Mucha gente está equivocada con
Leonardo Padura: realmente, más que un novelista, él es un cuentapropista de la literatura. Hace lo suyo individualmente, paga
su gabela y sigue trabajando. No es un producto genuino y total del régimen
cubano, que lo mastica, pero no lo traga plácidamente. Tampoco es una
sublimación residual del exilio, donde muchos le exigen más intransigencia y
definición, acorde con estos tiempos tan conflictivos. A veces sospecho que
algunos —o muchos— funcionarios cubanos respirarían complacidos si Padura se
quedara definitivamente en uno de sus viajes: “Por fin salimos de él”, dirían
con un suspiro de alivio. Pero mientras, lo utilizan lo mejor que pueden y él
se deja. No es la oveja de blanca pureza ideológica de la manada, pero todavía
no llega a ser tampoco la negra francamente opositora que desentona del níveo
rebaño, aunque a veces el pelaje se le oscurece un poco, quizá a pesar de él
mismo, con alusiones truncas, evocaciones conflictivas y alguna ironía. Recibe
palos de uno y otro lado, porque, además de críticas severas y justas, la
envidia cubana florece como la verdolaga lo mismo en Hialeah que en Mantilla.
(Las “pauras” de Padura [I]. Cubaencuentro, marzo 2018)
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