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Monday, August 22, 2016

Enrique del Risco vs. Abel Prieto y su “El vuelo del gato”

Abel Prieto ha arribado a la flor de la edad, la cincuentena, como el dios Jano, bifronte, con la cabeza mitad chea (la de alante), mitad pepilla (la de atrás), conformando un modelo de peinado que hace parecer a Oswaldo Payá un top model. No mencionaría ese detalle si no simbolizara dimensiones más profundas de su personalidad y su quehacer como ministro-escritor.
   Hay que reconocer que en su doble condición hizo el bien mientras pudo. Como ministro, daba declaraciones que pueden resumirse en esta: "la cultura cubana es una sola". Como escritor, se consagró en un género desde el cual realizó el mayor aporte que ningún escritor de su generación haya hecho a la cultura cubana. Me refiero al difícil género de la firma de permisos de salida. Gracias a estos, miles de artistas han podido continuar sus carreras en cualquier parte del mundo que reclamara el concurso de sus modestos esfuerzos —o donde lo simulara la carta de invitación falsificada—.
   (No hay en este elogio ningún interés personal: antes de salir yo trabajaba en el cementerio de Colón, el cual dependía de Servicios Comunales, que, a su vez, dependía del Poder Popular. De manera que si a alguien debo agradecer mi salida es a Ricardo Alarcón).
   Hubo una época en que al ministro-escritor se le perdonó todo, incluso las pulgadas de estatura que le sacaba al Comandante, siempre y cuando en las fotos en que aparecieran juntos estuviera parado un escalón más abajo.
   Pero eso era antes. Ahora, haciendo honor a la parte delantera de su peinado, el ministro se ha dedicado a hacer declaraciones enérgicas. De modo que ahora la cultura cubana sigue siendo una sola, pero si alguien queda afuera es porque es agente de la CIA. El ministro también ha dicho que los disidentes detenidos en 2003 eran agentes de la Oficina de Intereses norteamericana y que, después de todo, han salido bien porque en otro país habrían aparecido muertos en una cuneta. Que yo sepa no hay ningún país que se dedique a llenar cunetas con agentes norteamericanos.
   Una conocida ley física afirma que: a) si una persona es agente de los norteamericanos ningún gobierno lo dejará caer muerto en una cuneta, b) la capacidad de caer muerto en una cuneta es razón suficiente para demostrar que no es agente norteamericano. Luego, si los presos cubanos son, según la lógica del ministro, cuneteables, definitivamente deben ser opositores por cuenta propia. Y si en Cuba no le dan licencia a los payasos, ¡qué pueden esperar los opositores! Yo, personalmente, si fuera payaso en Cuba, nunca me acercaría a una cuneta.
   Pero ese no es el principal problema de nuestro ministro-escritor. El problema es que quiere convencer a media humanidad que si en Cuba hay algún tipo de censura (y con la que él estaría de acuerdo), es la censura estética. Si en Cuba no se le publica a alguien, no es por causas políticas sino porque escribe mal. Si no se publica a Cabrera Infante, es porque él no lo permitió, y si no se dio oficialmente la noticia de su muerte, es porque Infante le vendió a las agencias de prensa capitalistas el copyright de su fallecimiento.
   La declaración de que la censura en la Isla es sólo estética, merece un estudio. Porque sucede que, además de su labor como firmante de permisos de salida, el ministro también ha escrito una novela, El vuelo del gato. Sospecho que soy uno de los pocos seres en este planeta (incluyo aquí a cualquier especie) que se la ha leído completa. Una tortuosa obligación académica es lo único que puedo aducir en mi defensa.
   Para hacerle entender al amigo lector las sensaciones que me provocó la lectura de El vuelo del gato, no encuentro nada más apropiado que la diferencia de esta con un examen de la próstata: los guantes y la vaselina. Las líneas que siguen intentan examinar el fondo de la novela del ministro, o, diciéndolo poéticamente, de palpar la próstata de su texto.
   Haciendo honor a la parte posterior del pelado del ministro, no podía tratarse de otra cosa que de una historia de adolescentes. Adolescentes eternos, de esos que llegan a los 50 años con la misma bobería del preuniversitario. De esos a los que cuatro décadas no les sirven para aprender nada, porque todo el cerebro lo tienen ocupado con los nombretes de sus condiscípulos del pre.
   Empeñados en reunirse treinta años después, pierden la oportunidad de hacer un balance de sus vidas porque quedan paralizados ante la presencia de la hija fea de uno de los amigos, que tuvo la mala idea de casarse con una rusa (alegoría nada oscura de lo que antes era la "amistad indestructible" con la Unión Soviética y hoy oficialmente se ha reciclado como "alianza táctica").
