Total Pageviews

Monday, August 29, 2016

Juan Carlos Castillón vs. “Ciudades junto al mar”, de René Vázquez Díaz

“Supongo que la gente estará molesta por mi libro…” me comentó alguna vez René Vázquez Díaz en la Librería Universal poco después de publicar La isla del Cundeamor (Alfaguara). Y yo, que practico la insobornable honestidad del librero, le tranquilicé: “No te preocupes, no hay nadie molesto. Nadie lo ha leído”. Al margen de mi evidente mala leche, le estaba diciendo la verdad. A pesar de su prestigiosa editorial, y de una crítica favorable en El Nuevo Herald, no vendí más de media docena de ejemplares del libro —biblioteca pública incluida. No me extrañó a mí, no le extrañó al dueño de la librería y no debió haber extrañado al autor. Era un libro artificial sobre una ciudad que el autor no conocía bien, escrito desde lo que me pareció el desprecio, y para escribir desde el odio y el desprecio hay que tener, por lo menos, el talento de Céline. Y RVD no es Céline.
   Aquel libro fue un poco posterior a un evento internacional convocado en Estocolmo, que juntó a autores cubanos de la Isla y del Exilio, en cuya organización intervino el autor de manera muy destacada —y polémica. En aquel momento necesitaba ser, parecer, tal vez incluso creerse él mismo —porque si tus mentiras no te engañan a ti ¿a quién van a engañar?—, alguien equidistante entre un gobierno de extrema izquierda, bajo el que a fin de cuentas había decidido no vivir, y un exilio que aborrecía. Lo extraño es que siendo RVD un hombre de izquierdas, bastante más a la izquierda a juzgar por este nuevo libro que la mayor parte de los socialdemócratas españoles, su obsesión parece ser encontrar, inventar en realidad, ese inexistente centro por el cual vagar como el “lobo solitario de la literatura cubana”, etiqueta que le endosó un oscuro crítico y que el autor, complacido, no se cansa de repetir.
   Ciudades junto al mar, su último libro, son unas memorias truncas, que hilan las circunstancias de un periplo vital en cuatro escenarios: Cuba, Polonia, Suecia y EE UU. Empiezan cuando el autor está a punto de desertar del paraíso, retroceden a una infancia llena de nostalgias —como suelen serlo todas en todas partes del mundo— y concluyen, de forma demasiado abrupta e inexplicable, en la década del setenta, con la promesa del autor de que siempre será un enemigo jurado del Miami cubano.
   Valga aclarar que el autor es el hijo de una familia a la que la Revolución le quitó su pequeño negocio, una imprenta; hijo también un padre al que claramente trata con desprecio, primero por ser anticomunista y después por no atreverse a escapar del comunismo.
   En estas páginas el autor atraviesa las mismas experiencias que otros muchachos de pequeñas ciudades cubanas. Los primeros desencantos, los primeros problemas, el amor de una muchacha, Anabel, cuya sombra caerá a lo largo del texto sobre todos los demás amores del autor. Pero Anabel se irá a Estados Unidos, y al autor no comprende por qué, ya que siendo de clase humilde no tiene razón para querer huir del paraíso socialista cubano (quizás por ello se referirá al exilio de Anabel como exilio en cursiva). Sin embargo, el propio autor desertará de ese mismo paraíso cien páginas más tarde, sin dejar por ello de entrecortar el relato de su deserción con afirmaciones de fidelidad castrista que ni los autores oficiales de la UNEAC son capaces de firmar hoy. Gracias a esas afirmaciones sabemos que el autor ha sido obligado a estudiar algo que no quería, pero que el Che es un ejemplo en su vida y en su muerte; que la única manera de resolver cosas en el socialismo es haciendo negocios por divisas fuertes, pero que el sistema no es tan malo; que el comunismo ruso se ha estancado y corrompido con Brezhnev (¿había sido hasta entonces perfecto y amable?), un premier bruto, vago, cobarde… pero se trata del comunismo ruso, no del cubano, porque Fidel es, y el autor lo pone en boca de su amigo ruso, alguien claramente superior a Brezhnev o Mao —el niño rico de Birán, educado en colegio privado, más sacrificado que Mao, el maestro de escuela chino que derrotó a los japoneses y al Kuomingtang, y ganó una guerra civil de verdad en la que murieron millones de personas. No entraré en discusiones sobre las escalas de bondad de los tiranos comunistas, pero no deja de irritarme tanta desinformada guataquería.
(…)
   Como miamiense honorario, me alegra más ver a RVD entre mis enemigos, incluso jurados, que entre mis amigos. Entre otras cosas porque así no vuelvo a perder un fin de semana leyéndome un libro suyo. Pero como lector medianamente informado sobre lo que acontece en la literatura cubana actual me pregunto (ahora en voz alta) cómo un escritor puede llegar al extremo de traicionar una experiencia autobiográfica mucho más rica y supuestamente densa que la de muchos de sus colegas para endosarnos declaraciones panfletarias que parecen ilustraciones perfectas de un complejo de culpa mal asimilado. Esta tortura le nubla los ojos a RVD, que cruza demasiadas ciudades sin ver más allá de su propio ego atormentado. Con ello no gana un castrismo demasiado desprestigiado, desde luego, y sí pierde, definitivamente, la literatura.

(Las ciudades perdidas de René Vázquez Díaz. Blog Penúltimos Días, diciembre 2011)

No comments:

Post a Comment