En sus
memorias, Garrandés menciona 1998 como el año en que renunció a su jefatura en
la editorial Letras Cubanas. Ecured y Wikipedia declaran
todavía más lentas sus reacciones, y fijan la fecha de su salida un año
después, en 1999. En cualquier caso, tuvieron que pasar meses, uno o dos años,
para que él se decidiera a actúar. “Los días pasaron y mi compromiso contra la
censura se acentuó”, escribe épicamente.
No fue expulsado. Su renuncia, cuando al
final la decidió, fue discreta y sin reclamaciones. De haberse atrevido a
tratar el tema en carta de despedida a sus superiores, ya estaría preciándose
de ello. No hubo ningún gesto suyo ejemplarizante. Se marchó de allí, no con la
indignación de intelectual que ahora imposta, sino como cualquier empleado en
busca de mejores condiciones. Él ha prometido ya contar su reencarnación como
bibliotecario en el Centro Cultural de España de La Habana…
Poco después de abandonar Letras Cubanas,
llegó a establecerse como columnista fijo de La Jiribilla. No
colaborador esporádico, sino columnista fijo. ¿Qué lección valedera pudo sacar
de sus años de editor salpicado por la censura —en la versión de los hechos que
más lo favorece—, cuando luego abre tenderete en una publicación que tilda de
mercenarios y otras lindezas a escritores y artistas, apela a detalles de la
vida privada como hizo contra Raúl Rivero o publica un retrato de Rafael Rojas
con los ojos inyectados en sangre y, por sobre todo, niega a los que calumnia y
difama el derecho a réplica?
Su paso por el Instituto de Literatura y
Lingüística no le valió a Alberto Garrandés para entender qué ambiente iba a
encontrarse dentro del Instituto Cubano del Libro. Lo sucedido en el Instituto
Cubano del Libro no consiguió disuadirlo de gozar de una columna fija en La
Jiribilla, y ninguna de estas peripecias le
impedirían aceptar —en 2005, según Ecured— la Distinción por la
Cultura Nacional, otorgada por el ministerio que antes lo introdujera en la
prohibición de literatura.
Es difícil suponer que lo hubieran premiado,
tan solo ocho años después, en caso de protestar contra sus superiores del
Palacio del Segundo Cabo. Si acaso las autoridades lo distinguían, era por la
docilidad mostrada.
Hay un momento
de una entrevista de 2008 de Iroel Sánchez, entonces presidente del Instituto
Cubano del Libro, en el cual Garrandés es mencionado a propósito de la censura.
Edmundo García, antiguo presentador del programa televisivo “De la Gran Escena”
y más tarde anticastrista y luego castrista radial en Miami, entrevista al
comisario político. Le pregunta si es cierto que Guillermo Cabrera
Infante se negó a publicar en Cuba.
“¿Es cierto que
hay una edición de antologías de cuentos [sic] donde Guillermo se niega y pone
su nombre pero al negarse se dejan las páginas en blanco?”, averigua.
A lo que el
entrevistado contesta: “Alberto Garrandés preparó esa antología”.
No menciona el
título, pero añade: “Yo no recuerdo la cantidad de páginas en blanco pero tiene
una nota que lo explica…”.
Iroel Sánchez no
parece completamente al tanto de las páginas en blanco, aunque sí de la
existencia de una nota explicatoria. Esa nota —por no hablar de las hipotéticas
páginas en blanco— demuestra la capacidad de Alberto Garrandés para desplegar en
público, para hacer explícita, la tensión entre autores e instituciones.
Mediante esa
nota dejó en claro su propósito de incluir al cuentista Cabrera Infante, que se
negaba. A partir de ahí, la editorial, el instituto y él quedaban a salvo de
cualquier acusación de censura que se les hiciera.
