No tengo un espíritu
conciliador. No intento nada parecido ahora. Tampoco soy (ya) amigo íntimo de
ninguno (aunque sí llegué a serlo de Antonio José cuando estábamos más cerca)
ni tengo vocación arbitral. Pero creo que, además de ellos dos, claro, soy tal vez
la otra persona que mejor conoce las interioridades de este caso, su
intríngulis, lo que me permite dialogar en este asunto con cierta propiedad. De
ahí mi desazón: ambos tienen razón. Son tan contundentes la mayor parte de los
argumentos en ambos casos, que al final las magulladuras solo servirán como
refocilo de oscuros talibancitos locales agazapados en covacha institucional
(con aire acondicionado e internet estatal), siguiendo a full la peripecia con
malsana delectación. Y eso sí es triste.
Mal acaba lo que mal empieza, también
podríamos decir. Ponte empieza mal, Garrandés empieza mal, y ya después parece
imposible desfacer el entuerto de descalificaciones estériles. Empieza mal
Ponte, al parecer apresurada su exigencia a Garrandés, cuando lo conmina(con
razón) a develar el meollo del asunto, sin saber que ello vendría en el próximo
capítulo. Pero Garrandés comienza peor, apelando a la descalificación personal
y creadora de Ponte, contaminado al parecer por ese vicio mezquino y nacional de
recurrir a la ofensa personal cuando se agotan o no existen los argumentos,
vicio extendido desde cierto discurso oficial hasta una bronca de dominó.
Garrandés, ahora, detalla los
acontecimientos, perfila su orden sucesivo, una pormenorización y una veracidad
que agradezco: no obstante a las razones que Ponte pueda alegar, Garrandés es,
hasta donde alcanza mi conocimiento, una persona cabal. Y como tal se comportó en este asunto, doy fe
de ello. Tal vez sea por esto –entre otras cosas– que, no obstante saber todos
que no fue él quien tomó la decisión, se abstenga de mencionar nombres. Y sí
hay un nombre, un máximo responsable entonces, (que Ponte se encarga de
recordar): Omar González. Es él el autor de la frase “Yo no voy a hacer tu
trabajo”, cuando era realmente ese su trabajo al frente del Instituto del
Libro: dirigir-censurar. No debemos olvidar que este señor llegó a la
presidencia del ICL directamente de otra presidencia: la del Consejo Nacional
de las Artes Plásticas, llevado allí en pleno auge del movimiento
pictórico-contestatario de mediados de los noventa (Proyecto Castillo de la
Fuerza, Arte Calle, Volumen I, Espacio Aglutinador…), y cuya labor al frente de
esa institución será siempre recordada por haber sido capaz de cerrar todas las
galerías de arte de La Habana, y propiciar la estampida, el éxodo de pintores
hacia cualquier parte del mundo. Pero otra turbulencia comenzaba a formarse en
el panorama literario nacional, había que poner coto a ello, y quien mejor… Una
vez calmados los ánimos en este frente, otra turbulencia parecía comenzar a
formarse en el ICAIC. ¿Y a quién mandaron a repartir cocotazos entre los
realizadores? No es tan difícil de adivinar.Con un estilo y unas maneras no más
sofisticadas pero sí distintas –más discreto, o mejor, más taimado, levemente
cínico…- que las de su antecesor Pavón, este Torquemada de nuevo cuño cumplió a
cabalidad cada tarea asignada. Hoy preside el CDR de su cuadra.
Esta digresión presidencialista, necesaria a
mi modo de ver, viene al caso por dos razones, dos episodios que considero
esenciales. El primero, que no sé por qué Garrandés se abstiene de recordar:
nunca he sabido si, bien para atenuar la “responsabilidad pública” de
Garrandés, bien para apuntalar, numérica y conceptualmente, la decisión de
censurar mi novela y salpicar de ominosa responsabilidad a algunas personas más
–un quórum es más convincente que un par de cabezas–, a instancias de este
mismo presidente se creó una “comisión” para leer “Naturaleza muerta…” y dar un
veredicto. Tampoco he podido saber nunca, a ciencia cierta –solo tengo rumores,
y yo odio los rumores– cual fue la plantilla completa de este oscuroteam. El
veredicto, como es de suponer, fue negativo. Es decir, Garrandés podría tener
una posición contraria al afán de censura de la dirección de la Editorial y de
la presidencia del Instituto, pero ahora seríasu posición contra la decisión y
la disposición de un grupo de –supongo– escritores de –supongo– probado
prestigio intelectual y entereza política. Con este aval en mano es que, por
primera vez, alguien me cita para una reunión en la redacción de narrativa del
Segundo Cabo. Por supuesto que enseguida supe que el tema de esa reunión sería
“Naturaleza muerta…”, aunque no lograba imaginarme los pormenores.
Fue Garrandés quien me avisó el día antes:
“Te van a pedir que cambies varias cosas en la novela, incluso que cambies o
elimines fragmentos completos… En fin, ya tu sabes…” Hizo una pausa, y
concluyó: “Yo te recomiendo que no cambies ni una sola coma. Ahí no hay nada
que cambiar, al menos en el sentido que ellos quieren que cambies… O sale como
está, o no sale. Yo no voy a estar”, y colgó. Luego de eso no nos volvimos a
ver por un buen tiempo. Cuando nos encontramos nuevamente, ya él había
renunciado a su cargo en la Redacción.
