurría en tiempo real, se condecoraba a un funcionario vivito y coleando, instalado en el poder, que con su mano negra aún en activo había acabado de hacerle el trabajo sucio al aparato oficial en la «Crisis de los mails». Toda la élite que había cacareado, ahora hizo mutis. Sin duda el instinto de conservación es algo muy serio.

(El castigo que no cesa. Revista Árbol invertido, octubre 2015)

Friday, July 6, 2018

Gilberto Padilla Cárdenas vs. Ambrosio Fornet

En algún punto de ese rancio artículo [El dolorido sentir: Apuntes para una conversación con mis nietos] de Ambrosio Fornet existe una serie de palabras perfectas, serenas y lógicas que yo debo leer para entender por qué mierda alguien lo deja en mi buzón, todos los días durante una semana, a casi cuatro años de su publicación. Suficiente para enloquecer a cualquiera.
   “El dolorido sentir…” es, fundamentalmente, un artículo-denuncia sobre “la hegemonía de los discursos que hoy coexisten (…) en el campo de la crítica literaria y artística cubana”. Es uno de esos artículos preventivos, de esas supuestas bofetadas mentales que cada tanto suenan en este país y que terminan replicadas por todas partes. Los artículos moralizantes son la metadona de los medios cubanos. Un ensayo donde el Premio Nacional de Literatura —un pez viejo y sabio— arremete contra los jóvenes críticos cubanos como una barracuda contra una cucharita de plata.
   “Entre los jóvenes de menos de cuarenta años —sobre todo en los espacios académicos—”, explica Fornet, “parece prevalecer el discurso de la postmodernidad, que opera, como sabemos, sobre una plataforma desterritorializada, por lo que el diálogo con sus voceros se hace sumamente difícil para críticos como yo, acostumbrados a moverse por el territorio nacional, es decir, con los pies en nuestra tierra”.
   Algo extraño y a la postre atractivo de este artículo —aparte de la condición terrícola del autor— es que, al parecer, ha sido redactado desde un profundo desconocimiento de ese mundo académico menor de cuarenta años que critica.
   ¿De dónde saca Ambrosio Fornet que los jóvenes críticos cubanos somos dandis posmodernistas?
   Creo, sinceramente, que Ambrosio Fornet se ha equivocado de generación. Creo que cuando escribe: menores de “cuarenta años —sobre todo en los espacios académicos”, y, para colmo, posesos del posmodernismo, en realidad quería decir Rufo Caballero hace diecisiete años (Sedición en la pasarela. Cómo narra el cine postmoderno, 2001); en realidad hablaba de Roberto Zurbano hace casi un cuarto de siglo (Los estados nacientes. Literatura cubana y postmodernidad, 1996), de Iván de la Nuez hace más de treinta años (“El espejo cubano de la postmodernidad: Más acá del bien y el mal”, 1989), de Emilio Ichikawa hace dos decenios (“La postmodernidad: buscando coordenadas”, 1998), etc.
   Porque, sí, hace más de una década los críticos cubanos se ocuparon del posmodernismo. Era como una rebaja de dos por el precio de uno, algo absolutamente irresistible. Pero alguien tiene que decirle a Fornet que el posmodernismo hoy es para los críticos de mi generación algo tan insignificante como el pedo de un colibrí. Sin efectos especiales. Sin velatorio. The baby is gone.
   Y mientras escribo esto recuerdo una conferencia de Edward Said sobre el racismo latente en los libros de Jane Austen. Él afirmaba que Austen era una escritora rotundamente racista. Pero si no aparece ni un solo negro en todos sus libros, replicó alguien del auditorio. Precisamente por eso, respondió Said. La omisión es la peor forma de racismo. Listo, por ese caminito, Shakespeare es homofóbico y los críticos cubanos somos posmodernistas para Ambrosio Fornet.
   ¿Qué dice Fornet? ¿Qué le preocupa que para sus nietos “lo de la dignidad plena del hombre” no sea más que “el delirio ilustrado de los utopistas de otros tiempos”? En serio, ¿quién le escribe los diálogos?
   Sorprenden algunas otras cosas de su escrito. Sorprende el tono —de Esopo beligerante— que Fornet utiliza para hablar con sus nietos.
   Sorprende su extrema reticencia hacia los términos de la teoría contemporánea —hace pucheros frente al concepto de “capital simbólico” de Pierre Bourdieu; no se traga el arte neomedial—, pero eso no le impidió crear aquel horrible concepto de “cinelitura”. Se cuenta que la primera vez que Fornet usó el término en la EICTV los estudiantes lo miraron como si acabaran de verlo comerse un gato vivo.
   Sorprende además el imperativo de taller literario para narrar la nación. Al parecer, el discurso crítico nacional y el programa Palmas y cañas tienen más cosas en común de las aconsejables.
   Ambrosio Fornet, que tuvo tanto juicio en su momento para ocuparse de nuestra literatura de campaña; cuyas investigaciones sobre el libro en Cuba no han podido ser superadas; cuyas pesquisas sobre la literatura cubana de la diáspora abrieron caminos a dentelladas, ahora está tan desacertado como un meteorólogo nacional.
   Tal vez Fornet debería leerse a sí mismo cuando tenía solo 32 años y le contestaba a José Antonio Portuondo: “creo, como Eliot, que cada generación necesita sus propios críticos, sus propios traductores, su propio público; para interpretar ciertos fenómenos —como para hacer el amor o pilotear un Mig— tener más de cincuenta años es un serio inconveniente”.
   Pero no se entusiasmen demasiado, vean como sigue: “lamento que esta generación no pueda contar con los viejos críticos, aunque solo sea para polemizar en firme con ellos. Porque con críticos extranjeros como [Seymour] Menton no vale la pena […] ¡Y si además de ser malos críticos son gusanos!…”.

