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Monday, April 2, 2018

Néstor Díaz de Villegas espulga un prólogo de José Kozer a Pablo de Cuba Soria

La práctica compilatoria proviene, en mi opinión, también de Kozer. En la obra de José Kozer aparece un muestrario de curiosidades del cubano oral que el bardo rescata y recicla: los lugares comunes de la lengua muerta se reorganizan en una especie de ladino. Debido a las conexiones entre las poéticas del autor y del comentarista, comenzaré  —contra mi costumbre— por examinar el prólogo.
   Digamos que Kozer se zumba un preámbulo, pues la impresión general del texto es de moscardón atrapado bajo una taza. Allí nada tiene que significar precisamente, sino solo sonar, borbotear, o —para usar la terminología kozeriana— traquetear. Tampoco se trata de una incursión en el campo del pensamiento, pues no existe intención exegética. Las ideas son subproductos de la rutina o de la actividad intelectual periférica.
   Por ejemplo: Kozer equipara, de entrada, lo “líbrico” y lo “lúbrico”, y sospechamos que el retruécano ha rondado la cabeza del crítico mucho antes de aparecer en la introducción de Gago Mundo. Es una idea ingeniosa que registra, debidamente, “cierto rebuscamiento libresco” en el discurso de Pablo de Cuba Soria.
   Kozer escribe: “Libricidad conjuga aquí con cierta lubricidad, esta no es la de los órganos sexuales y los cuerpos entollados, sino la de la lengua vericuetera”. Aunque no ajena al estilo kozeriano, esta declaración cae por debajo del horizonte hermenéutico, como el detrito succionado por alguna aspiradora conceptual. Si pudiéramos observar el cesto o la papelera donde se acumulan los restos disímiles, veríamos el mecanismo combinatorio del vacío, que es lo contrario de la interpretación. Porque es obvio que la lengua de Pablo de Cuba podrá ser muchas cosas, excepto “vericuetera”.
   Creo que no existe entre nosotros actividad más desacreditada que la crítica —la de poesía, en particular. En el mejor de los casos, tendremos la suerte de observar la mente del reseñista en el acto de contemplarse a sí misma. Es lo que sucede en el siguiente párrafo:
   “Así, la flecha que surca, avanza rompiéndose en pedazos, y al igual que el golpe del martillo sobre el yunque, deja ecos en el oído, en la página escrita; trizas de palabras: y sin que el flujo de los poemas se detenga, sin que merme el feliz movimiento del verso hacia su desembocadura, abierto desenlace donde nunca se pone punto final, de modo que el poema que acaba, acaba para reiniciarse, desde el espacio abierto de una ausencia (la del punto final) que ya encabalga el texto próximo (forjándose en lo rizomático)”. (p. 6).
   En otros momentos, el prefacio adopta el tono encrespado, precisamente allí donde el comentarista predice la indignación de los poetas pueblerinos ante una referencia casual al doctor Mengele:
   “Puede salirse de madre, volverse peligrosa ambigüedad que tal vez sobresalte, incluso indigne a los pacatos y a los oportunistas desplazados por registros poéticos distintos a los propios, de modo que la lectura de un libro como éste produzca en muchos estamentos de la sociedad, y en muchos cenáculos de poetas de la grilla local, una resistencia”.
   Pero, lo verdaderamente osado de este poeta de la “peligrosa ambigüedad”, que se declara de entrada sobrino y deudor del Tío Ez, es escribir un libro a imagen y semejanza del Mengele romántico que fue Pound.
   Kozer cita la línea del poema “Prenatal” (p. 54) donde aparece el galeno bávaro, que él designa como “lo peor de lo peor” (“Mengele…/ en tales campos de concentración o recreo/ qué más da”), y acto seguido se desdice, procediendo a darse golpes de pecho como cualquier otro poetastro de la grilla: “¿Cómo que qué más da? El sobresalto del lector tiene que ser grande. ¿Con qué diablos estamos jugando aquí?”.
