Nicolás
Guillén es un viejo ruiseñor de emperadores. Comenzó como censor de Prensa de Machado
en 1932 y desde entonces no ha dejado de servir a todos los tiranos: con su pluma
alegre: encomendó Stalin a la protección de sus dioses afrocubanos, regocijaba
a Batista con cuentos verdes narrados en su voz congolesa en los años cuarenta,
escribía para Aníbal Escalante y todavía compone letras de guarachas en loa a
Fidel Castro. Esto último, sin embargo, no le impidió decirme, en el verano de
1965, en el patio de la Unión de Escritores, bajo un mango en flor,
reaccionando a la denuncia que le hizo Fidel Castro en la Universidad cuando
frente a los estudiantes lo llamó poeta haragán, acomodado y amigo de la dolce
vita, me dijo sotto voce: «Chico, ¡este tipo es peor que Stalin!
Porque Stalin se murió y lo enterraron, ¡pero éste nos va a enterrar a todos!
Un día se para ahí en la Plaza Cívica y dice que yo soy un
contrarrevolucionario, ¡y viene una turba a sacarme de mi casa!»
(Mea
Cuba, Plaza y Janés, Madrid, 1992)
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