(Para una conversación con mis abuelos. Hypermedia Magazine, febrero 2018)

Monday, July 2, 2018

Atilio Jorge Caballero sobre la polémica en torno a su libro censurado (entre Ponte y Garrandés)

No tengo un espíritu conciliador. No intento nada parecido ahora. Tampoco soy (ya) amigo íntimo de ninguno (aunque sí llegué a serlo de Antonio José cuando estábamos más cerca) ni tengo vocación arbitral. Pero creo que, además de ellos dos, claro, soy tal vez la otra persona que mejor conoce las interioridades de este caso, su intríngulis, lo que me permite dialogar en este asunto con cierta propiedad. De ahí mi desazón: ambos tienen razón. Son tan contundentes la mayor parte de los argumentos en ambos casos, que al final las magulladuras solo servirán como refocilo de oscuros talibancitos locales agazapados en covacha institucional (con aire acondicionado e internet estatal), siguiendo a full la peripecia con malsana delectación. Y eso sí es triste.
   Mal acaba lo que mal empieza, también podríamos decir. Ponte empieza mal, Garrandés empieza mal, y ya después parece imposible desfacer el entuerto de descalificaciones estériles. Empieza mal Ponte, al parecer apresurada su exigencia a Garrandés, cuando lo conmina(con razón) a develar el meollo del asunto, sin saber que ello vendría en el próximo capítulo. Pero Garrandés comienza peor, apelando a la descalificación personal y creadora de Ponte, contaminado al parecer por ese vicio mezquino y nacional de recurrir a la ofensa personal cuando se agotan o no existen los argumentos, vicio extendido desde cierto discurso oficial hasta una bronca de dominó.
   Garrandés, ahora, detalla los acontecimientos, perfila su orden sucesivo, una pormenorización y una veracidad que agradezco: no obstante a las razones que Ponte pueda alegar, Garrandés es, hasta donde alcanza mi conocimiento, una persona cabal.  Y como tal se comportó en este asunto, doy fe de ello. Tal vez sea por esto –entre otras cosas– que, no obstante saber todos que no fue él quien tomó la decisión, se abstenga de mencionar nombres. Y sí hay un nombre, un máximo responsable entonces, (que Ponte se encarga de recordar): Omar González. Es él el autor de la frase “Yo no voy a hacer tu trabajo”, cuando era realmente ese su trabajo al frente del Instituto del Libro: dirigir-censurar. No debemos olvidar que este señor llegó a la presidencia del ICL directamente de otra presidencia: la del Consejo Nacional de las Artes Plásticas, llevado allí en pleno auge del movimiento pictórico-contestatario de mediados de los noventa (Proyecto Castillo de la Fuerza, Arte Calle, Volumen I, Espacio Aglutinador…), y cuya labor al frente de esa institución será siempre recordada por haber sido capaz de cerrar todas las galerías de arte de La Habana, y propiciar la estampida, el éxodo de pintores hacia cualquier parte del mundo. Pero otra turbulencia comenzaba a formarse en el panorama literario nacional, había que poner coto a ello, y quien mejor… Una vez calmados los ánimos en este frente, otra turbulencia parecía comenzar a formarse en el ICAIC. ¿Y a quién mandaron a repartir cocotazos entre los realizadores? No es tan difícil de adivinar.Con un estilo y unas maneras no más sofisticadas pero sí distintas –más discreto, o mejor, más taimado, levemente cínico…- que las de su antecesor Pavón, este Torquemada de nuevo cuño cumplió a cabalidad cada tarea asignada. Hoy preside el CDR de su cuadra.
