Sin restarle valor como documento
literario y filológico, como referencia ya obligada de la bibliografía del
escritor cubano y como volumen excelentemente editado (atractiva cubierta, buen
papel, cosido, hermosas guardas, elegante tipografía), lo diré ya en este
párrafo inicial por si algún posible lector quiere pasar a otra cosa: en mi
opinión, Lezama no fue un gran poeta. Sus poemas caen en una verborragia aguda
en la que la opulencia, las asociaciones caprichosas de palabras (más que
libres, al tuntún) y una neobarroca superficialidad por la que se patina sin
vislumbrar su fondo, rara vez deparan un instante de emoción y muy contados
deslumbramientos una vez apartado el oropel, que resulta ser casi todo. La
almendra de Lezama está en su epidermis. Además, y esto es lo más chocante,
cuando quiere usar estructuras tradicionales Lezama tiene una métrica que se
desboca a menudo y rompe el isosilabismo más del lado de la desmaña que de la
innovación, lo que no parece recomendable en los moldes cerrados, no tanto por
el cómputo sino por la víctima de ello: el ritmo. Dice mucho, en definitiva,
para no decir nada, y esto, además, de la forma que, por desgracia, no es la
mejor. Su poesía es la de un hombre de letras en la que el cultivo, por más que
maneje muchas simientes adquiridas en los almacenes de Góngora y de Mallarmé,
resulta casi siempre estéril.
La mayoría de los poemas escritos por Lezama, con la salvedad de sonetos
y décimas, que suele integrar en series, son extensos, como sus libros, que
–menos el primerizo Muerte de Narciso
(1937)– exceden con creces lo que suele ser habitual en el género. Las más de
1.000 páginas del volumen incluyen solo seis títulos publicados en vida o, ya
póstumamente, muy poco después de la muerte de Lezama: además del ya
mencionado, son Enemigo rumor (1941),
Aventuras sigilosas (1945), La fijeza (1949), Dador (1960) y Fragmentos a
su imán (1977). Se añaden Sobre el
crepúsculo y monstruos del agua e Inicio
y escape más varios puñados de poemas no recogidos en libro. La
torrencialidad priva a los poemas de esa característica propia de la poesía
lírica: la densidad, la esencialidad, la concentración; no habiendo poda, todo
se va por las ramas, en las que claro que cantan pájaros, pero el lector –que
no es Sigurd en la mitología nórdica– no consigue descifrar su lenguaje. Es
cierto que con el tiempo, y con la llegada del castrismo al poder, con el que
lo pasó mal el autor, algo de ese regusto barroco cede y se purga, ganando la
obra algo en comunicación, pero en general se trata de una poesía hueca, de una
facundia tan innecesaria como cargante bajo la espesa capa de purpurina que por
otra parte atiende a una sublimación de una sexualidad no aceptada, lo que
añade más velos y circunloquios mareantes. Podría aducir numerosísimos
ejemplos. En la pág. 362, abierta al azar, este: “El germen desde la cresta del alba, entre las aturdidas / risitas del
instante y la discutidora, escarchada francachela / del ancestro, comienza como
los pájaros de largas patas, semejantes al bambú que recibe los gritos de los
flamencos / y crece monocorde peinado por la brisa de Deucalión.”
Se libran de esa indigestión palabrera algunas composiciones más íntimas
como “La madre” o “Mi esposa María Luisa”. De los poemas dedicados a Juan Ramón
Jiménez, Octavio Paz o María Zambrano apenas se salvan, sin embargo, los
nombres de estos. En poesía, la imaginación no basta, como no bastan los
sentimientos ni la exhibición léxica o, en otros casos, una orientación
filosófica o un credo. Que Lezama sea el muy importante autor de la novela Paradiso, que escribiera importantes
ensayos y le gustara la poesía y estuviera dotado (y dorado) para ella no basta
a redimir este volumen que, desde luego, merece un plausible lugar en las
bibliotecas públicas y universitarias, no tanto así en las de los buenos
lectores de poesía, a los que quizá no encandile este traje nuevo del Emperador
caribeño.
(Purpurina completa. Estado Crítico, febrero 2017)
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