¿Dónde está, en efecto, la producción literaria gallarda y extensamente prestigiosa que corresponde a un pueblo de nuestra tradición? ¿Quien recogía la lira poderosamente templada de Heredia? ¿Quién la inspiración enérgica y la fecundidad gloriosa de la Avellaneda? ¿Que bríos han sabido desarrollar, en nuestro siglo, las iniciativas precursoras de Julián del Casal y de José Martí en el Modernismo poético americano? ¿Donde está el novelista que supere a Cirilo Villaverde, el ensayista que emule a Varela, a Saco o a Varona, el crítico que rivalice con Piñeiro o Justo de Lara?
Me anticipo a los reparos posibles. Se dirá que tenemos actualmente poetas de genuina inspiración, novelistas destacados, ensayistas de publicidad y nombradía y hasta periodistas con estilo. Cierto. Pero lo que se ha de ver es, por una parte, si son bastantes en numero para que nos conformemos con ellos, a estas alturas de la evolución nacional; y por otra parte si esos valores en realidad satisfacen nuestro criterio más riguroso y legítimo en la hora actual. A estas dudas yo me contesto que las dos generaciones últimas no han producido, ni en número ni en calidad, una sola hornada literaria capaz de representamos con el debido prestigio ante los pueblos extranjeros. De Martí para acá, el Santos Chocano, el Amado Nervo, el Lugones, el Horacio Quiroga o el Vasconcelos no aparecen en Cuba por ninguna parte. Ante la misma América hermana, que con tal indulgente simpatía nos mira, Cuba es un pueblo sin literatura relevante en lo que va de siglo. Si figuramos todavía en el mapa literario de la América, se lo debemos a la ejecutoria de los viejos gloriosos. La juventud ahora estante, entre la cual se acusan, a no dudarlo, genuinas vocaciones y alentadores bríos, todavía no rinde sabrosa cosecha, sino fruto en agraz, a veces servido antes de tiempo y endulzado con el polvo de azúcar que son los encomios prematuros.
(La crisis de la alta cultura en Cuba [Conferencia]. La Habana, 1925)
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