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Thursday, June 16, 2016

Francisco Morán sobre el Martí racista

Si sorprendente y perturbadora es la incapacidad de Martí para escucharse a sí mismo, más sorprendente y perturbadores el descuido, la negligencia, la complicidad incluso de la crítica.  El paternalismo y las tretas del estilo martianos (los “campos risueños”, las “flores de oro”), lejos de mitigar o esconder el horror, lo hacen más visible.  La desamericanización y “barbarie” de Haití se cifran en su africanización y contraposición a las “tierras europeas” y a “cualquier república blanca hispanoamericana”.  El “elogio” de Haití no tiene otro fundamento que lo que pueda hallarse allí de blanco; es decir, de ordenado, racional y letrado: la “poesía pura”, los “libros de hacienda pública, jurisprudencia y sociología”.  Más aún; puesto que Haití no es sino un “volcánico rincón” (violento, africano, irracional), esa blancura reviste los signos casi de un milagro, cuando no de algo grotesco: “gentío ilustrado”.  Similarmente, nuestra América aparece explícitamente identificada con la blancura europea.  Uno tiene que preguntarse (y preguntarle a los críticos que nos han repetido hasta el cansancio el conocimiento profundo que Martí tenía de los pueblos americanos), dónde está, cuál es esa “república blanca hispanoamericana” de que habla Martí.  He aquí que de pronto descubrimos que sí, que somos blancos (al menos algunos de nosotros).  Porque si Martí habla de “cualquier república” es porque debe haber varias.  Ni indios, ni el mestizo autóctono, ni el negro, sino el blanco.  Así; juntas, unidas (en oposición a la volcánica negrura de Haití) se preguntan cómo son y se responden las tierras blancas europeas y las repúblicas blancas hispanoamericanas.  La figuración discursiva de Haití como, simultáneamente, la frontera y la otredad abyecta de Cuba y, de manera implícita, de nuestra América prefigura otras en las esa frontera y abyección serían transferidas a lo antillano y, en particular, a Puerto Rico.
   ¿Significa, entonces, que por lo dicho hasta aquí debemos suponer que Martí, al referirse por lo menos al negro cubano, revelará al fin ese lado radicalmente antisarmientino tantas veces repetido por los críticos?  Como ya vimos antes, es en el relato de la violencia, de la guerra, donde se figura la unidad de negros y blancos.  En la Guerra de los Diez Años, dice Martí usando la primera persona del plural, morimos “juntos, unos en brazos de otros, y con los disparos gemelos de nuestros fusiles oreamos el aire tenebroso para que sea palacio pacífico de la libertad”.  Pensando sin dudas en la República, Martí anticipa que habrá “demagogos que se pongan de cabeza de la preocupación negra o la blanca, y grados de aseo y de cultura, que son los mismos que ya hoy tienen los blancos entre sí, y los negros como ellos” (“Los cubanos” 103).  Como en “Mi raza” Martí intenta darnos gato por liebre echando mano a una engañosa simetría – demagogos negros y blancos – pero el cuidado que pone resulta inútil, porque una y otra vez el racismo se abre camino en el interior mismo del discurso emancipatorio.  Martí vislumbra un futuro, una república en los que habrá “grados de aseo y de cultura”, pero ¿a  quiénes tiene en mente?  ¿Quiénes – y con qué instrumentos prescriptivos y represivos – tendrán a su cargo determinar los grados de aseo y de cultura?  Y otra vez hay que preguntar: ¿los de quiénes?  Poco a poco la escritura comienza a perder inteligibilidad, pues, aunque de todos modos podría inferirse que se trata de “los grados de aseo y de cultura” de los negros, y que dichos niveles de aseo y de cultura “son los mismos que ya hoy tienen los blancos entre sí”, es obvio que el sentido no está claro, sobre todo por la manera en que concluye la idea: “y los negros como ellos”.  No obstante, podría afirmarse con un mínimo de posibilidad de error, que lo que se implica es que cuando los negros alcancen los “grados de aseo y de cultura” que “hoy ya tienen los blancos”, serán como ellos (los blancos).  La igualdad racial estaría asociada así a un proyecto civilizador modelado en y por los blancos: aseo y cultura.  