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Tuesday, August 9, 2016

Camilo Loret de Mola y el testamento de Fernández Retamar

Pero la profesora también ejercía sus funciones habituales de notario: testamentos, declaraciones juradas, matrimonios y declaratorias de herederos. En su afán por relacionarnos, siempre nos llamaba cuando el cliente era especial y así nos permitía conocer a personas extraordinarias como los increíbles Abilio Estévez y Leonardo Acosta, los jefes de la mafia de los “moros” (Elías Fayad, Levi Farah y el doctor Asseff), o los dueños de “paladares” como Manolo Robaina y Julita la China.
   Una tarde me pidió que la acompañara pero con la condición de que le diera duro al cliente que le reclamaba para hacer un testamento. En el camino, constantemente, me repetía que el tipo le caía mal y no podría demostrárselo mientras le leía la futura distribución de sus pinturas famosas y sus muebles de estilo bien restaurados. Me pedía, en resumen, que hiciera el papel del sobrino imprudente, del no invitado que se atraviesa y tumba la fuente o rompe el adorno.
   Roberto Fernández Retamar nos recibió en una vieja casa del Vedado, una hermosa construcción de principios de siglo, meciéndose en el trono de moda entre los poderosos de la Revolución, un sillón nicaragüense con respaldar tejido. El hombre nos dedicó una larga explicación sobre los motivos que lo llevaban a adelantarse a su muerte, contándonos de la enorme biblioteca que el contador de su padre le dejara como herencia y de lo inútil que fue sentirse dueño, de repente, de todos aquellos tomos.
   Luego comenzó a presumir de los grandes intelectuales intestados que le había tocado sufrir y allí mismo se desató mi lengua, molestándolo con el ejemplo de Dulce María Loynaz, a quien le arrebataron los últimos días de una casa familiar. Retamar me ripostaba que aquella casa perdida era una locura, con escaleras de pasamanos que pinchaban cuando te aferrabas a ellos. Le repliqué que aquellos eran los pasamanos que los Loynaz habían preferido diseñar, los que decidieron usar como un laberinto personal y que tal vez alojaban instrucciones para los intrusos que desconocían los códigos.
   Retamar desvió el rumbo como buen dirigente, y empezó a hablar de la dudosa actitud de Dulce María, de amoríos mal vistos o insinuaciones homosexuales que pudieran perjudicarle su estancia en el Parnaso de los poetas del patio. Antes que terminara de referirse a un almuerzo inconcluso con Gabriela Mistral le contraataqué con una metedura de pata del momento, que presumía tenía su rúbrica: un romance mal contado que si había provocado revuelos nada comunes.
   En un intento por rescatar la figura enamorada del segundo jefe de la expedición del yate Granma, la prensa oficial había publicado un epistolario del mártir con su amante, Pastorita, la primera dueña de todas las casas que tuvo la revolución. El homenaje a la veta romántica del periodista, que luego de rendirse en el primer combate fue asesinado en Alegría de Pío, no contó con la reacción airada de la viuda e hija de Juan Manuel Márquez, que obligaron al Órgano Oficial del Partido Comunista a publicar una inusual disculpa pública.
   Retamar, ya bastante molesto a esas alturas, se lavaba las manos: no había sido consultado pero al final le había tocado un poco de la culpa. Pero eso no era una metedura de pata, se había actuado de buena fe; otras cosas eran peores según él, como la traición intelectual, como Jesús Díaz que daba la espalda a su generación y que desde el viejo continente ahora atacaba a la Revolución, era un perro, un oportunista que con su traición había perdió la inspiración y que todo lo que escribía ahora era basura.
   La profesora no se pudo abstener y ripostó asegurando que había disfrutado de ciertas Palabras perdidas, que muchas escenas de esa novela eran un fiel retrato de la Universidad y la guerra por los postgrados y los viajes; hasta se atrevió a identificar por sus verdaderos nombres a los personajes principales de una obra que, evidentemente, molestaba a Retamar. El barbado flaco de piyamas a rayas se levantó del trono: ¡que le dijeran donde había que firmar para que nos fuéramos de una vez!
   Ya en la calle con el testamento bajo el brazo, unos folios donde quedaba claro qué hacer con el Lam que desde la pared de la sala había presenciado nuestra expulsión, mi querida profesora me consolaba: nos echó pero le pegamos.
   La profesora vive hoy en España, trabaja en otra universidad porque la intolerancia le impidió seguir en su querida Habana. Yo repaso en el exilio aquel encuentro casual. Y Retamar, quizás desde el mismo sillón, sigue atacando a los que piensan distinto, ya sea en Valparaíso o en Internet. No distingue si son Sánchez o Montaner, los quiere fuera de su casa, que a veces disfraza como si fuera la de todas las Américas.

(Prólogo a un testamento. Blog Penúltimos Días, marzo 2010)

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