Es complejo: el Premio Nacional, la verdad, no prestigia
demasiado. O, mejor dicho, ya no prestigia como antes. (Pienso en la época en
la que Lorenzo García Vega lo ganó con Espirales del cuje). De
hecho, es más bien un premio político o social o arqueológico. Un premio para
decir que damos un premio anual, que el Estado o los ministros saben algo de
literatura, son cultos, que han leído a Manuel Cofiño, Marta Rojas o algo así.
Un premio que tiene que ver con el presente más que con la posteridad: los
ajustes y lobbies y acuerdos y votaciones en cierto modo
reproducen la instantánea perfecta de lo que sucede en el país: no
country for young men.
Basta sentarse a
conversar con alguien que haya sido jurado en alguna edición (Garrandés o
Fowler, por ejemplo) para enterarse una a una de las mezquindades y sacar a la
luz rencillas, sabotajes, conspiraciones, complejos etarios, acuerdos bajo la
mesa, arbitrariedades y egoísmos varios. La miseria casi documental de cierta
intelectualidad que no esquiva el cinismo y que es, en el fondo, un medidor
implacable, paródico, para leer la cubanidad. No voy a delatarlos aquí pero
luego de escucharlos, y recordando ese penoso Game of Thrones,
habría que pensarlo dos veces a la hora de dedicarse a la literatura en Cuba.
Y mientras
escribo esto, recuerdo un juego de mi infancia: el Juego de las Estatuas. Sus
reglas, según Rodrigo Fresán, son más o menos así: “uno de los participantes se
ubica de espaldas al resto y, de tanto en tanto, se da vuelta de improviso.
Ante su mirada de Gorgona, el resto —que tiene que ir avanzando hacia él desde
el fondo del paisaje, solo cuando este petrificador no los mira— debe
paralizarse en las posiciones más absurdas. Si alguno de ellos tiembla o cae o
no puede soportar la súbita pose con gracia y equilibrio es prontamente
eliminado. Si alguna de las estatuas logra llegar hasta el monstruo y tocarle
la espalda sin haber sido condenado, entonces ganará la partida y ocupará el
sitio del fulminante destructor de estatuas. Y volver a empezar”.
Ahora imaginemos
este juego en el contexto intelectual cubano, donde —a juzgar por el Nacional,
que lo transforma todo en culebrón: el mundo se divide entre amigos y enemigos
del candidato, se retiran saludos, se borra gente de la agenda telefónica y se
afilan las dagas—, ganar un premio es, literalmente, ganarle la espalda a
alguien.
¿La razón? En
los últimos años, la literatura cubana parece a lo más un oficio para pícaros,
una carrera de funcionarios; una revelación amenizada con el sonido de un
espejo quebrándose. Esa carrera (el funcionariado literario), hay que decirlo,
algunos la corren y ganan con ventaja. Saben hacerla. Pienso en el caso de
Miguel Barnet, ostentando hoy tres presidencias: la de la Unión de Escritores y
Artistas (UNEAC), la de la Fundación Fernando Ortiz y la Presidencia de honor
de la Sociedad de Perros Chihuahuas de Cuba. Pero me desvío. El Premio Nacional
no tiene que ver con el canon sino con el presente, con el poder y los favores
concedidos, con la amistad o con los enemigos de los que haya que vengarse.
(Si uno se
introduce en el misterio de las realidades paralelas —una espiral donde
descubres que Miguel de Carrión borroneaba Las impuras mientras
James Joyce escribía el Ulises—, detecta que el mismo año de la
muerte de Gastón Baquero le conceden el Premio Nacional de Literatura a Carilda
Oliver Labra —bautizada por Reinaldo Arenas en El color del verano como
Karilda Olivar Lúbrico.)
No es un
espectáculo agradable. Pero hay que verlo. Hay que ver los egos incinerarse una
y otra vez mientras se arman las guerrillas —urbanas y de emails— y la basura
sale a la luz. Por supuesto, es mejor no ganarlo. Reina María Rodríguez estuvo
a punto de confesarlo en su discurso de recibimiento (“me costó
trabajo escribir algo para este momento, con la conciencia de que obtener un
Premio Nacional pueda convertirse en un límite para seguir luchando contra lo
que no puedo: escribir mejor y hacer algo por la literatura cubana”). Perderlo
da más dignidad literaria, tiene más encanto, más estilo. Uno puede ser
candidato eterno al Premio y, en cierto modo, congratularse de ello. Así está
José Kozer, derrotado por la geografía. (En uno de sus muchos poemas —la cifra
total de poemas de Kozer, más de 10970, parece salida de un cuentamillas—,
titulado para colmo de males “Acta”, se lee: “Cuba, candado”. En otro: “Véase
como siempre acaba en lo mismo”.) Pero todas sus cicatrices, la sola presencia
de aquellos moretones absurdos de tanto pelear y no ganar, termina por revelar
respeto.
Se sabe: no da
más dinero, pero se vive más feliz. O, literariamente hablando, con menos
enemigos. Porque si te ganas el Premio Nacional te conviertes en carne de
cañón. Y luego, cosa extraña: das un mal paso, resbalas y caes y tienen que
enyesarte y en el hospital descubren que tienes alguna fatalidad y que te queda
poco tiempo. Una catarata de males.
Así, es mejor
esperar que ganar, vivir del prestigio de ser un eterno postergado antes que
someterse a la presión de correr en la lista negra que el jurado va a
considerar con cierta afectación, con una seriedad política pero no estética.
Así, hay veces —sobre todo después de 2011, sobre todo después del Premio a
Nersys Felipe— en que uno piensa en que es mejor que no haya Premio; que es
mejor que el lector de la literatura local no esté sometido a la pantomima de
un espectáculo a ratos tan lamentable como un circo.
Por supuesto,
uno entiende el valor del Premio, pero también comprende el hecho de que hace
un buen tiempo se desdibujó en una trama rarísima de acuerdos secretos y
maquinaciones extraliterarias. Hay que tomar en cuenta seriamente el Nacional,
pero es una seriedad que tiene algo de comedia negra y reguetón. A fin de
cuentas, ni Alejo Carpentier ni José Lezama Lima ni Virgilio Piñera son Premios
Nacionales de Literatura.
(Kozer, el derrotado. Hypermedia
Magazine, julio 2016)
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