Ay,
como ven todo esto de la Generación Cero resulta apestosamente romántico: un
grupo de escritores que saben que no van a vender más de cincuenta ejemplares
—a pesar de intentarlo con muchas ganas— y algunas editoriales que no tienen
empacho en publicarlos. Por ejemplo, Abril, Ediciones Loynaz, Extramuros,
Unicornio, Oriente, Ediciones Matanzas, etc.: que levanten la mano aquellos que
hayan comprado alguna vez un libro de Extramuros. Pues eso. Ya sabemos que
las editoriales cubanas son como el Titanic, con la diferencia de que aquí
nadie huye, todos siguen y siguen publicando, aunque el barco se hunda.
Pero necesito unos segundos de reflexión
para tratar de explicarles qué diablos pasa con los narradores de la Generación
Cero y por qué muchos de sus libros me parecen de una ridiculez inenarrable.
Digamos para empezar que se trata de textos que no tienen o no conducen al
clímax. O como también se le conoce en el CENESEX: “templar sin venirse”.
Lo de la Generación Cero es la narrativa tántrica.
“Hay que recordar que la meta del sexo
tántrico”, advierte Wikipedia, “no es la eyaculación o el orgasmo, sino
potenciar los sentidos mediante besos, caricias y miraditas para que fluya la
energía sexual”. Les voy a explicar cómo funciona esto: no funciona. Como
dar clases de yoga con una cabra.
Sin embargo, la crítica literaria cubana lee libros que te empujan a la llamada “eyaculación interior” y cree —salvo raras excepciones: Atilio Caballero (“La Cuban X Generation según Osdany Morales”), por ejemplo— que no hay nada que decir al respecto. No lo comentan Walfrido Dorta & Mónica Simal en su dossier para la Revista Letral; no lo menciona Duanel Díaz en Una literatura sin cualidades; Caridad Tamayo cacheó más de cincuenta escritores cubanos “nacidos a partir de 1977, es decir, de hasta treinta y cinco años” a la hora de preparar Como raíles de punta, y sobre esto ni pío; ni siquiera lo apuntan las yumas Emily A. Maguire y Rachel Price; tampoco dice nada Pardo Lazo en su prólogo, ni una sola palabra sobre no eyacular.
Sin embargo, la crítica literaria cubana lee libros que te empujan a la llamada “eyaculación interior” y cree —salvo raras excepciones: Atilio Caballero (“La Cuban X Generation según Osdany Morales”), por ejemplo— que no hay nada que decir al respecto. No lo comentan Walfrido Dorta & Mónica Simal en su dossier para la Revista Letral; no lo menciona Duanel Díaz en Una literatura sin cualidades; Caridad Tamayo cacheó más de cincuenta escritores cubanos “nacidos a partir de 1977, es decir, de hasta treinta y cinco años” a la hora de preparar Como raíles de punta, y sobre esto ni pío; ni siquiera lo apuntan las yumas Emily A. Maguire y Rachel Price; tampoco dice nada Pardo Lazo en su prólogo, ni una sola palabra sobre no eyacular.
Me he imaginado a un lector de Cuba in
Splinters yendo a por las novelas de la Generación Cero, buscando
esa “nuevarrativa” que dice el otro, y encontrándose lo de eyacular en
la mente. ¿Qué pensará ese lector? ¿Que la literatura cubana es esta bonhomía?
El caso es que me puse a buscar en mi
biblioteca, con aquellos comentarios y estas reflexiones en la cabeza, un
término más adecuado para describir buena parte de la narrativa cubana
contemporánea. Un término mejor que aquello de “narrativa tántrica”. Se me
ocurrió enseguida la palabra “posdrama”. ¿Qué es el posdrama? Pues si pensamos
en una novela como si fuese una maleta (“¿Cómo sabemos lo que tenemos que meter
en una maleta?”, apunta David Mamet en Verdadero y falso, “La
respuesta es: depende de adónde tengamos que ir”), lo posdramático consiste en
narrar todo aquello que no está en función del viaje; lo que dejamos fuera…
Era eso, en efecto, una literatura jodidamente
sinflictiva, inargumental, que no va de nada —más dietario abierto que otra
cosa— y que apenas se puede subrayar. Una literatura de escenas, no de
argumentos, como un praxinoscopio roto. Porque lo posdramático no aporta nada al
panorama literario cubano, al menos no en la Generación Cero; nada que no se
pueda describir con palabras como “fracaso”, “aburrimiento”, y, por supuesto,
“mediocridad”. Solo entonces es posible entender por qué los narradores
cubanos consiguen plata más fácilmente agitando una lata vacía en la puerta del
baño de hombres del Sauce, que publicando libros; cuando luego es imposible
decir de qué se tratan.
