Hace algunos años tenía por costumbre «meterme» en la Biblioteca Nacional con objeto de empaparme de nuestro Gran Siglo. Parece que me mojé con exceso. Aunque la Avellaneda siempre tuvo la virtud de exasperarme (nunca pude tragar su famosa «perfección formal», y encima de eso, sus quejumbres), aunque para desesperación del señor Chacón y Calvo puse al desnudo a nuestra gran poetisa, con todo, el siglo XIX cubano me seguía pareciendo nuestro Gran Siglo. Pasados veinte años, adoración tan ciega ha empezado a recobrar la vista: es decir, continúo adorando a nuestro Gran Siglo, pero tengo muy abiertos los ojos sobre él.
Es así que nuestra generación, frente al XIX, lo miraba con nostalgia, y, por estimarlo plenamente logrado se miraba ella misma un tanto frustrada. Ignoro los pensamientos de los escritores cubanos del siglo pasado sobre el siglo XVIII cubano (por supuesto, dicho siglo no pasó nunca por Cuba), pero estamos autorizados a suponer que si los tuvieron también ellos pudieron haber llegado al convencimiento de su propia frustración. Lo peor que puede hacerse con un siglo literario es tomarlo como espejo: uno se mira en él, y como ocurre que la cara que allí se asoma está en proceso de formación, algo bien desagradable, contrahecho y confuso se refleja. O también, los siglos pasados sirven de pretexto o excusa para encubrir una impotencia de expresión momentánea: «¡Ah, Casal, qué gran lírico (y uno suspira), y Zenea, qué elegíaco insuperable…[»]. Después hay los arquetipos: Piñeiro es el crítico; Martí el orador; Villaverde el novelista; Casal el poeta… Esto es inobjetable, pero ciertos juicios, tomados como absolutos, resultan, a la postre, negativos. La ciega adoración, no deja lugar a la crítica; uno está siempre de rodillas, con la cabeza baja, y en tal postura se hace bien difícil manejar la espada del pensamiento. Ahora, que ya hemos enfilado la nave hacia nuestra plena integración nacional, me parece que es inaplazable la edición crítica (pero realmente crítica) de nuestros autores del siglo XIX. Con la sola excepción de José Antonio Portuondo (que se ha apoyado en el método dialéctico), prologuistas, ensayistas y demás se han empeñado en una crítica, que en el mejor de los casos no pasa de puramente impresionista, para no hablar de la de compromiso: estéril y abominable.
(¿Casal… o Martí? Lunes de Revolución, junio 1959)
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