Alejandro Armengol, en artículo reciente, cita a Cabrera Infante, y tal vez de carambola, al Citófilo volteriano: víctima y victimario, según sus cándidos cálculos, se cruzarán un día en un Miami idealizado, agradecidísimos de no tener que airear ya más antiguas querellas. El cuento de camino, y su moraleja, están tomados de Vista de un amanecer en el trópico, obra menor del corpus cabrerainfantil, que, últimamente, gracias a relecturas historicistas ha expulsado eso que el autor de Tres tristes tigres llamaría sarcásticamente un second wind.
Por pura inercia intelectual regresamos a Cabrera Infante en busca de cordura política, pues la carrera del gran escritor, en este acápite, es espejo de veleidades. Se sabe que la revolución cultural cubana, en su primera época, lleva la marca de Caín, y que en la cuentística que Armengol comenta se originó más de un estereotipo del canon castrista. Guillermo Cabrera Infante, y su reparto de personajes, ayudaron a instaurar como norma taxativa el simulacro de una Cuba en blanco y negro donde, en vez de policías y ladrones, los batistianos persiguen a los revolucionarios. De esa regla falseada que, con la canonización del autor llegó a insertarse en nuestro registro histórico, se vale Armengol para adelantar su tesis de consolación filosófica en la que los batistianos seguirán siendo siempre los malos de la película.
Atacar el problema cubano desde la perspectiva del cabrerainfantilismo contribuye al enredo en vez de resolverlo. Habría que descartar en bloque la narrativa modernista revolucionaria —y botar al bebé, por así decirlo, con el agua sucia— con tal de salirnos de sus engañosas categorías. Un Miami repleto de ex colaboradores, antiguos segurosos, policías tapiñados y culpables de toda calaña prueba que la conciliación no sólo es factible, sino un hecho ridículamente consumado. En el exilio cualquiera puede pedirle cuentas a su vecino, aunque cobrárselas resulte más difícil.
También en Cuba se las han arreglado para coexistir con el enemigo, y a esa cohabitación llamamos “transición”. En su novela Contrabando de sombras, Antonio José Ponte muestra cómo los tirapiedras de antaño se codean hoy con los que recibieron los terribles cantazos durante el éxodo del Mariel: el resultado es un tipo de conciliación arrestada. No cabe duda de que, en tales circunstancias, hasta el mismo Tiempo puede llegar a desconsolarnos.
Poner el énfasis en la reconciliación: he ahí el problema. Debemos pedirle cuentas primero al Tiempo mismo, al consolador; o lo que es igual, a la historia, esa “gran puta” padilleana. Cuestionar primero la gesta amañada, el cuento de la revolución como un hecho inevitable y la necesidad del castrismo implícita en nuestra historia del Tiempo. Debemos volver sobre nuestros pasos, en lugar de abalanzarnos hacia el nuevo 1 de enero que vislumbramos ya al final de un sendero amarillo de transiciones y conciliaciones. Dados los resultados de la insurrección antibatistiana —una familia oriental y una microfracción de la burguesía que se apoderó de la república—, ¿no estamos obligados desmontar los mecanismos mitohistóricos de la revolución antes de adelantarnos a decretar su clausura?
Armengol habla, finalmente, de lo provechoso de “conocer la verdad”, sin explicar a qué verdad alude, para enseguida concluir: “En cualquier caso, lo mejor para una nación es llegar al momento en que los hechos ocurridos durante dictaduras y guerras de cualquier índole son temas de libros y películas. Contribuir a no demorar su llegada merecía hasta un calificativo muchas veces distorsionado: es un deber patriótico”. Para el Che y Fidel Castro ya llegó ese momento libresco que reclama el cuentista, ¿pero cuánto deberemos esperar aún antes de ir al cine a ver la película de Fulgencio Batista?
(Cabrerainfantilismo histórico. El Nuevo Herald, noviembre de 2007)
No comments:
Post a Comment