No pretendo afirmar (porque eso sí sería una idea racista) que el negro no poseía aseo y cultura, sino de que se trata de valores definidos desde la hegemonía de la raza blanca, y que parten (precisamente por ello) de prejuicios que inscribían al cuerpo negro como sucio (física y moralmente), y susceptible de ser presa de las pasiones extremas (la sexualidad, y la violencia), que la cultura debería disciplinar. Por eso, Martí deja ahí, bien claro, qué debería hacerse en la República en caso de que los negros no borraran el pasado, e insistieran en recordar: “pero si una mano criminal, blanca o negra, se alzase, so pretexto de colores, contra el corazón del país, mil manos a la vez, negras y blancas, se la sujetarían a la cintura, y se la clavarían en el costado. Lo que queda son las ruinas. A los disparos gemelos de los fusiles, anunciamos, con el fuego creador, el alumbramiento de la libertad” (103). Sabemos que aquí el “so pretexto de colores” solo alude al negro. La advertencia es para los negros. Y esta advertencia – no lo olvidemos – se materializó muy martianamente en la masacre de los Independientes de Color.  No es difícil por qué. La advertencia de Martí convenientemente olvidó la enorme desproporción en términos de poder entre la mano blanca y la mano negra tras el advenimiento de la República.  Su ceguera política – para los que quieran concederle el beneficio de la duda – le hizo olvidar que siglos de discriminación, racismo y esclavismo no desaparecerían tras el amanecer republicano. Y que sí había una guerra de razas que temer era precisamente la de los blancos.  No anticipar nada de esto constituía poco menos que un crimen.  El cinismo de Sanguily que les pidió a los negros valerse de la Ley, no para reclamar derechos sino básicamente para morderse la lengua, solo les ofrecía la posibilidad de “influir poco a poco en la conciencia pública,” aunque no sin añadir que “veinte siglos casi de decantado pero de superficial cristianismo” no habían conseguido esa influencia.  Martí, que leyó el artículo, tenía que saber lo que quería decir esto: los negros tenían todavía ante ellos un tiempo tan impreciso como largo para lograr alguna justicia.
   Cuando en “Los cubanos de Jamaica… “ Martí expresa que los rumores del gobierno español sobre tratos secretos de los revolucionarios cubanos con Haití buscaban que “los cubanos blancos crean que la revolución acarrearía el predominio violento de la raza negra; para que los cubanos negros, azuzados en la preocupación de raza, se divorcien de la revolución, que les quitó la cadena de los pies, que abrió su vida despreciada al mérito de los combates y a la autoridad de la gloria…” (103), se convierte él mismo en vocero de los cubanos de su raza. Hay que tener en cuenta que aunque esté interpretando las motivaciones de España, el discurso es todo suyo.  Podía haberse limitado a lo del predominio de la raza negra – aunque esto no dejaba de ser racista – pero, como blanco al fin, solo podía ver ese predominio como violento. Pero algo se traba aquí.  Los blancos que temerían la violencia negra; sin embargo, el único problema que presentan los negros – obviamente también amenazados por los blancos – no es el temor al predominio violento de éstos, sino el deseo de divorciarse de la revolución.  Así, el verdadero miedo es el de Martí, quien se encontraría sin suficientes brazos; braceros, para ser más exactos, para hacer la revolución.  Uno puede ver que incluso a los ojos de Martí la “preocupación” de los negros no parece ser legítima; y sobre todo no parece venir de ellos.  Se trata de una preocupación azuzada, pero ¿por quién o quiénes?  Todavía, no obstante, lo decisivo sigue siendo que, explícitamente, para Martí el miedo de los cubanos blancos a posibles tratos de los revolucionarios cubanos con Haití significara “el predominio violento de la raza negra” (103); o más exactamente, la creación de otro Haití, de una república negra.  El propósito del artículo de Martí es persuadir a los cubanos blancos de que Cuba no será otro Haití.  Bastaba con invocar el predominio de los negros para que se justificara el miedo de esos blancos, sobre todo porque ese predominio, en la mente racista, no podía ser sino violento. Ese era el derecho del blanco; tan es así que Martí no se siente compelido a invocar aquí el predominio violento de la raza blanca.  El peligro reside en la  (re)producción desmesurada de los negros, hasta el punto de hacerse de la isla, africanizarla, haitianizarla. O lo que es lo mismo, desequilibrar su blancura, desleírla en un peligroso antillanismo. 
   Martí expresa algo, sin embargo, que nos permite alinearlo con la defensa de la libertad que tantos estudiosos han celebrado en su obra y en su vida.  Después de afirmar que no es cierto que en Cuba existiera “un miedo sincero al predominio de la raza negra en la revolución,” continúa:

