Leonardo Padura no es una
creación del castrismo a la manera en que lo son los cantautores y las
ciberclarias; pero si no existiera un Padura, alguna dependencia del CIGB
tendría que inventarlo. Así Padura contribuye a la nueva economía castrista
ahorrándole al Partido unos cuantos experimentos genéticos. Justamente, lo más
inexplicable del autor de Herejes es haber aparecido por generación
espontánea.
Padura es la mutación final del hombre sesentista, producto
evolucionario del pelú de la época de las recogidas. Debería existir un pulóver
que ilustre la transición, desde el hippie del Capri a este personajillo de barbija
canosa y chaquetica deportiva.
Aún otra secuencia podría representar a un barbudo de la Sierra que
recorra las diversas etapas revolucionarias hasta llegar al enanito barbado que
conversa en Madrid con Pablo Iglesias. Sin dudas, allí Padura se parece al
enano Bonachón, aunque igualmente podría ser Gruñón, Mocoso o Tímido. En
realidad, Leonardo Padura encarna a los siete enanos del cuento en
superposición cuántica, y el castrismo, que es su Blancanieves, lo saca a
pasear en cualquiera de los múltiples avatares, según venga al caso.
Detengámonos un momento en la bonachona barbija paduriana, una barba
cubana que ha perdido ya todo heroísmo, todo lirismo, cualquier idealismo.
Veremos, de entrada, que la barba padúrica carece incluso de virilidad.
Compáresela con la de Huber Matos a bordo del tanque de guerra mágico que trajo
la noche, o con la de Gutiérrez Menoyo, en la foto tipo carnet que lo
inmortaliza en el episodio del gallego comevacas, o incluso con la de Ernesto
Guevara, tan romántica y gauchesca, y tan pletórica de posibilidades.
La barba de Padura no esconde una barbilla femenina, como es el caso de
la de Fidel Castro, no retiene la función dramática de ocultamiento, sino que
responde, únicamente, a un vacío maxilar: esa barba es un hisopo para limpiar
inodoros de los que venden los chinos en sus Tiendas del Dólar. Es decir, un
objeto vulgar, comercial, pero no el original, sino una impostura, un fake, un
barbón ersatz.
La barba de Padura es una barba mikimaus.
Añádanse las manchas de nicotina de un millón de Populares, el
sarro de mil medias mentiras que caen y resbalan como caldo de sopa por el
mentón tupido. Si antes teníamos la perilla lacia de Pablo Armando Fernández, o
el barbín español, tipo candado, de Fernández Retamar, o la pilosa cascada de
un protopaduriano Eliseo Diego, cabe preguntarse entonces, ¿de dónde ha salido
el nuevo tipo de intelectual barbudo? O mejor aún, ¿cuáles son los orígenes
éticos y estéticos del nuevo modelo de barba intelectual?
Y tendríamos que respondernos que de las barracas de las Escuelas al
Campo, de los sórdidos retretes del Servicio Militar Obligatorio, de algún
abismal atajo de la promiscuidad social, de la sostenida depravación de
la hygeia cubana,
del colapso de las más elementales normas de aseo, de la tendencia recesiva que
sufrió, en las últimas seis décadas, el glorioso amulatamiento
prerrevolucionario. La literatura de Leonardo Padura es una rata peluda que
salta de las cloacas políticas, el producto de estrecheces morales donde se
acumulan pelos y jabonaduras. Y esa caraza extraña, irresuelta, incómoda,
baconiana, es la facha cubana del último hombre. Después de esta jeta tenía que
venir la cara de tolete de Eliancito o la del policía pinguero que dispara su
pistolita en plena vía pública. Pero la cara de Padura todavía retiene la
semblanza de cultura, de nuestra cultura.
Dejémonos de hipocresía: la jeta de Padura produce desagrado, produce
rechazo. Ni aún apuntada por las cámaras de la televisión española o por las
Hasselblad de fotógrafos estrella, su catadura resulta fotogénica, y esto,
porque la cara de Padura es el reflejo del alma de la dictadura. Si las
agencias de prensa pretenden pasarlo por el último modelo de intelectual
revolucionario, enseguida la cámara lo revela como el revolucionario sin
cualidades, uno que ni cree ni deja creer.
He ahí un problema metafísico digno de nuestra máxima atención. Porque
la fascinación que provoca Padura se debe, a fin de cuentas, a la ausencia de
cualidades: lo que seduce al público lector, y al espectador entretenido, es el
vacío. Lo que resulta fascinante en su conversación con Pablo Iglesias, es que
el vacío pudiera ser transmutado en espectáculo.
La Revolución, esa creadora, empaquetadora y difundidora de maravillas,
es capaz de poner a bailar a una escoba, a cargar agua a un balde, y hacer que
un hisopo limpie, motu proprio, sus excusados. Que la Revolución pueda
hacer de Padura una estrella mediática lo dice todo acerca de sus
extraordinarios poderes mágicos.
Padura como paradigma, he ahí un milagro. Mientras que la oposición
requiere de una cierta coherencia política y estética, la Revolución puede
coger un mojón y convertirlo en su homúnculo, como ocurrió antes con Kcho,
Barnet y los Cinco.
Shigetaka Kurita creó un emoyi con una pila de excremento y lo hizo
estrella de los medios sociales. Padura es hoy el emoyi del mojón castrista:
produce asco, pero no deja de encantarnos. Lo consumimos y lo colocamos, como
un signo más, como una ironía más, en nuestros ensayos y tesis de grado.
Cuando Pablo Iglesias dice “¡Eso sí que es ser disidente!”, en relación
al cambio de lealtades deportivas del entrevistado, está haciendo uso del mismo
procedimiento metonímico. Irónicamente, la “disidencia”, con sus palizas y sus
actos de repudio, pasa a ser parte de la lengua franca de la política sucia
europea, pero convertida en emoyi. Donde diga “disidente”, ahora podrá leerse
“Industriales”, o “Barça”, o cualquier otra bobería. El doublespeak y
el diversionismo ideológico se citan en el retrete: el homúnculo que nazca de
esta relación incestuosa tendrá peste a mierda, cola de caballo y barba de
hisopo.
La entrevista entre el político bolivariano y el escritor procastrista
nos permite mirar de cerca los intrincados mecanismos de la posverdad,
analizarlos en vivo, en directo y a todo color, cortesía de los fidelísimos
medios de comunicación españoles. Parecería que cuatro décadas de franquismo no
fueran suficientes y que el espectador ibérico exigiera renovadas dosis de
emoción autoritaria, más chistes jugosos de gallegos aferrados al trono.
Y esa efervescencia, ese peligro, es por lo que los editores
españoles viajan a La Habana. Antes de pasar por el estudio de Pablo Iglesias,
las patrañas de Padura las comercializan Tusquets y un batallón de manejadores
catalanes. Explicar el éxito comercial del arte de Leonardo Padura resultaría
menos complicado si se tomara en cuenta el tipo de cazatalentos que viene a
Cuba en busca de aventuras detectivescas. Porque ningún traficante de letras
que pretenda actuar con relativa impunidad en la tierra de Mario Conde podrá
soslayar unos atavismos –patria, policía y revolución– que ya son parte del
sistema y que datan de la época en que Julio Iglesias era portero del Real
Madrid.
(la jeta de Padura: un argumento ad hominem. Blog N.D.D.V., marzo
2018)
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