   Esta digresión presidencialista, necesaria a mi modo de ver, viene al caso por dos razones, dos episodios que considero esenciales. El primero, que no sé por qué Garrandés se abstiene de recordar: nunca he sabido si, bien para atenuar la “responsabilidad pública” de Garrandés, bien para apuntalar, numérica y conceptualmente, la decisión de censurar mi novela y salpicar de ominosa responsabilidad a algunas personas más –un quórum es más convincente que un par de cabezas–, a instancias de este mismo presidente se creó una “comisión” para leer “Naturaleza muerta…” y dar un veredicto. Tampoco he podido saber nunca, a ciencia cierta –solo tengo rumores, y yo odio los rumores– cual fue la plantilla completa de este oscuroteam. El veredicto, como es de suponer, fue negativo. Es decir, Garrandés podría tener una posición contraria al afán de censura de la dirección de la Editorial y de la presidencia del Instituto, pero ahora seríasu posición contra la decisión y la disposición de un grupo de –supongo– escritores de –supongo– probado prestigio intelectual y entereza política. Con este aval en mano es que, por primera vez, alguien me cita para una reunión en la redacción de narrativa del Segundo Cabo. Por supuesto que enseguida supe que el tema de esa reunión sería “Naturaleza muerta…”, aunque no lograba imaginarme los pormenores.
   Fue Garrandés quien me avisó el día antes: “Te van a pedir que cambies varias cosas en la novela, incluso que cambies o elimines fragmentos completos… En fin, ya tu sabes…” Hizo una pausa, y concluyó: “Yo te recomiendo que no cambies ni una sola coma. Ahí no hay nada que cambiar, al menos en el sentido que ellos quieren que cambies… O sale como está, o no sale. Yo no voy a estar”, y colgó. Luego de eso no nos volvimos a ver por un buen tiempo. Cuando nos encontramos nuevamente, ya él había renunciado a su cargo en la Redacción.
   ¿Y a quién me encuentro al otro día, como alegre y único paladín de aquél sombrío comité de examinadores literarios, úkase en mano? A Basilia Papastamatiu. ¿Qué Garrandés se comportó como un comisario político? No, querido Antonio José, la verdadera comisaria la tuve yo enfrente en ese momento. Con unas energías y una convicción dignas de muy mejores causas. Que se empeñaba, y solo cito un instante de este encuentro, corto por cierto, en que, por ejemplo, en la escena donde el protagonista sorprende a uno de sus superiores robándose una caja de latas de carne rusa, yo eliminara la palabra rusa, o cambiara la frase por “carne en conserva”, “carne prensada”, etc… “Mirá nene, el problema no es que el oficial se robe la caja de latas de carne, ¡el problema es que es carne rusa!, entendés?” ¿Cómo explicarle a Basilia, greco-argentina ella, que en el ejército cubano la carne rusa era carne rusa, y no “carne de lata”, “carne en conserva”, etc? Como de esos atolladeros es imposible salir con argumentos o conceptos puramente literarios, ahí quedó todo.
