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Friday, October 9, 2015

Eliades Acosta Matos vs. Haroldo Dilla (2)

No solo tenía cara de polichinela triste, sino que lo era. A veces, a solas con la almohada, echaba mano a las migajas de decoro que le quedaban, e intentaba justificar los culebreos de su vida. Es verdad que casi nunca tenía ánimos para lanzarse al turbio estanque de su alma, pero cuando pasaba, imaginaba que un hado adverso le había marcado desde la cuna, chupándole la columna vertebral y dejando, como residuo, al invertebrado que era. Sin dudas, se sentía menos gelatinoso cuando soñaba que sobre él pesaba una rara maldición, contra la que nada podía. Y esa idea, por ficticia que fuese, le permitía habitar un día más ese cuerpo, y vivir, sin preocuparse por la obscena ostentación de sus llagas morales.
   Cuando al día siguiente despertaba, estragado por la vigilia y los remordimientos, se reconfortaba ante el espejo ideando la manera en que más efectivamente podría humillar a sus empleados del Instituto Trujilloniano. Porque podría pasar por un ser abyecto para sí mismo, incluso, gritarlo en lo más profundo de su corazón, pero jamás lo admitiría de cara a los demás, sino todo lo contrario: para esos reservaría siempre las poses mayestáticas, las frases recalentadas en su cabeza hasta soltarlas con gravedad de magister, y las poses de  semidios olímpico caído por accidente en esta isla, todo lo que le había ganado a sus espaldas, claro está, el sobrenombre de Don Pomposo.
   Con camaleónica constancia, Don Pomposo cambiaba de credo filosófico como de camisas, siempre oteando la dirección de la brisa que despeinaba en las alturas al Jefe Perínclito. Por algo había sido escogido por este como Presidente del Instituto Trujilloniano, precisamente para darle visos de respetabilidad y rigor intelectual al coro de quienes entonaban bien los estribillos, pero eran incapaces de crear las melodías. Cuando contaba tres veces, por ejemplo, que en un discurso o entrevista, el Generalísimo usaba una misma palabra o esbozaba un mismo concepto, de inmediato escogía al alabardero idóneo para elaborar una retorcida teoría con la que respaldarlo, no importaba si para ello se tuviese que torcer el brazo a los sofistas griegos, emparentándolos  con los iluministas franceses. Lejos de eludir “el ditirambo caluroso”, como había pedido Balaguer al dejar inaugurada la sede de Gázcue, en 1953, Don Pomposo no concebía otra mejor manera de llevar a cabo su misión que no fuese derrochando melcocha, embadurnando con su babeante admiración la figura del fuerte que pagaba sus servicios, y de paso, dejando contaminados para la posteridad, por ejemplo, temas que alguna vez fueron respetables, como el de la frontera binacional, la dominicanidad, la independencia económica, la seguridad social, las relaciones internacionales, pero que después de pasar por el serpentín cortesano del Instituto, salían convertidos en chorizos en almíbar, capaces de repugnar a los más robustos paladares.
   Es cierto que a veces, en un rapto fugaz de decoro freudiano, Don Pomposo apelaba en sus escritos a un lenguaje de la misma izquierda en la que militó en su lejana juventud, cuando formó parte del “Paladión”. En esas periódicas y efímeras reencarnaciones, cometía la osadía senil de llamar “gringos” a los estadounidenses, y de aparentar repugnancia por el mismo capitalismo al  que había entregado su honor hacía mucho. Pero a sabiendas de que hacía equilibrios en el filo de la navaja, y que en lo tocante a ideologías el Jefe no entendía de matices, pronto recobraba su compostura y volvía a su verdadera naturaleza con la furia de una walkiria borracha. Esas rectificaciones iban siempre acompañadas de informes al SIM y a ciertas embajadas curiosas, muy interesadas en saber y combatir lo que pensaban los profesores españoles republicanos que llegaban del exterior, o de panfletos escritos con hiel, donde clamaba porque un autor, o una publicación, fuesen condenados al Index. Y es que Don Pomposo, a fuerza de estudiar el tema de las fronteras, se había convertido en el Aduanero Ideológico de su nuevo amo, velando los contrabandos de palabras, persiguiendo los conceptos prohibidos, detectando, tempranamente, los trasiegos no autorizados de pensamientos e ideas, para evitar que estos floreciesen y pusieran en peligro al régimen, y de paso, su propio otoño bien pagado.
