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Wednesday, September 16, 2015

Ramón Fernández-Larrea vs. Hilarión Cabrisas (1)

La cumbre de lo espiritual es hacerse poeta o árbitro de pelota. Ya sé que todo hombre es un árbitro, y por declinación, poeta. Pero los hay que no sólo exteriorizan ese razonamiento metafórico, sino que lo escriben, y llegan al colmo de publicarlo, contaminando así a sus congéneres. Era su caso. Perdón, era su caso un caso singular entre los hombres, a pesar de que hubo muchos que se dedicaron a la producción de melcocha. Usted les superaba porque poseía una sensibilidad a medio camino entre el fabricante de guarapo lírico y el decorador de carrozas de carnaval; entre el grabador de sortijas y el fabricante de serpentinas.
   Era de Matanzas, cosa que no me extraña mucho a esta altura de la vida. Nacer en Matanzas en 1883, y dedicarse, con temblorina pluma, al genocidio sentimental, viene como cantado. Sólo usted, entre la tropa de jenízaros románticos de la época, pudo llegar a esa cumbre de lo picúo en su famoso y ambiguo poema A Safo, cuando escribió: "guardan el tabernáculo de mi hostia maldita".
   Ligar tabernáculo con hostia, y calificarla de maldita, es una de las acciones más atrevidas que se han hecho en poesía. Cada vez que mi vida ha corrido peligro, en los instantes de mayor tensión emocional, cuando la saliva se me convierte en cuchillas de afeitar, recito mentalmente ese poema y el ataque de risa relaja mis músculos con unos espasmos que algunos médicos han confundido con un ataque de epilepsia.
   El misterio de su éxito lo encuentro en ese abismo cósmico de su nacimiento y su destino laboral. Parido un 9 de mayo no podía hacer otra cosa, ya crecidito, que irse a radicar a Cienfuegos, en lugar de la ruta normal que dictaba la evolución: irse a La Habana. ¿Y qué hizo en Cienfuegos? Trabajar como químico en una fábrica de jabón. He ahí el origen de todas sus pompas, lo resbaloso de sus símiles, la pulcritud de sus tropos. Un tropo bañado se estropea. Una metáfora se hace demasiado espumosa si se le añade sosa cáustica. O se queda sosa o termina quemando.
   Si no se hubiese llamado Hilarión, nombre que lleva a la hilaridad, sino Rafael, toda su obra podría ser catalogada como una felonía. Hilarión es un Hilario agudo, agigantado, demasiado sonoro para vivir en un barrio tranquilo. Estaba tan lleno de música que no sé cómo sus contemporáneos no lo aplastaron para que se hiciera disco. Quizá no le alcanzaba la pasta para eso. Un disco lleva surcos, y los poetas le huimos a esa palabra como al demonio. Pudieron, sin embargo, amputarle los brazos para que no escribiera, pero sospecho que los hubiera dictado, así que no habría quedado más remedio que hacerle la lobotomía. La ciencia no estaba tan desarrollada por entonces. Usted pudo salirse con la suya y consagrarse como un poeta floral.
   ¿Pueden los poetas mentir? Un poco, sí, cómo que no. La sensibilidad obliga a sublimar. El poeta puede permitirse cosas más concretas que el discurso de un político, que suele ser precisamente de concreto. Un poeta tiene licencia para soltar alguna que otra mentirijilla, algún algodonazo impalpable, ciertas promesas delirantes que a nadie dañan. Lo que no le está permitido a un poeta es engañar, y menos repetirlo sin ser acusado de alevosía. Y mucho menos sonar, en sonoros endecasílabos, una guayaba como esta suya: "Aquel amor de ensueños que te canté al oído / a otras dormidas vírgenes les he vuelto a cantar". Me opongo.
   Comenzando porque no sé explicarme dónde encontró esa cantidad de vírgenes dormidas a quienes afirma haberles cantado. O tenía menos voz que un miembro de la Nueva Trova o era dueño de una carga hipnótica insoportable y llena de sopor. A una virgen no se le musita nada al oído, como tampoco se le entonan cancioncitas. No. A una virgen dormida se le despierta y se le rescata de esa onerosa condición virginal. Entiendo que no podía hacer usted otra cosa. Estaba atado a su estilo. Era prisionero de su leyenda, aunque me ha llegado el rumor de que en realidad aborrecía a las vírgenes y a las no vírgenes, y lo que realmente disfrutaba era del contrabando de butifarras por la trastienda.
