Alto y delgado, el rostro recorrido en casi toda su extensión por la nariz, de abundante pelo negro, con gafas de gruesos cristales que en cuanto pudo sustituyó a favor de un mejor diseño (pasó así de las pesadas gafas soviéticas de pasta a la levedad de unos aros metálicos de Armani), la voz con la que discutía de libros y despreciaba a no poca parte de la humanidad era sumamente nasal.
M. vestía con elegancia y dedicaba a las mujeres una indiferencia estudiada. Ser esquinadas de aquel modo debía despertar en ellas una idea de misterio que personificaban en él, mañoso a la hora de representar al tipo de intelectual. (No quiero decir que exista farsantía suya al respecto: se trata de un muy buen lector y de un pescador ágil de últimas ediciones y noticias literarias.) A no pocas les parecía determinante oír lo intelectual en esa voz de constipado. O mejor, que su voz les negara el acceso a ciertos pensamientos reservados por él para sus paseos solitarios.
Para la figura elegante y misteriosa que formaba.
El hecho de que enigma como el suyo fuese rebajado por la gripe desplegaba en las mujeres una nota afectuosa. Y, ganada la presa, M. no tardaba en hacer evidente su desesperación por hallarse junto a ella. Se comportaba entonces como si postergase alguna tarea intelectual imprescindible, bufaba como metido en un embotellamiento.
A esas alturas, su indiferencia inicial se había convertido en odio. Un odio no menos erotizante.
(…)
Volví a encontrar a M. quince años después de recibir aquella carta. Delgado todavía, aún más elegante, su rostro parecía el mismo pese a la rotura de mandíbula que le ocasionara un marido ofendido. (Había atravesado por una minuciosa intervención quirúrgica y un postoperatorio que lo mantuvo semanas alimentándose por una pajita.)
Me habló de la paliza sin detenerse en pormenores. Ofreció prolijidades clínicas y casi ninguna descripción de la batalla (oyéndolo, supuse lo distinto que habría sido su recuento de haber ganado la pelea). Procuraba llegar lo antes posible al momento en que, desde el hospital, nombraba a un abogado que ejecutaría su venganza.
“Fue una golpiza merecida”, me aseguraron quienes sabían del asunto.
M. acostumbraba a acosar a las novias de los amigos. Se sentía tan desesperado frente a las mujeres ajenas como al recibir la noticia de que algún conocido publicaba libro nuevo.
Podía tratarse, incluso, de un simple artículo en una revista de importancia. Él sería el primero en leerlo para hallarle inconvenientes. Criticaba los textos ajenos tan impulsivamente como cortejaba a las mujeres de otros.
No me asombró entonces que nuestro reencuentro estuviera lleno de suspicacias por su parte. Él la había emprendido, cada uno a su tiempo, contra todos mis libros. Y ahora que me tenia cerca, al alcance de la discusión, no parecía dispuesto a tratar de ningún otro tema.
(La fiesta vigilada. Anagrama, 2007)
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