   Y Don Pomposo, cuyo verdadero nombre era Hastroldo Cuasihomérico Pe. Dilland, no solo cambiaba de credo filosófico tornándose positivista, kantiano, roussoniano, keynesiano,  hispanófilo, haitianizante, medieval o renacentista, según las brisas que batiesen las alturas, sino también de nombre y rostro según lo aconsejase la ocasión.  Cuando se entrevistaba con enviados de Harvard o Cornell, se presentaba como Mr. Harold P. Dilland. O si estos andaban de prisa, simplemente como H.P Dilland. Y cuando le tocó viajar a la España franquista, en mayo de 1954, formando parte de la avanzada circense que debía organizar el largamente esperado encuentro de los dos Generalísimos, regaló sus tarjetas de visita hasta a los limpiabotas gitanos y a los porteros sevillanos del hotel Ritz- Carlton de Madrid, en las que figuraba como Haroldo Pelayo Cidcampeador Pe.
   Y fue durante ese viaje a Madrid, que Don Pomposo comprendió que la supervivencia de ejemplares de su fauna dependía de tener patas de gacela, corazón de león y talante de hiena. El contacto con sus colegas franquistas, como Giménez Caballero, Ramón Serrano Suñer, Laín Entralgo, Ridruejo o Foxá, le actualizó en la necesidad de elaborar mitos edificantes, ancestros milagrosos y buscar adjetivos altisonantes para crucificar a los enemigos y elevar a los altares al Jefe. De ellos tomó para la propaganda del Instituto, por ejemplo, el llamar “Adalid Seráfico”, “Vigía de Occidente”, “Timonel de la Dulce Sonrisa” y “Lucecita del Pardo” al  Ínclito Varón de San Cristóbal, sin comprender que el plagio le acarrearía desgracias. Porque Don Pomposo era experto en rezurcir, no en crear. Y cuando empezaron a llegar notas diplomáticas peninsulares con discretas protestas por el uso indebido de epítetos que creaban confusiones en los organismos internacionales, la Secretaría de Relaciones Exteriores no pudo menos que presentar a la de la Presidencia un memo en la que se rogaba, con todo respeto a la Superioridad, que pusiese coto, de alguna manera, a aquellas prácticas, y recomendaba que el Instituto, en fin, debía servir para algo más que para dar jabón y prodigar “ditirambos calurosos”.
   Fue defenestrado sin piedad, acusado del delito de lesa majestad, por haber hecho quedar en ridículo al Jefe, vistiéndolo con las ropas de otro Jefe, como si fuesen de estreno. Quedó en la calle y salió del Instituto llevando en un cajón sus papeles febriles, repletos con los mismos adjetivos que pertenecían a los Laínes franquistas, con los que creyó garantizar que su sol jamás se pondría en el horizonte de la Era. Tuvo que atravesar, con la cabeza baja, y sus movimientos de polichinela triste, por entre los empleados burlones a los que humillaba sin piedad. Se fue sin dejar tras de sí más que el recuerdo de su inagotable capacidad de ridículo y la revelación de que también había estafado a otras instituciones, como luego se supo. Lo último que oyó a sus espaldas al salir, fue una vocecilla expresamente aflautada, para no ser reconocida, que masculló, con el deliberado propósito de herirlo, un  “Adiós, Don Pomposo”.
   Dicen que, desde entonces, se le vio rondando los hoteles donde el Jefe hospedaba a los tránsfugas fugitivos y los dictadores defenestrados de toda América. Les dejaba en la recepción un mismo texto amelcochado, ditirámbico, caluroso y servil, del que solo cambiaba el nombre del destinatario y el del Instituto que les proponía fundar, en sus países de origen, una vez que triunfase la contrarrevolución que les debía restituir el poder, con la santa anuencia, por supuesto, de quienes-tú-sabes. Y cambiaba según el caso, como era de esperar, su propio nombre, el del futuro Presidente del Instituto Peronista, Rojas-Pinillista, Pérez-Jimenista, o Batistiano, los que debían florecer, bajo su certera guía, en Buenos Aires, Bogotá, Caracas, o La Habana.
   Nadie lo tomó en serio, ni se dignó a sacarlo de su miseria. Dejó una especie de papiro interminable con un listado enloquecido de autoalabanzas que debían figurar en su epitafio, y la recomendación, de raíz franquista, de que debía construirse en el país algo parecido al Valle de los Caídos, donde la nación agradecida agruparía los restos de los artífices de lo que denominaba “La Era Gloriosa”. Unos desaprensivos, irreverentemente, usaron los papeles póstumos de Don Pomposo para envolver las botellas de cerveza que los clientes compraban en un colmado.
   No solo tenía la cara de polichinela triste, sino que lo era.
   Hoy nadie lo recuerda.  

(Número 17: fatal atracción. Diario Libre, 2014) 

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