Y en verdad hay que tener mucho genio crítico y tremendísimo aparato sensorial para titular a un libro Hongo fino. Título así proviene de una descripción cometida por Dulce María Loynaz: “Era una piel que no tenía propiamente la consistencia del molusco, porque carecía de elasticidad, ni era tampoco semejante al barro que trabajan los alfareros (...) Le pareció más bien su carne como una carne de hongos, húmeda y granosa... Ella misma recordaba un fino hongo brotado silenciosamente de la tierra...” Pero lo que en mujer viajada y devoradora de champiñones y otras delicadezas debió ser hongo comestible o seta, en Rufo Caballero deviene (¡y más en el calor de la tierra santiaguera donde fabricaron su volumen!) calvario de los pies, escozor y malos aires.
¡Micocilén para Dulce María Loynaz!
Rufo C. mezcla hidraúlica y electromagnetismo para inscribir su libro en “el manantial exegético de las últimas décadas alrededor del imán Dulce”. Y destaca el auge actual que entre los críticos isleños goza la obra de Loynaz: “Después de Carpentier y de Martí, al par que Lezama, Dulce motiva cada día más a la intelectualidad cubana...”
Da gusto oír que algo que no sean dólares y viajes al extranjero motiva a la intelectualidad cubana. Ahora bien, ¿no es signo de lo mal que anda ésta el hecho de que a los nombres de Martí, Lezama y Carpentier venga a juntarse el de esa muchachita del Vedado? ¿Qué hace Dulcita entre adultos, por genio que ella misma se crea o por obra maestra que suponga haber fabricado?
No resulta infundio de Rufo Caballero la tanta atención crítica sobre ella, y valdría la pena preguntar por sus causas. Una posible es el aumento de los estudios empeñados en colar matrona en el canon cubiche del siglo XX (véase el reciente libro de Zoila Capote, Contra el silencio.Otra lectura de la obra de Dulce María Loynaz). Otra: agotado el cultivo de los Guillenes y Carpentieres, la atención oficial gira hacia Loynaz y otros nombres ariscos. Visto así, no es casual que el mayor centro literario habanero lleve el nombre de Dulce María Loynaz (y ocupe su mansión). Así como tampoco resulta casualidad que la más oficial revista cultural cubana haya pescado nombre en la invocación a un ángel hecha por José Lezama Lima.
Existe, quizás, esta otra razón menos concertada: el manantial exegético de la intelectualidad cubana confunde lo cursi con lo raro. Así, una vieja escritora enclaustrada en su mansión cobra fama de Emily Dickinson. Y su novela, que los críticos no logran fechar con certeza, resulta prima hermana (aunque humilde) de las novelas de Virginia Woolf, de los experimentos de Gertrude Stein, de la única novela que Djuna Barnes terminara... (Respecto a la fecha de escritura de Jardín, Aldo Martínez Malo, Alberto Garrandés, Antón Arrufat y otros maquillamomias se debaten entre 1935 y 1951. Igual da: en cualquiera de esas dos fechas no dejaría de ser un bodrio con crema, un masareal de lirismo. Jardín es la ¡Ecue-Yamba-O! de una carrera sin otra novela a la vista.)
Pero, al fin y al cabo, no es pertinencia crítica lo que ha de procurarse en un libro de Rufo Caballero, sino la nota personal en que su autor incurre siempre. (¿Quién será el vivo dispuesto a antologar esas rachas de intimidad dejadas por Rufo en cada una de sus apariciones?) Ya lo tropecemos en la pantalla televisiva como comentarista de video-clips o sorprendamos en revistas sus artículos sobre cine y artes plásticas, no falla nunca el pastelazo en plena cara, el resbalón jabonoso, la patada por el trasero, el despeñarse por escaleras... Rufo es el rey de la astracanada autobiográfica.
Corramos, pues, a lo confesional, al bolerón de su vida, al secreto que quiera contarnos. De visita en su ciudad natal luego de mucho tiempo de ausencia, él procura la casa familiar. Demora en encontrarla, y la descubre esmirriada o pequeña... Pero será mejor ponerlo en sus palabras: “Llegué a la casa de paso en que me acogían por esos días, me fui directo a la ducha, y mientras dejaba que el agua se batiera con el desconsuelo de una tristeza sabedora de que no se reparará ya más, alguna extraña palabra, una santa palabra, comenzó a brotar: Jardín”.
Pocas veces la literatura cubana ha conseguido mostrar en la ducha a sus representantes. Y ahí tenemos a Rufo: el chorro de la ducha da contra su cuerpo, contra ese desconsuelo, contra lo que Miguel Barnet ha llamado “su aparato sensorial”. Tenemos a Hongo Fino en la ducha y, ¿cuál es la eureka que exclama? ¡Jardín, la noveluca de la ocamba!
(La Lengua suelta # 32, La Habana Elegante, segunda época)
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