¿Y a quién me encuentro al otro día, como
alegre y único paladín de aquél sombrío comité de examinadores literarios,
úkase en mano? A Basilia Papastamatiu. ¿Qué Garrandés se comportó como un
comisario político? No, querido Antonio José, la verdadera comisaria la tuve yo
enfrente en ese momento. Con unas energías y una convicción dignas de muy
mejores causas. Que se empeñaba, y solo cito un instante de este encuentro,
corto por cierto, en que, por ejemplo, en la escena donde el protagonista
sorprende a uno de sus superiores robándose una caja de latas de carne rusa, yo
eliminara la palabra rusa, o cambiara la frase por “carne en conserva”, “carne
prensada”, etc… “Mirá nene, el problema no es que el oficial se robe la caja de
latas de carne, ¡el problema es que es carne rusa!, entendés?” ¿Cómo explicarle
a Basilia, greco-argentina ella, que en el ejército cubano la carne rusa era
carne rusa, y no “carne de lata”, “carne en conserva”, etc? Como de esos
atolladeros es imposible salir con argumentos o conceptos puramente literarios,
ahí quedó todo.
¿Y cómo es que después de todo este rollo,
“Naturaleza muerta con abejas” se publica finalmente en Letras Cubanas? Es una
buena pregunta, de rápida respuesta (y este es el segundo episodio esencial de
que hablaba hace un instante). Dos años después, y gracias sobre todo a la
entereza de Beatriz Maggi, presidenta del jurado, gano el Premio de Novela de
la UNEAC con “La última playa”. Fui a ver a Francisco López Sacha, entonces
presidente de la sección de Escritores (a la que ya pertenecía, y aún
pertenezco), y le dije que en la pequeña nota biográfica del libro premiado
debía aparecer, entre mis obras, “Naturaleza muerta…”, en su condición de
novela en edición pero censurada. De no ser así, yo no autorizaba la publicación
del libro premiado. Con su conocido histrionismo Sacha pegó un par de gritos y
tres puñetazos en su buró, y prometió solucionar aquél “desatino” (cito). No sé
cómo hizo, pero sí me consta que tuvo un par de encuentros con “el presidente
del ICL”, en la oficina de este último en el Segundo Cabo, al parecer bastante
movidos, según me contó luego alguien que allí trabajaba. “Los gritos de los
dos se oían en el piso de abajo…”
Creo que el “error trágico” de Garrandés, en
ese corto sparring que entonces sostuvieron Ponte y él, estuvo en no haber
respondido la carta que éste dejó sobre su mesa de trabajo. Ponte se lo
reprocha con razón, al inicio de su primer comentario en este agrio
intercambio. Conociendo a Ponte como conocía al que entonces era, estoy seguro
de que ese simple gesto (responder esa carta) hubiese sido suficiente, en aquél
momento, para zanjar, al menos momentáneamente, las mutuas diferencias (y esta
diatriba, ahora, tendría seguramente otro tono, otra “magnitud”). Era una carta
personal, no pública, y aunque nunca he conocido el contenido de la misma,
estoy casi convencido de que, en el fondo, y aunque estuviese dirigida al
Garrandés funcionario, no era más que la interpelación de un escritor a otro,
una exhortación ética y visceral, el clamor encendido y desesperado de alguien
en medio del silencio, el temor y la indiferencia más absolutos. La verdadera
falta de Garrandés, en este intercambio reciente, radica precisamente en su
negativa a reconocer este hecho incuestionable: Antonio José Ponte fue LA UNICA PERSONA que
se atrevió a decir en voz alta lo que casi todos sabían, rechazaban, pero
callaban. Me parece absolutamente falsa y mezquina cualquier interpretación de
este hecho que pretenda aludir a un supuesto afán de protagonismo de su parte.
Como ya he dicho, es realmente lamentable que desde el mismo inicio de su
réplica,Garrandés deseche cualquier posibilidad de sostener un intercambio, una
disputa o una simple controversia sobre la base de argumentos sólidos,
convincentes, profundos, y se limite, desde tan temprano, a despachar la
cuestión apelando a la blasfemia(“… por aquel tiempo Ponte intentaba engañar a
todo el mundo procurando crearse un expediente de escritor aristocrático y
perseguido (de hecho, creo que intentaba conseguir una especie de beca en
alguna de las llamadas ciudades-refugio), y aprovechó la oportunidad y me
atacó. Atacó al supuesto censor. ¿Por qué no se metió con los censores
auténticos? Porque necesitaba crear un debate que le diera masa y relleno a lo
que por entonces (ni ahora, por cierto) no tenía ni masa ni relleno: su obra”).
Si algo no necesitaba Ponte entonces era “crearse un expediente” de nada, a
costa de nadie: sus opiniones políticas, públicas y conocidas, y la calidad de
su obra, más conocida aún, eran un “aval” más que suficiente.
Lo que me gustaría saber es hasta qué punto
habrá podido Garrandés “superar” algunas de las mendacidades de las cuales le
acusa Ponte. Por ejemplo, y termino con una pregunta: ¿cómo se puede tener
columna fija (“abrir tenderete”, qué buen símil), al mismo tiempo, en La
Jiribilla y en Hypermedia Magazine? ¿Cómo se “concilia” esto?
(Comentario publicado en la
red, agosto 2017)
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