En sus peores momentos, Cofiño es melifluo como un bolero al que de pronto se le insertaran compases de marcha militar. La ausencia de humor es absoluta; estamos ante una literatura que se toma patéticamente en serio: Cofiño es como un Hemingway chiquito que describe heroicidades “cotidianas” (trabajos ideológicos o en el campo) pero también en situaciones límite (enfrentamientos armados, pugnas políticas). En este contexto, la maldad de los malos es para Cofiño maciza y absoluta, e invariablemente vinculada con algún tipo de desafección a la revolución. Y para colmo los malos son feos. Hay una proporción directa entre la repugnancia de los rasgos somáticos de los personajes y la indiferencia o la hostilidad de éstos ante el paso edificante de los revolucionarios. Y mientras más contrarrevolucionarios son, más desdentados y apestosos los concibe Cofiño. Es como si en este universo narrativo la revolución perteneciera exclusivamente a los bonitos, y todos sus enemigos fueran sucios y espantosos. La ingenuidad de Manuel Cofiño es en este sentido enternecedora: no es capaz de imaginar a un feroz enemigo impecablemente limpio y bien vestido, decente y culto y, además, bien parecido.
Por otra parte, la malversación, la blandenguería y la falta de amor al sacrificio son temas que se exponen una y otra vez bajo un lente didáctico, repetitivo y unívoco. Los malos de las ficciones son siempre los ausentistas, los testigos de Jehová y algún que otro viajero lascivo y sinvergüenza que deviene asesino de un joven que realiza trabajo voluntario en las lomas. Estos engendros irredimibles se presentan uncidos a la abyección o a conductas reprochables sin que el autor haga nada por humanizarlos, dotándolos de aunque sea alguna cualidad positiva. Son, en el sentido más biológico de la palabra, gusanos.
(Crítica de la literatura como compromiso. Encuentro de la cultura cubana, No. 1, 1996)
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