Siendo serios: el único
discurso donde la literatura tiene o no validez según la década y la
oportunidad histórica es o bien el del poder, un discurso ideológico para
sustentar el poder, o bien el de la oposición militante al poder –y en ambos
casos, conste, en ejercicio vulgar del poder o de la militancia opositora. Para
DD, en cambio, lo que digo tendría sólo sentido dicho en 1993, como si los años
noventa [sic] no existieran. Me pierdo un poco con la adscripción del 93 a algo
que no sean los noventa, pero en fin, el mar, pasémoslo por alto que eso es
prescindible –del mismo modo que lo es frase como aquella del piano y el tapiz:
“no en tanto sigue desconociendo esa otra parte de la tradición cubana ajena a
las familias que nunca tuvieron un piano o un tapiz viejo”, ¿la tradición de
ellas, o la ajena? ¿Será acaso toda esta polémica malentendido sintáctico,
secuela de que DD parece decir una cosa y quiere decir otra? No lo creo. Lo que
cuenta es esa temporalidad o pertinencia histórica, esa cañona epocal y subsidiaria
a la literatura: ¿a quién que haya vivido en Cuba no le suenan cosas como No es
el momento de decirlo, o Eso estaría bien en otro momento pero no ahora,
etcétera? Y no porque se trate de “sacralización” de la literatura, o de
torremarfilismo o cosa similar: precisamente en la medida en que la escritura
es profana (y lo es y con mucho la de LGV), su “sacralización” prestada
estaría, precisamente, en esa cuota de oportunidad impuesta por la crítica
desde un rasero ideológico. Lo único que puede “sacralizar” a lo literario es,
curiosamente, su uso ideológico (y no su “uso” común, que sería la
interpretación, la lectura por la lectura, incluso su lectura más superficial o
anecdótica): es sólo desde ahí, desde ese uso o pertinencia u oportunidad ideológica,
que se puede computar su validez en décadas, o incluso en años o meses (ahora,
después de Girón, tal cosa que antes sí pero ya no; o ahora sí, que vino el
deshielo, o ya no, que etcétera).
DD, en cambio, ubica en ese 93 anterior a
los noventa la pertinencia de una lectura que atienda a “la autonomía de la
literatura frente a comisarios que nos tachan de formalistas y
existencialistas”. Entonces, eso valía la pena: nos defendía de los comisarios.
Ahora, ya no: ahora no es pertinente. Dicho de otro modo: se lee según cuándo.
Tanto es así, que no se le ocurre nada mejor que equiparar lo que digo a lo que
dice, siguiendo esa lógica de adaptación a la situación (siguiéndola DD, digo),
Padura. Creo que no hay que hacer un esfuerzo mayúsculo para darse cuenta que
Padura habla ahí del contexto cubano y de la política cultural cubana y de
cierto acomodo gremial, y que yo estoy hablando de modos de leer, y de modos de
imponer una lectura o deslegitimar otras, y sobre todo, de dinámicas de
inclusión y exclusión desde criterios externos a lo literario. De hecho, si no
fuera así, confío en que DD no se habría sentido –por una vez con razón–
aludido. Pero a lo que iba: según esa pertinencia situacional del cuándo, no
habría una verdad del texto, un sentido que resida en él o que el texto
articule, ni tampoco de la crítica –de la interpretación o de los modos de
ejercerla–, sino que contaría sólo la oportunidad táctica, en sentido casi
bélico, de lo que se pueda hacer con él, o con tal o más cual lectura (que
“servirá” como escudo anticomisario, o como arma arrojadiza contra la versión
del origenismo de Vitier, si en el 93, pero en cambio ahora ya no: ahora mejor
volvamos a leer “en situación”). En fin: lo único que viene a decir eso es que
no importa cómo se lea, ni cómo se ejerza la crítica, y ni siquiera cómo sean
los textos; lo que importa es, como decía DD en su texto de Hypermedia Magazine
con metáfora que habla hasta por los codos, que un libro sea munición: “en
tiempos de guerra, ya se sabe, no es bueno querellarse o disentir de los
aliados”. Que su lectura se avenga con lo que demanda “la situación”, eso lo
que importa, y avisados quedamos que cambia década a década, ¡incluso del 93
con respecto a los noventa!
Creo que estaba ya dicho en algún comentario
mío pero será bueno repetirlo: no tengo nada en contra de lecturas que, a
partir de un texto, lo ubiquen sociológicamente, o que recurran a él para hacer
historia intelectual, o incluso política. No sólo son del todo legítimas, sino
que pueden también enriquecer otras perspectivas. Pueden ser lúcidas o pueden
ser pobres, pero eso no depende de su condición sino del talento de quien las
haga. Ahora bien, lo que me parece en cualquier caso contraproducente es
pretender –y fue eso lo que se percibía en el texto de DD– que esa (o cualquier
otra) lectura sea la única legítima, que deba leerse de tal modo y no de otros,
que la relevancia o el peso de un autor o de sus críticos se mida en libras de
oportunidad o pertinencia de munición. Y lo que me parece lamentable, sobre
todo, es que ese tipo de imposición ideológica, que durante décadas ha lastrado
a la literatura y la crítica cubanas, se reivindique ahora, con signo
contrario, en virtud de la pertinencia de la munición, o de la situación, o de
lo que sea. Una de dos: o eso se hace a ciegas, inercialmente, discurso
asimilado que se reproduce –todo hay que decirlo: buena parte de la crítica
cubana sigue leyendo todavía así, incluso a su pesar– o se hace a sabiendas, en
plan prescriptivo, en plan comisario. Y no sé cuál de las dos cosas sea peor. O
bueno, sí: sabemos –también por contexto y situación, como cuando se menciona
la soga en casa del ahorcado– cuál la peor.
(Pertinencia de la munición en casa del ahorcado. Rialta magazine,
diciembre 2017)
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