Olvidando por un instante que el mosaico de adoquines coloniales ha sido trocado, por arte de birlibirloque, en "chanchullos de narras indigentes", y dejando a un lado el hecho de que schemes of the penniless Chinese parece describir más bien el traicionero oficio del traductor —y que Miguel Barnet se lleva así su merecido— aún queda pendiente el reclamo de los poetas ausentes, raras veces reconocido en estas compilaciones sexagenarias, escritores tan disímiles como Arenas, Buesa, Pedro Campos, Severo Sarduy, René Ariza, Carlos Díaz Barrios o Pura del Prado. Es culpa, en parte, de las antologías, que se continúe propagando, por la boca de sus poetastros, la narrativa estándar revolucionaria —el glorioso crescendo que va de Baragaño a Branly a Arrufat a Barnet a Retamar a Pablo Armando— y que incluso se acate tácitamente el Index Auctorum et librorum prohibitorum de la UNEAC, o que cada nueva colección venga a ser una suerte de laúd de Premios David en el destierro.
El principio de exclusión —con minúscula— obra aquí maravillas. Tal vez ni siquiera sea lícito juntar a quienes habían decidido autoexcluirse de la poética insular, sustraerse de una narrativa claustrofóbicamente cubana. Que tengan que verse arrinconados en otra redada academicista, trancados en el corral de lo políticamente correcto, debe dejarles un regusto agridulce en los picos de oro. El maniqueísmo ha sido interiorizado hasta el punto en que Mark Weiss decide incluir en los agradecimientos "a los gobiernos de Cuba y los Estados Unidos por las políticas que hicieron necesaria [su] antología". Sólo entonces, al pie de la página 597, el traductor concede que su "necesidad" taxonómica responde a secretas ansiedades "políticas", y que otra vez las poéticas han sido traspapeladas en la confrontación con el eterno enemigo.
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