En
último análisis, Tres tristes tigres no puede tomarse más que como una
novela sobre los ocios y sobre las aventuras y enredos eróticos del periodista
o crítico de cine Silvestre, el actor de televisión Arsenio Cué, el fotógrafo
Códac y el mulato bongosero Eribó, durante un período que tiene todas las
trazas expresas a la vez que tácitas de corresponder -si bien carece por
completo de sus convulsiones históricas- a las postrimerías del régimen de
batista. No obstante su condición de personaje de galería, La estrella tiene
más vida que todos los demás personajes juntos de la novela, y ninguno puede
competir con Bustrófedon en cuanto a proyección fantástica. Los pasajes
elegíacos que a Cabrara Infante le inspira la muerte de ambos personajes
constituyen momentos memorables. Las diferentes versiones del mismo cuento que
ha ideado para “Los visitantes” llegan a abrumar al lector, no menos que el
cúmulo de giros, frases y citas en inglés, que tanto aquí como en “Bachata”,
campean por sus respetos.
La sección del libro en que hace su
aparición La Estrella es a mi modo de ver el logro más acabado de la narrativa
de Cabrera Infante.
Por lo que respecta a su composición, Tres
tristes tigres pone al descubierto, en primer lugar, la malicia literaria
de su autor. A una pregunta del novelista español Corrales Egea, en la
entrevista publicada en el número 17-18 de la revista Casa, Cabrera
Infante responde como sigue: “Sí, estoy trabajando (con rapidez y facilidad y
con ganas) en un libro de cuentos, unidos orgánicamente no sólo por el título,
sino por una pequeña y desmesurada astucia técnica: están escritos todos en
primera persona”. Huelga consignar que el libro al que se refiere el
entrevistado es Tres tristes tigres. En otra parte de la entrevista
dice: “Formalmente, el libro es un experimento con el habla del cubano”. La
ejecución de la novela demuestra que el autor no se ha apartado sensiblemente
de sus anunciados procedimientos técnicos. En mi opinión, el experto manejo
artístico del habla cubana empequeñece y opaca cualquier otro logro. Pese a
todos los hábiles artificios de Cabrera Infante, la novela se resiente de falta
de unidad, de desarticulaciones con cierto tufo a estrafalario cajón de sastre.
Hasta la página 204, repito, entronca grosso modo con Así en la paz como en
la guerra, después predomina la visión y la tónica estilísticas de “retrato
del crítico cuando caín”, que vale tanto como decir: la indesmayable influencia
de S. J. Perelman.
Si en algo se parece Tres tristes tigres
a Así en la paz como en la guerra es en el cometido estético que se
proponen llenar las viñetas. En la novela entrañan revelaciones de carácter
generalmente patético hechas al psiquiatra por jóvenes pacientes del sexo
femenino; en el libro de cuentos versan sobre la lucha contra Batista y figuran
antepuestas a cada uno de los cuentos, que, casi en su totalidad, se hallan
insertos en un ámbito de paz civil. En la novela, a diferencia de lo que sucede
en el libro de cuentos, el contrapunto no salta a la vista; varias viñetas se
quedan cortas en contenido patético, o lo que es peor, lo distorsionan o
malogran, y por consiguiente son ahogadas en el contexto o caudal narrativo
propiamente dicho, empeñado con invariable tenacidad en pulsar la cuerda
humorística.
Demos por descontado que dicha novela, al
rehuir o no poder plasmar un significado de conjunto, válido para la
experiencia humana que recrea, entronque con la “antinovela norteamericana”,
tal como es definida por Truman Capote, Norman Mailer, Susan Sontag o Norman
Podhoretz. Tres tristes tigres es el antípoda de lo que estos narradores
y críticos tienen por una antinovela. Su enfoque no es periodístico, y el
compromiso ningún papel compone en ella. Por otro lado, la antinovela
norteamericana busca su significado en el reportaje interpretativo, o
simplemente se propone no tener más significado que el que establezcan los
hechos narrados, mientras que el precario o amorfo significado que se desprende
de la novela que aquí se comenta, arranca a mi parecer como una sola pieza del
esfuerzo creador de la imaginación. En este punto, han sentado plaza los
desdoblamientos, los descoyuntamientos o desarticulaciones.
Ya que a lo largo de toda la novela se ha
cargado la mano tan descomedidamente del lado del humorismo, a nadie debe
sorprender que su contenido emocional arroje un saldo de liviandades. Un
humorista norteamericano desconocido fuera de su país (no creo que haya gozado
en vida de notoriedad internacional), Franklyn P. Adams, nacido en 1881,
consignó en una de sus tantas crónicas periodísticas que alcanzan un nivel
antológico, que el escritor debe valorar más la emoción que el sentido del
humor, y que el conflicto entre lo uno y lo otro era cosa frecuente. Para mí,
la ausencia de un contenido de ponderable envergadura en el orden de la experiencia
humana, excluye en Tres tristes tigres toda posibilidad de arte
simbólico o de cualquier otro arte, salvo, desde luego, el mimético en su más
ostensible, completa y provechosa acepción.
Al ceñirse a pintar con largo aliento y
vivos colores el clima bachatero, así como las peripecias funambulescas de la
vida habanera de los años 50, gozada o entendida como parranda, Cabrera Infante
implícitamente destierra de su novela todo simbolismo capaz de trascender los
hechos narrados. Entre otras particularidades, buen número de las cuales ya han
sido tocadas aquí, las intermitentes y por lo general espumeantes tiradas
poéticas y el persistente y llamativo humor “perelmanesco”, compensan con
creces tal inexpresividad.
(Algunos
tics de T.T.T. Revista Término, No. 4, verano 1983)
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