   ¿Y cómo es que después de todo este rollo, “Naturaleza muerta con abejas” se publica finalmente en Letras Cubanas? Es una buena pregunta, de rápida respuesta (y este es el segundo episodio esencial de que hablaba hace un instante). Dos años después, y gracias sobre todo a la entereza de Beatriz Maggi, presidenta del jurado, gano el Premio de Novela de la UNEAC con “La última playa”. Fui a ver a Francisco López Sacha, entonces presidente de la sección de Escritores (a la que ya pertenecía, y aún pertenezco), y le dije que en la pequeña nota biográfica del libro premiado debía aparecer, entre mis obras, “Naturaleza muerta…”, en su condición de novela en edición pero censurada. De no ser así, yo no autorizaba la publicación del libro premiado. Con su conocido histrionismo Sacha pegó un par de gritos y tres puñetazos en su buró, y prometió solucionar aquél “desatino” (cito). No sé cómo hizo, pero sí me consta que tuvo un par de encuentros con “el presidente del ICL”, en la oficina de este último en el Segundo Cabo, al parecer bastante movidos, según me contó luego alguien que allí trabajaba. “Los gritos de los dos se oían en el piso de abajo…”
   Creo que el “error trágico” de Garrandés, en ese corto sparring que entonces sostuvieron Ponte y él, estuvo en no haber respondido la carta que éste dejó sobre su mesa de trabajo. Ponte se lo reprocha con razón, al inicio de su primer comentario en este agrio intercambio. Conociendo a Ponte como conocía al que entonces era, estoy seguro de que ese simple gesto (responder esa carta) hubiese sido suficiente, en aquél momento, para zanjar, al menos momentáneamente, las mutuas diferencias (y esta diatriba, ahora, tendría seguramente otro tono, otra “magnitud”). Era una carta personal, no pública, y aunque nunca he conocido el contenido de la misma, estoy casi convencido de que, en el fondo, y aunque estuviese dirigida al Garrandés funcionario, no era más que la interpelación de un escritor a otro, una exhortación ética y visceral, el clamor encendido y desesperado de alguien en medio del silencio, el temor y la indiferencia más absolutos. La verdadera falta de Garrandés, en este intercambio reciente, radica precisamente en su negativa a reconocer este hecho incuestionable:   Antonio José Ponte fue LA UNICA PERSONA que se atrevió a decir en voz alta lo que casi todos sabían, rechazaban, pero callaban. Me parece absolutamente falsa y mezquina cualquier interpretación de este hecho que pretenda aludir a un supuesto afán de protagonismo de su parte. Como ya he dicho, es realmente lamentable que desde el mismo inicio de su réplica,Garrandés deseche cualquier posibilidad de sostener un intercambio, una disputa o una simple controversia sobre la base de argumentos sólidos, convincentes, profundos, y se limite, desde tan temprano, a despachar la cuestión apelando a la blasfemia(“… por aquel tiempo Ponte intentaba engañar a todo el mundo procurando crearse un expediente de escritor aristocrático y perseguido (de hecho, creo que intentaba conseguir una especie de beca en alguna de las llamadas ciudades-refugio), y aprovechó la oportunidad y me atacó. Atacó al supuesto censor. ¿Por qué no se metió con los censores auténticos? Porque necesitaba crear un debate que le diera masa y relleno a lo que por entonces (ni ahora, por cierto) no tenía ni masa ni relleno: su obra”). Si algo no necesitaba Ponte entonces era “crearse un expediente” de nada, a costa de nadie: sus opiniones políticas, públicas y conocidas, y la calidad de su obra, más conocida aún, eran un “aval” más que suficiente.
   Lo que me gustaría saber es hasta qué punto habrá podido Garrandés “superar” algunas de las mendacidades de las cuales le acusa Ponte. Por ejemplo, y termino con una pregunta: ¿cómo se puede tener columna fija (“abrir tenderete”, qué buen símil), al mismo tiempo, en La Jiribilla y en Hypermedia Magazine? ¿Cómo se “concilia” esto?

(Comentario publicado en la red, agosto 2017)