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Friday, August 7, 2015

Jorge Luis Mederos se queja

¿De qué entonces me quejo?, sería razonable preguntarse. Y aquí es donde viene en mi ayuda el refranero popular en cuanto a aquello de que no hay mejor cuña que la del mismo palo, o peor; en dependencia de los fines con que se utilice la cuña. Porque siempre, salvo muy indecorosas excepciones, cualquier diferendo entre artistas, antaño se convertía en algo de segunda importancia cuando el poder osaba mostrar su oreja peluda en el asunto (entiéndase como “Poder” toda entidad capacitada para hacernos la vida difícil). Qué bueno.
   Pero pasó el tiempo y pasó que ya no somos los mismos -¡viva la dialéctica! Pareciera que el espacio ganado redundaría en mejoramiento ético puesto que el escritor podría serlo sin tan cruento menoscabo a su economía: vivir haciendo lo que me gusta y que además me paguen con mediano decoro es bastante buen negocio. Lo dice alguien que en aquella época dura se dedicó a otros menesteres para subsistir logrando buenos dineros y muchas insatisfacciones personales. Como yo, otros se vieron precisados a hacer lo mismo y ocuparse de los más disímiles oficios para sobrevivir pero, más fuertes de espíritu, tuvieron a bien continuar su obra contra viento y marea y ahora, con toda justicia, comienzan a recibir los dividendos.
   La parte dolorosa del asunto llegó con la bonanza: aquellos vientecitos provocaron estos ciclones y ya todo, o casi todo, fue dinero. No digo que el obrero no sea digno de su salario, pero una dosis de sentido común nunca viene mal sobre todo al verdadero intelectual que se precie de serlo. En un príncipe del espíritu es inaceptable el comportamiento del bodeguero. Hace unos meses fui duramente criticado por más de uno y por más de dos miembros de la comunidad intelectual de Villa Clara a causa de... negarme a cobrar la lectura de un poema en conmemoración a la muerte de Ernesto Guevara; poema por el que, dicho sea de paso, ya me habían pagado su premio en el concurso CIUDAD DEL CHE y derechos de autor por su publicación en cierta antología. Confieso que al principio me sentí un poco aturdido y hasta con cierto complejo de culpa; porque si algún plan tengo en mente para lo que me resta de vida es no desentonar, ya bastante lo hice en el pasado; pero todo tiene sus límites. ¿Acaso puse, sin querer, en peligro la capacidad de subsistencia de alguien que no tiene otro recurso que la literatura para llevar sus frijoles a la mesa? Si este es el caso, les ruego me disculpen; pero también les ruego que no me embarquen en una aventura donde cada me pudiera ir convirtiendo en menos poeta y más mercachifle. Entiéndase que no intento dialogar desde una cumbre espiritual ni mucho menos porque el fariseísmo y yo tenemos muchas y muy antiguas diferencias.
   Y si esto fuera todo, vendría sobrando el motivo de esta escritura, como no sea, una vez más, que seguramente me la van a pagar. Se limitaría al episodio aislado de una situación aislada. Ningún derecho tendría, como no fuera la necesidad de oírme a mí mismo. Pero desgraciadamente no es así; lo que ocurrió conmigo es solo la punta del iceberg de una situación demasiado recurrente, demasiado triste y degradante que no tiene nada que ver con la conducta que un día imaginé, debería usufructuar cualquier artista que se respete a sí mismo. Meritorio y justo es que el creador de un producto artístico adquiera, por derecho de conquista, los dividendos merecidos para el sustento y que a la vez le permitan procurarse mejores condiciones para continuar su labor (¿recuerdan la vieja fórmula: Mercancía-Dinero-Mercancía?) Pero cuando se invierte la fórmula empiezan los problemas porque ya no sería el producto artístico el resultado del dinero, sino el dinero como resultante obligado del producto artístico; por tanto: rigor, selectividad y ética se convierten en una suerte de material desechable, molesto, y por demás prescindible… Perdono más, y comprendo, aunque parezca contradictorio, ese tipo de actitud en los mediocres; pero en los talentosos resulta imperdonable. Demasiado corrosiva es ya la realidad, el carne y manteca y muslo y contra muslo de cada día, para que el artista inserte la misma contraseña en su destino. Hay un momento en la vida de cada intelectual en que tiene obligatoriamente que cuestionarse si escribe para vivir o vive para escribir: “Isla Negra no es la solución” enunciaba Nicanor Parra hace aproximadamente medio siglo, y yo coincido con él. En otra parte escribió: Yo me gano la vida a puntapiés, y esa tampoco es la solución, por lo menos, no la que nos ha tocado en el aquí y el ahora... ¿Sería demasiado pedir que esos puntapiés no comiencen entre nosotros mismos?
   Por demás, advierto que piso terreno muy escabroso; el tema no está ni medianamente abordado a consecuencia y habría tela por donde cortar para muchísimo más. Al autor del presente se le quedan en el tintero (o en el teclado) un sinnúmero de elementos que deberían considerarse a la luz del sano juicio; del mismo sano juicio que me indica que esto es un artículo con sus características limitaciones de espacio. Entiéndase además, que no trato de hacer política o de predicar, trasnochadamente y en calzoncillos, una moral que a la postre me tiene sin cuidado. No busco aprobación, ni la necesito, de las “autoridades competentes”, que posiblemente ni entiendan de lo que estoy hablando. Pero duele, créanme, ver, palpar y sentir, cómo personas a las que uno ha respetado siempre, con las que ha compartido y hasta cierto punto, participado de sus éxitos y descalabros; del día a la mañana se nos vuelvan extrañamente lejanos por el sencillo motivo de que entre ambos se interponen un par de miserables prebendas. O yo estoy muy equivocado, o la miseria, que genera miseria, ha logrado entronizarse en demasiadas zonas prohibidas para un hipersensible majadero como yo. Definitivamente me está costando mucho trabajo vivir en estos tiempos donde, como bien dijera Corleone: “...no hay nada personal, sólo negocios”. Tal vez haciendo honor a esa misma filosofía, dentro de unas horas alguien o álguienes, den la orden de arremeter contra este artículo y su autor. Y no dudo que el ejecutante aparezca siempre que le paguen en dinero o en especies, claro está, la riposta. De ser así, no me voy a sentir ofendido: sé que no es nada personal, son problemas de negocios…
   El caso es que como ven, continúo siendo el inadaptado que pone la nota discordante. “Donde fueres, haz lo que vieres”, pero resulta que no me da la gana de adoptar las costumbres al uso, toda vez que ellas tropiezan con lo poquito que todavía me queda de persona decente. Porque si bien es cierto que a mis espaldas y por lo bajito se han dicho horrores en cuanto a mi “estúpida “ postura de no aceptar dinero por ciertas cosas, también es cierto que no han faltado otros que —también por lo bajito para no buscarse líos— me han felicitado.
   Ello me hace pensar que no vivo, como al principio imaginé tan pesimista, en un mundo carente de valores; los valores están y estarán porque son eternos, solo que para que existan valores es necesario su contrapartida. En dependencia del momento histórico unos prevalecen sobre otros y la persona que como yo no está en el lado donde se inclina la balanza, es un inadaptado. Entonces comienza a auto conmiserarse, a sentir que está necesitando una máquina del tiempo para volver al pasado, a decir que las cosas andan mal, muy mal, y qué sé yo cuántos disparates más.

(De qué me quejo. Revista Umbral, 2008)

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