   En esas cuatro décadas, que van desde los años sesenta a los noventa, el ministro logra la curiosa hazaña de mencionar una sola vez la palabra "revolución", con lo que se pudiera pensar que la historia pudo transcurrir en Suiza o en la Antártida. Sin embargo, la ausencia de frío (y de queso) nos devuelve a la realidad tropical. No se menciona la revolución porque en realidad el protagonista, Marco Aurelio, la lleva por dentro. Como su homónimo, el emperador romano, es un estoico. O sea, pocos placeres y mucho aguante, y eso lo convierte en reserva espiritual de la nación o en cederista modelo. Pero, como en el mundo creado por el ministro para mi consumo casi exclusivo, tampoco existen los Comités de Defensa de la Revolución, la cosa va por otro lado.
   El clímax de la novela (sugiero que se tome la palabra "clímax" con cuidado, pues se trata de una novela con la misma intensidad dramática que la fotosíntesis de un cactus) sobreviene cuando Marco Aurelio, quien se acaba de divorciar de su mujer, recala en casa de Freddy Mamoncillo, un socio del pre devenido uno de esos nuevos ricos autorizados, asociados a alguna corporación con capital extranjero. Fiestas van y vienen, el whisky corre a raudales, pero Marco Aurelio, estoico, apenas bebe ron aguado, inequívoco símbolo de profunda raigambre nacional, sobre todo por lo de aguado. Bueno, también se acuesta con la mujer de su socio cuando este se va de viaje.
   El espejo de virtudes, paladín de la ética, mantiene —sin el más leve asomo de remordimiento— un intenso intercambio de fluidos con la mujer del amigo que le ha dado alojamiento cuando no tenía a donde ir. No es que yo vea mal compartir la mujer de un amigo —¿para qué están los amigos si no es para compartir?—, ni que vaya a invocar uno de los diez mandamientos ("no desearás a la mujer del prójimo").
   En una nueva sociedad, con una nueva ética, sobra ese mandamiento y el otro que dice: "no matarás al prójimo, ni lo tirarás en una cuneta" ("y si no lo haces, hay que agradecértelo"). De hecho, el único mandamiento al que se atiene el protagonista es "no desearás el whisky del prójimo".
   El problema es que después de que el ministro nos machaque durante más de 200 páginas con la pureza del personaje, este parece tener menos consistencia dramática que una ameba, por lo demás esquizofrénica. Cuando el amigo Mamoncillo regresa del viaje, lo menos que le pasa por la cabeza al bebedor de ron aguado es confesar lo que hizo, escaparse con la mujer o sencillamente marcharse solo. Nada de eso. Marco Aurelio se mantiene clavado en la casa del amigo como usufructuario (sexualmente) oneroso. Una cosa es ser espiritual y la otra dedicarse a la tarea de buscar techo en La Habana.
   En lo adelante, cada vez que se le presente un viaje a Mamoncillo, Marco Aurelio se revolcará con la mujer de este sin mayores conflictos espirituales que el que nos causa decirle a la suegra que luce tan joven como siempre. Y si en lugar de una foto que pidió de la columna de su tocayo en Roma, Mamoncillo le trae una simple postal, Marco Aurelio se sentirá con derecho a disgustarse ante la falta de sensibilidad del socio.
   La conclusión está clara: uno puede hacer lo que le venga en ganas si luego se purifica el alma con ron aguado, mientras los que toman whisky lo menos que merecen es que les peguen los tarros. Es algo muy consolador para el cubano de a pie ver que uno de los suyos tarrea a diestra y siniestra a uno de esos que parece irle tan bien en la vida.
   No digo que la novela sea absolutamente abominable. Al menos no para todos. Habrá a quien le guste, siempre que cumpla con una condición: no habérsela leído. Lo que quiero decir aquí es que escribir novelas mortalmente ridículas y aburridas no es un delito. Si acaso, una mala costumbre. Así que si el ministro no se opuso a publicar su novela, debiera por esa misma razón dejar que se publiquen libros que él insiste en considerar malos (algo que no le discutiré porque es evidente que de libros malos sabe muchísimo).
Ministro: no sea tan exquisito. Deje que la gente decida lo que quiere leer y lo que no, incluso si se trata de historias tan irreales que sugieran que el gobierno del que usted forma parte no es bueno ni para dirigir un puesto de viandas. O sobre todo para eso. No tenga miedo a la libre competencia. Estoy seguro que por mucho tiempo su firma en los permisos de salida seguirá siendo un bestseller.

(Retrato del ministro adolescente. Cubaencuentro, octubre 2005)

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