   ¿Puede un poeta fingir? Es posible. Si a diario se fingen amores al pueblo y orgasmos de alcoba, cómo no puede un versificador tirar algún que otro engañoso pasillo. La posibilidad de fingir del poeta es personal e intransferible. Y es su responsabilidad ser comedido en el engaño, porque luego va la gente humilde, se cree todo lo que se dice en los versitos, confía en cosas como el amor eterno, en que la unión será hasta la muerte, y una mala mañana rocían de kerosene al marido y lo convierten en monje budista ardiendo sin permiso del incendiado. Si una escritura tan bonita impulsa luego a la puñalada trapera, al desquicie por ensoñación o a que la gente consuma con glotonería telenovelas y bolerones, ya el poeta es un criminal.
   De esa catadura llegó a ser usted. Una fachada de poeta soñador, que ni se acercaba a una buena tuberculosis, como todos saben debe ser un poeta romántico. Ni una tos, ni un esputo, ni un carraspeo. Más musical que un tío vivo. Más tocado que una pandereta en reunión de borrachos. Más abrumador que una maruga o la clausura de un congreso del partido comunista.
   Le salva, de alguna manera, que a ratos tenía destellos de autocrítica. Por eso tituló uno de sus libros Breviario de mi vida inútil, del que abreviaron miles de inútiles, calmando sus bajas pasiones poéticas. Versificar con facilidad, con ritmito, con cadencia —moviendo las cadencias impúdicas— y rellenando todo con oropeles y adjetivos rimbombantes es provocar que a la gente le suba y le baje la pasión arterial. Y lo peor de todo es que esos versos cantarinos se recuerdan con más facilidad que los 25 sabores que tuvo en sus inicios la heladería Coppelia. Son de por vida.
   Cuando el siglo XX dejó de tomar leche y le salió acné juvenil, hizo usted una cosa monstruosa: dejó de fabricar jabones para dedicarse al periodismo. Conozco casos actuales que han realizado el trayecto a la inversa en el periodismo cubano, y hoy por hoy construyen unos intragables ladrillos jabonosos de la peor calaña.
   Qué horror un verso como este: "Inútilmente domo mis antojos", que anda jociqueando parejo con "¡y me enterré el cadáver en el alma!". Después de eso siguió usted vivo, campechanísimo, preparado para escribir esa Historia me absolverá de la ranchera sentimental que es La lágrima infinita. Con tanto valiente que había en esa época pululando por bares y cafetines y que nadie se atreviera a aporrearlo un poco a ver si se le pasmaban los arroyos poéticos.
   Y eso que había estudiado en Barcelona. Con ese motazo en su currículo se hacía poco menos que intocable. Podía pastar a mansalva porque ya habían pasado otros rellenando el corral de cisnes y la orilla de doradas caracolas. Por eso soltaba cosas como "ni apaga nuestra sed la misma fuente" y se iba a tomar un café con leche sin que le temblara el pulso, aunque hubiera levantado en vilo un fiambre sobre el alma primitiva de la nación con estos dos clavos de olor: "Después, cargué mi amor rígido y yerto. / Lloré mucho; recé, velé a mi muerto…", como si un difunto necesitara adjetivarse en su rigidez y ser rociado por agua de lagrimal.
   Me quedan cosas por decirle. Muchas. Borbotones en la camisa y en el buche, toneladas de objeciones. Lo dejaré, si me lo permiten usted y "el fardo de mi vida trunca". Cuestionaré ligeramente su llanto incontenible y el poema que más famoso le hizo: el del cunnilingus versificado. Le dejo arrodillado hasta entonces, jadeante y con la lengua afuera.
   De todos modos nos dejó pronto, más le valía. En su descarga —que no fue, a mi pesar, una descarga de fusilería— digo que no le dio por lo heroico, por lo estoico, por lo adocenante y por adornar con palabras los altares patrios. Un poeta está mucho mejor en el Parnaso que en el Panteón de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

(Carta a Hilarión Cabrisas [I]. Cubaencuentro, abril 2006)

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