Según el
razonamiento de Díaz, es una inexcusable arbitrariedad que el prologuista
de Los años de Orígenes intente comprender los contenidos de
esa obra sólo dentro del universo de sentido (lo que yo encerraba bajo un
concepto amplio de estilo) del que se derivan, cuando su autor ha edificado esa
obra haciendo justo lo contrario. Retomando el paralelismo que trazaba mi texto
entre los casos de García Vega y Léon Bloy, Díaz afirma: “así como los juicios
de Bloy sólo adquieren su «sentido cabal» «cuando se entienden exclusivamente
en correspondencia con su peculiarísima cosmovisión […]», también los de Lezama
adquieren «sentido cabal» cuando se entienden desde su peculiarísima
cosmovisión, de modo que la crítica de García Vega –que los entiende en función
de algo exterior, esa factoría que sería el reverso de la fiesta innombrable–
viene a ser el mejor ejemplo de la «injusticia poética» que dice Tabío.” Otro
tanto ocurre, efectivamente, con la larga serie de autores cubanos que son
objeto de descalificación en el libro de García Vega: también Carlos Enríquez,
Virgilio Piñera y Severo Sarduy (son los ejemplos de Díaz, pero esta nómina
podría crecer enormemente) “tienen estilo”, y eso no es un obstáculo para que
sean valorados en Los años de Orígenes bajo criterios externos
a esa especificidad estilística a la que responden las obras respectivas de
Enríquez, Piñera, Sarduy et alii.
Yo había hablado, ciertamente –y no sin un
punto de ironía–, de “injusticia poética” cuando declaraba mis reticencias por
esa lectura rectificativa sobre la obra de García Vega cuya validez excluyente
reivindica Díaz. En ningún momento, sin embargo, mi prólogo pretendía hacer
encajar dentro de un modelo de justicia las lecturas de García Vega sobre
Orígenes, sobre la tradición literaria cubana o sobre la propia “idea de Cuba”
–la expresión es de Díaz– que ofrece Los años de Orígenes. Antes,
al contrario, me interesaba entender cómo los temas que entran en esa obra son
sujetos a reducción y reversión, y en general a una distorsión hiperbólica, por
la voluntad estilística del autor Lorenzo
García Vega. No se trata, entonces, de que me pareciera bien “que García Vega
desenmascare a los origenistas” pero menos bien “que se muestre cómo García
Vega también da gato por liebre”, como afirma Díaz. La intención de mi prólogo
era acercarse a la manera en que esa apropiación (apropiación ciertamente violenta,
interesada en tanto implica el acto previo de extirpar los discursos del
régimen de sentido dentro del que encuentran su legitimidad) es la estrategia
mediante la cual el autor Lorenzo García Vega funda, a su vez, un estilo de
poderosa originalidad, en confrontación con Orígenes, con sus demás
contemporáneos y con la tradición cultural cubana.
Y he aquí que justamente Díaz cuestiona que
mi prólogo localizara en la plena asunción del artificio la ganancia
estilística más relevante de Los años de Orígenes. Díaz se
pregunta, en cambio, “si estos señalamientos hacen justicia a la letra y el
espíritu de García Vega”, pues “parece que el prologuista estuviera
caracterizando la obra de Sarduy; y el propio García Vega criticó en más de una
ocasión al autor de Cobra por promover ese tipo de teoría
literaria –la independencia del texto, la muerte del autor– que él consideraba
una falacia”.
Más allá de la estremecedora ingenuidad que
supone invocar el imperativo de leer una obra exclusivamente de acuerdo con las
instrucciones dejadas por su autor a tal efecto, lo cierto es que el propio
García Vega nunca se resistió a admitir la importancia que cumple el factor
lúdico dentro de su obra, y en El oficio de perder, de hecho,
reconoce que la mejor forma de conjurar el escamoteo origenista del artificio
radica nada más y nada menos que en “el mantenerse en el puro juego”.
Pero mi prólogo a Los años de
Orígenes situaba “el procedimiento simbólico fundamental en la
enfática afirmación de su propio artificio” no a partir de una declaración
explícita de su autor, sino de una observación de la relevancia que adquiere en
la obra la dramatización de los mecanismos de la ficción, la permanente
autorreflexión, su textura muchas veces anárquica y onírica, la parodia y la
trepidante colisión entre registros discursivos radicalmente diversos (un
“enredo” de novela naturalista con tragedia, de radionovela con ensayo,
de gay parade con nékyia).
Claro que, para Díaz, detenerse en estas
consideraciones significa perderse en “generalidades” y “lugares comunes”,
incurrir en lo “demasiado fácil”: “¿Quién no ha leído a los formalistas rusos,
a Roland Barthes?”, vuelve a preguntarse.
Díaz habla del “argumento del estilo, de la
literatura” como quien delata un ardid sofístico: tal argumento es un pretexto
que sólo sirve para eludir el deber de la crítica en relación con Los
años de Orígenes, que consiste en corregir la injusticia inherente a la
“idea de Cuba” de la que el libro de García Vega es portador. El estilo, desde
este punto de vista, es ornato, aquello que estorba y hace menos nítida (menos
clara y distinta) esa “idea de Cuba” que el crítico debe aprehender, y
reprender.
Así, una lectura que, al contrario, se acoja
a una acepción de estilo no como simple accidente formal del texto sino como
esa “cualidad de la visión” de la que hablara Proust (que no leyó a los
formalistas rusos, ni a Roland Barthes), una lectura que insista en que las
ideas vienen inscritas en la trama textual dinámica y heterogénea de la obra,
en que la obra es una unidad más compleja que el conjunto de los temas que
contiene, no solamente es errónea porque se agota en vaguedades vacías de
sustancia, sino que es moralmente reprobable, porque promueve “una nueva
ortodoxia”: se hace cómplice de la injusticia (una injusticia que, por cierto,
no sería ya “poética”, sino directamente política) del autor.
No sorprende entonces que Díaz cuestione
también “ese paralelo que hace el prologuista entre criticar los juicios de
García Vega sobre la tradición cubana, y rectificar los juicios de Bernhard
sobre Austria o los de Bloy sobre la burguesía francesa”. Yo consideraba que la
exactitud de los juicios emitidos por García Vega era irrelevante para una
valoración literaria de Los años de Orígenes, como es irrelevante
para una valoración literaria de la obra de Thomas Bernhard o de Bloy la
exactitud de los juicios emitidos por esos autores en sus obras. Esto es, según
Díaz, una falacia. Y una falacia que reside no en una condición de la obra de
García Vega que impida que sea leída dentro del mismo marco simbólico en el que
leemos a Bernhard o Bloy, sino en una circunstancia política: “Lo antiburgués
[…] no tiene el mismo sentido en sociedades como la austríaca o la francesa,
donde la destrucción de la burguesía nacional no ha sido ideología de estado,
que en el caso particular de Cuba. Aquí está la cuestión ineludible del
castrismo, de la Revolución.”
O sea que el castrismo ha despojado a García
Vega de un privilegio hermenéutico del que Bernhard y Bloy, europeos occidentales,
disfrutan.
Leer la obra atendiendo al contexto en que
se produce es saludable; confinar el sentido de la obra, o su condición de
legibilidad, dentro de la estrecha literalidad de la ideología de un régimen
político, no conduce a precisarlo sino a desterrarlo arbitrariamente del
espacio literario y a restringirlo hasta la anulación.
Pero –se me podrá replicar–, ¿quién no ha
leído a Blanchot?
(¿Quién no ha leído? Rialta magazine, diciembre 2017)
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