Qué rompecabezas, ¿no?
Supongamos que en el siglo XX cubano la
novela alcanzó la perfección. Era así como debía hacerse una novela. Capítulos
y partes, descripciones y atención a los detalles, casi siempre un narrador en
tercera persona que se deja llevar por el estilo indirecto libre;
planteamiento-nudo-desenlace, generalmente pocos diálogos y un final climático.
Alejo Carpentier, en suma.
Ahora bien, llega el nuevo milenio. Rostros
nuevos entran en escena. Publican libros. Pero, ¿cómo diferenciar a un escritor
de la Generación Cero, ya que estamos, de Alejo Carpentier, si ambos tuviesen
que narrar la misma fiesta? Carpentier se ocuparía de la fiesta en sí: el
ambiente y la música, del ecosistema de la farándula, con los más elaborados
protocolos: “de plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los
platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía
el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas,
coronadas por una granada de plata; de plata los jarros de vino amartillados
por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos con su pargo
de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas…”, algo por el estilo. Un
narrador de la Generación Cero, en cambio, narraría no la fiesta en sí, sino
cómo se preparó para el dichoso party: los preliminares. Todo ello
entreverado con el relato de sí mismo.
Personalmente, no puedo ya más con tanta
gente en Cuba hablando de sí misma. No puedo más con esos personajes que se llaman
como el autor, ni con esos cameos generacionales en los libros. Esto ha llevado
a que existan novelas cubanas donde la auténtica trama emula la estructura
dramática del “Amigo secreto”. Ejemplo al azar: en Papyrus (Osdany
Morales) hay cameos de Jorge Enrique Lage y Raúl Flores; en El
color de la sangre diluida (Jorge Enrique Lage) asoma la cabeza Adriana
Zamora; en Días de entrenamiento (Ahmel Echevarría) sale Orlando
Luis Pardo Lazo; en No sabe/ No contesta (Legna Rodríguez
Iglesias) entra Jamila Medina; Oscar Cruz y José Ramón
Sánchez también se han dado palmaditas de un libro a otro… y que pase el
que sigue. Nunca antes las letras cubanas fueron tan claramente un patio de
colegio.
Los libros de esta época son como el juego
de las sillas musicales, que se dejó de jugar cuando un puñado de nombres se
largó del país, otros ocuparon escaños en la institucionalidad, y un grupo
menor se convenció de lo patético de esa conflagración y decidió que con ellos
se terminaba la melodía.
Ahora la Generación Cero lo que celebra es
el día del Egresado.
Los rasgos de esta autoficción narrativa son
muchos:
1) El uso de “lo cubano” como impedimento. Si
estos autores fueran de Chicago o de Roma, tendrían más traducciones que ahora
lectores. Pero los pobres son de Lawton, de Oriente, de Mayabeque…
2) ¡Sacar a tu novia por su nombre de pila!
3) Hacer un crucigrama con tu vida y la de tus
amigos.
4) Ordenar la historia de la literatura cubana de
tal modo que la propia obra se vuelva inevitable. Porque ninguno de estos
narradores de la Generación Cero tiene demasiados problemas en buscarse abuelo
en Guillermo Cabrera Infante, tío en Guillermo Rosales, fratría en Reinaldo
Arenas.
5) Transformar cualquier verbo de acción en
tinglado egomaníaco, en fin, en esa tontería que hoy se resume en un selfie.
Cry me a river!
Me he imaginado en el futuro perdido dentro
de una librería buscando un libro cubano, un poemario o una novela minoritaria;
me he imaginado recurriendo al librero para localizarlo, y que me diga, después
de cubrir con un ademán medio establecimiento: “Todo esto es Generación
Cero, el resto es literatura”.
(Con
dos que se quieran… ya tenemos Generación Cero, Hypermedia Magazine,
enero 2020)
No comments:
Post a Comment