   Ante tal desfachatez, Kozer pone en marcha una operación relámpago de limpieza estética: “El poeta resuelve airosamente la situación encabalgando de inmediato los versos siguientes: ‘la preñez de espalda baja’, de manera que se ha desplazado (con ironía) el centro gravitacional del eslabonamiento textual, y nos encontramos ante una situación cotidiana y banal (preñez) que sirve de contrapunto al horror mengeliano”. Y en plan profiláctico: “Hemos salvado el texto, hemos saneado el ambiente…”. El recurso prosódico libra a Pablo de Cuba de la imputación de diablura o antisemitismo, mientras el crítico recurva hacia la más aceitosa de las moralinas.
   Puesto al timón del introito, José Kozer tampoco puede resistir la tentación canónica; provisto de un puñado de páginas preliminares, procede a engastarlas con lo más granado de la bisutería antológica: “Este poeta está, por su edad, engastado libremente dentro de una nueva generación de poetas cubanos (de Rolando Sánchez Mejías o Rogelio Saunders, Carlos Augusto Alfonso y Carlos Aguilera, por citar unos pocos), cuyos nombres ya van dando frutos visibles, frutos de espesor más allá de la trillada y retoricona poesía de la (pucha) experiencia”.
   Pero la pucha experiencia contradice de plano la peculiar taxonomía kozericona, negándose a echar en un mismo catauro generacional a un poeta nacido en 1959 y a otro de 1980. En realidad, su lista equivale a un álbum de afinidades selectivas, otro de los “registros poéticos” que reproducirá más tarde alguno de los incalculables divanes en los que Kozer aparece acreditado como asesor.
   El prólogo concluye con un enorme encomio que —me atrevo a asegurar— el escritor a quien va dedicado agradecerá menos que las puyas lanzadas contra plumíferos: “El gago mundo corre como las cristalinas aguas de un poema de Garcilaso”.
   Traficar en talismanes, especular con metales radiactivos que perdieron el peligro sublime o el misterio escatológico, con la esperanza de que el frotamiento de trastos inertes saque chispas a la materia y haga aparecer el genio, ¿no es la práctica que conocemos hoy como poesía?
   Aquella que Heidegger definió como “única actividad con capacidad de destinar”, reducida ahora a ropavejera de ferias, a mercachifle de sinécdoques. Solo nos queda acatar el nuevo orden y, armados de ironía, revolver los estantes repletos de antiguallas en busca del anillo perdido de Taliesin.
   Que la poiesis aparezca en un libro de poemas nunca estará garantizado. Por ello, sin más preámbulos, digamos que, en Gago Mundo, Pablo de Cuba enuncia el perfecto abracadabra; digamos que mientras canta, su gaguera es irreprochable. El truco funciona. El conejo hace mutis por la chistera.
   El poeta es un prestidigitador, es un manipulador. Quien haya visto a José Kozer recitar sus poemas en público entenderá de lo que hablo: en esos recitales el verbo es mantra y shokeling, los vaivenes remiten a la secreta dinámica de la escritura. La práctica ha devenido, para Kozer, invención consuetudinaria, paseo en Mercaba a cada viaje al retrete. Hay una escuela de cábala en la Diáspora, y en ella el doctor Josef Kozer es gaón y gauleiter.
   Existe, ciertamente, afinidad entre las poéticas de Pablo C y José K, debido a que este último ha fundado una logia y un discipulado: ahí están los nombres de su lista de Schindler. Un colegio, una yeshivá donde el rabí se expresa como un carretonero (“centro gravitacional del eslabonamiento textual”), y donde concede audiencia, cual hallandalense Stefan George: Kozer creó una claque, y los poemarios que emergen de su círculo demandan máxima atención.
   Pablo de Cuba sabe que si existiera entre nosotros un libro comparable a los Cantos de Ezra Pound, sería el volumen de los diez mil poemas del Corpus Kozerense. Esa obra en perpetua construcción abarca cinco décadas, tres continentes, cada actividad humana, todas las pasiones y todos los misterios, todas las creencias y las tendencias, todos los graznidos y las flatulencias, todas las sinalefas y encabalgaduras: todas las palabras.

(Gago mundo. Esperando al demagogo. Hypermedia Magazine, diciembre 2017)

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