La novela ganaría mucho si se desecharan las redundancias machaconas y la gran copia de trivialidades que la abultan. Aquí, como en todas sus obras, Loveira pormenoriza demasiado so pretexto de realismo, y se regodea pintando minuciosamente escenas sexuales carentes de interés a fin de probar, quizá, que no se arredra ante nada cuando se trata de presentar sin prejuicios toda la verdad. Lo cierto es, también, que el donjuanismo criollo hacía que los novelistas de la época se preciaran de ser catedráticos en cuestiones amorosas, no dejando pasar una ocasión para demostrar sus conocimientos de los resortes supuestamente secretos de la mujer que, de hecho, son de sobra conocidos; y Loveira sobrepasa a todos los demás en este sentido. Se trata, hasta cierto punto, de compensar las propias frustraciones, y el resultado es contraproducente, ya que la pretendida madurez se trueca en risible puerilidad. El autor quiere presentar a los «erotómanos» —según él mismo los denomina— del trópico, excitados por el clima y obsedidos por el deseo insatisfecho por motivos sociales. El caso resulta obvio para el sicoanalista, pero lo malo es que el escritor se toma demasiado en serio cuando la ridiculez pide una caricatura. Así, pues, habría que depurar reiteraciones superfluas al par que tediosas, no tanto por pudibundez como en nombre de la estética. Añadamos que aquí el autor se ha excedido hasta convertir su obra en una vulgar novela erótica plagada de cursilerías, incluyendo las científicas, al extremo que las hijas del doctor le preguntan a su padre cómo sigue de su «cefalalgia» en lugar de decir simplemente «dolor de cabeza», término aquél de todo punto digno de «fotofobia» palabra empleada por el propio autor para significar «deslumbramiento» en Los inmorales.
(La República al través de sus escritores, Editorial Letras Cubanas, 2002)
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