   Ya en Cuba está planteado el problema inevitable de todos los pueblos, y ese es en realidad el único problema de Cuba, que explica las confusiones aparentes del país, como explica lo catástrofe de la guerra: la minoría soberbia, que entiende por libertad su predominio libre sobre los conciudadanos a quienes juzga de estirpe menor, prefiere humillarse al amo extranjero, y servir como instrumento de un amo u otro, a reconocer en la vida política, y confirmar con la justa consideración del trato, la igualdad del derecho de todos los hombres (104).

   No obstante, aun aquí – o sobre todo aquí – nos encontramos con lo mismo.  Para empezar, uno no puede desentenderse, ni separar esta declaración, de lo que ya ha leído y visto.  En primer lugar, esa “minoría soberbia” de que habla Martí son los autonomistas; y por tanto hay que considerar el blanco político de esta declaración.  En segundo lugar,resulta altamente significativo que un texto que gira completamente en torno al miedo al negro, en el momento en el que la noción de libertad alcanza su definición más justa, las marcas racializadoras se esconden. Obsérvese que no he dicho que no están presentes, sino que se ocultan. En ese escondite se revelan involuntariamente.  En efecto, aquí aparece al fin lo que habíamos echado antes de menos.  Martí, sin dudas, está hablando de la voluntad del “predominio libre” de los blancos sobre “los conciudadanos a quienes juzga de estirpe menor” (los negros).  Pero, aun tratándose de un enemigo inveterado – los autonomistas – Martí se atreve a mencionar públicamente el deseo de predominio libre, violento además, del blanco sobre el negro.  En la desigualdad de ese reconocimiento, la violencia y la amenaza quedan desigualmente distribuidas, y con ellas también el derecho al uso legítimo de las demandas y, llegado el caso, de la violencia.  En efecto, el problema como puede verse es que “minoría soberbia,” es un significante vacío, sin un referente específico, y por tanto susceptible de ser resignificado a voluntad del poder.  Ni siquiera la apelación a la “igualdad del derecho de todos los hombres” puede tranquilizarnos, puesto que la noción misma de hombre en Martí es problemática y se desdibuja con suma frecuencia. El artículo se cierra, pues, predeciblemente, insistiendo en que no había tratos con Haití.  Lo importante en este caso no es el desmentido de los hechos, sino la insistencia en negar las implicaciones que haber sido cierta la noticia, habría tenido para los cubanos blancos:

   la revolución cubana, que ha de entrar a su labor sin confusiones ni sustos, no tenía con Haití los tratos que publicaban las agencias españolas.  Ni los tenían en modo alguno, tácitos o expresos, los cubanos de Jamaica, contra lo que dijo el cablegrama de Nueva York: más no había para qué perder tiempo, y respeto propio, en negarlo.  Cuando las obras defienden, no hay por qué defenderse (105).

   La revolución cubana no tenía tratos con Haití no principalmente porque los rumores que había difundido la prensa española fuesen falsos, sino sobre todo porque la cubana tenía, o iba a tener otro carácter que la de Haití.  A diferencia de la de ésta, la cubana no tendría “confusiones ni sustos.” Martí concluye que no había que perder tiempo en negar los rumores porque “cuando las obras defienden, no hay por qué defenderse.”  Preguntémonos qué obras, o cómo podrían las obras – cualesquiera que ellas fuesen – defender a los revolucionarios cubanos de Jamaica, y en general a la revolución y a Martí, de estar en tratos con Haití.  La única explicación posible, desde luego, es que las obras de los revolucionarios cubanos bastaban para demostrar que no había tratos con Haití.  Martí tranquiliza así a su raza: Cuba no será otro Haití.  Los revolucionarios cubanos no serían negros jacobinos.    

(E pur si muove!: la “correcta ubicación” ideológica de Martí, según Roberto Fernández Retamar. La Habana Elegante, segunda época; noviembre 2015)

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