Lamentablemente
no tengo conmigo un ejemplar de dicha antología (supongo que se trate de Aire
de luz. Cuentos cubanos del siglo XX, publicada en 1999), porque estoy
preguntándome si la nota de Garrandés incluye alguna referencia a la
prohibición gubernamental dictada durante décadas contra Cabrera Infante.
Apuesto a que no.
En caso de
existir dentro de esa antología, las páginas en blanco mencionadas en la
entrevista van más allá de la necesaria aclaración editorial, hasta
monumentalizar la no-censura. Teatralizarían una nueva permisividad,
constituirían el escenario donde por esa vez no iba a producirse la tragedia.
Ese blanco serviría de recordatorio de la responsabilidad del escritor exiliado
en negar su obra a los lectores en Cuba.
Todo esto da la
medida de cuán capaz de rendir cuentas públicas sobre la censura puede
mostrarse Alberto Garrandés, siempre que el episodio no vaya en contra del
oficialismo. Capaz de emplazar a Cabrera Infante hasta el punto de satisfacer a
un sujeto como Iroel Sánchez, todavía dos décadas después diluye la explicación
pública que le debe a Atilio Caballero y que se debe a sí mismo, aun cuando su
vergüenza de intelectual no le alcance para entender esto último.
Véase, por el
contrario, cómo habla sobre aquella novela censurada bajo su mando: “Y fue
censurada… al menos por uno o dos años, hasta que la propia editorial la
publicó”. La censura tiene, para él, un al menos. Todo es cuestión de tiempo,
como bien debieron haber comprendido los narradores Cabrera Infante y
Caballero. En realidad, parece sugerir, la censura no es más que dilación. No
desesperar, no desesperar, que a la larga todo queda resuelto…
En las memorias
de alguien como Alberto Garrandés, los hechos pierden aristas y se afelpan. El
narcisismo es cursi, ñoño, y un treintiañero puede achicarse hasta volverse un
aprendiz. Algo semejante procuró Abel Prieto con su última novela, tal
como observé al reseñarla. Hay en la escritura de ambos igual intento de restarle
conflictividad al pasado reciente, el mismo aniñamiento para quitarse de encima
responsabilidades.
En Garrandés no
se trata únicamente de la disparidad entre lo hecho y lo rememorado, sino
también entre lo que alcanza a leer y lo que afirma haber leído. Únicamente así
puede citar a Brodski sin dejar de engordar una columna fija en La
Jiribilla, o prohibir un libro en nombre de una dictadura comunista y
pretender tomar partido por Ajmátova frente a Stalin.
A esta
trivialización de autores habría que añadir su anticuada comprensión del hecho
literario. Cita al Brodski que apela al derecho de la literatura a meterse en
los asuntos de la política y el poder pero, apenas se siente amenazado por unas
objeciones, niega a la literatura cualquier posibilidad que no sea la de las
bellas letras. Entonces se refugia en la composición de libros, contrapuesta a
todo aquello que pueda brindar una “espuria notoriedad”. Descalifica así algo
esencial de la literatura desde fines del siglo antepasado: el activismo
público. Y en esto viene a coincidir con los comisarios que en Cuba animan a
escritores y artistas a ocuparse únicamente de las bellas letras y las bellas
artes.
A mí, por el
contrario, me resulta difícil pensar que hago obra literaria solamente cuando
escribo libros. Estas líneas son también parte de una obra literaria. De
ninguna manera creo perder el tiempo en ellas, como supone el Garrandés
antigualla. Pues no se trata de cuestión de tiempo, sino de espacio. Del
espacio literario, y de un espacio literario como el cubano, en el que se
mueven, en antagonías y negociaciones y acuerdos tácitos, escritores y
comisarios políticos, y escritores que son comisarios.
Yo apuesto y he
apostado por una mayor limpidez de ese espacio, si bien comprendo que esto
tenga que resultar insoportable a un oportunista como Garrandés, necesitado de
confusión para seguir medrando.
(Garrandés,
confusión para medrar. Hypermedia Magazine. Agosto 2017)
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