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Tuesday, June 14, 2016

Enrique del Risco vs. “Historia mínima de la Revolución cubana”, de Rafael Rojas

Si hablar de lo que dice un libro siempre es un negocio tramposo, lo es mucho más hablar de lo que no dice. No obstante, en el caso de una historia nacional que se pretenda abarcadora y objetiva, hay silencios que afectan irremediablemente la idea de conjunto. En el caso de esta historia, por mínima que se pretendiera, deberían haberse dedicado algunas páginas más a abordar el período que va desde el derrocamiento del régimen de Gerardo Machado en 1933 hasta el golpe de Eestado en 1952. Sobre todo en lo que respecta a la década populista de Fulgencio Batista (1934-1944), la constitución de la Confederación de Trabajadores de Cuba (CTC) y su traspaso violento de manos comunistas a "auténticas" y el desarrollo de lo que en la Historia de Cuba se viene a conocer como el "bonchismo" o "gangsterismo" político.
   Sin lo anterior, muchos fenómenos descritos en el libro resultan incomprensibles al lector no iniciado: desde la relativa popularidad de Batista antes del golpe, el gran peso de los sindicatos en ciertos momentos de la vida política del país, la escasa intervención de la clase obrera en la oposición contra Batista, lo incruento del golpe de Estado de 1952 o los orígenes políticos gangsteriles de Fidel Castro.
   En cuanto al costo en vidas humanas del proceso que recoge Rojas es más bien parco (su conteo se detiene en 1.330 ejecuciones hasta 1960) a pesar de la abundante y fiable información que existe al respecto. Y, aunque su libro se adentra hasta el primer semestre del 2015, eventos con tantas repercusiones en la historia reciente como el hundimiento del remolcador "13 de Marzo" en 1994, la muerte en huelga de hambre del prisionero de conciencia Orlando Zapata Tamayo o los fallecimientos en circunstancias muy cuestionables del exministro del Interior José Abrahantes y de opositores como Oswaldo Payá y Laura Pollán, son ignorados.   
   Pero mucho más importante que todo lo anterior es la ausencia del que posiblemente sea el factor más importante en la historia cubana de las últimas seis décadas: la infatigable voluntad de (adquirir y retener) poder de los hermanos Castro. Sin abordar y entender dicho factor, buena parte de esa historia reciente es un amasijo de hechos incomprensibles, sin mucha relación entre sí: desde la ruptura, bajo los pretextos más peregrinos, de pactos con el resto de las organizaciones opuestas a Batista hasta los cíclicos ascensos y destituciones de figuras supuestamente llamadas a tomar el relevo de los Castro.
   Dicha voluntad de poder explica por qué la mayor concentración que llevó la oposición pacífica contra Batista en el Muelle de Luz en noviembre de 1955 buscando una salida negociada al conflicto fue reventada por efectivos del Movimiento 26 de Julio a silletazos y gritos de "¡Revolución!". Explica la sucesiva provocación de crisis por parte de Fidel Castro para conseguir determinados objetivos políticos (en contraste con los métodos más discretos de su hermano para aprovecharse de esas mismas crisis). Hacen comprensible la fría ejecución de tramas de extorsión a Estados extranjeros o la de notorios crímenes de Estado sin importar si sus víctimas fueran niños o los colaboradores más cercanos y eficientes.
   Esa voluntad de poder y su necesidad de imponer ciertas condiciones en sus relaciones con los soviéticos explican bastante mejor sus vaivenes en política económica en la segunda mitad de la década del 60 que la hipótesis de Rojas de que, en un inusual ataque de sentimentalismo, "Fidel Castro intentara serle leal por un tiempo" al legado ideológico del Che Guevara.
   En la Historia mínima… el vacío que queda en el lugar donde debería ir esta voluntad de poder da lugar a situaciones que rozan la comedia. Así, según Rojas, luego del discurso en el que Fidel Castro declara el carácter socialista de la revolución "varios líderes del viejo Partido Socialista Popular" entienden tal declaración "como una invitación a integrar plenamente la estructura del Estado". Luego serán "designados en posiciones clave del nuevo Estado socialista". Así, impersonalmente, como si el plan en el que serían usados como meras piezas recambiables no tuviera un autor muy concreto.
   Pero todavía más llamativa es la ausencia de dos palabras sin las que, desde mi punto de vista, es imposible entender la historia cubana reciente: estos son conceptos tan elementales como dictadura y totalitarismo. Bueno, debo rectificar. El de dictadura se emplea ampliamente en el libro, pero solo para designar a regímenes como el de Batista, Duvalier, Somoza, Rojas Pinilla o Marcos Pérez Jiménez pero nunca para el liderado por Fidel Castro o por su hermano y sucesor. Y no porque Rojas le tuviera reservado un concepto más preciso como el de totalitarismo, a pesar de que el propio Rojas reconoce en diferentes momentos del libro que la Revolución cubana dio origen a "un Estado con gran capacidad de intervención en la vida cotidiana" (pág. 15), a "un acelerado proceso de militarización de las masas" y a una creciente "segregación social y represión política" (pág.125), a un total "control del Estado sobre la economía" (pág.158), a un proceso de "sovietización de la cultura" (pág. 171) y a diversas maneras de censura y control ideológico de un gobierno dedicado a "combatir la tendencia a la autonomía de los artistas e intelectuales" (pág. 175).
   Sin embargo, la mención dispersa de los componentes del totalitarismo no sustituye el concepto ni mucho menos explica la persistencia del régimen y su peso decisivo en la vida, el imaginario y las expectativas de los cubanos. Ni el concepto de "orden socialista" elegido por Rojas refleja las dimensiones económicas, políticas, sociales y culturales del régimen que imperó en Cuba durante décadas, como tampoco el desmantelamiento de dicho orden explica el carácter epidérmico de las actuales reformas.
   Adoptar conceptos distintos a los que durante décadas ha usado un régimen para disimular su dimensión arbitraria y represiva es, más que un prurito ético, un imperativo gnoseológico. Como diría Richard Rorty, aceptar el vocabulario heredado es rendirnos de alguna manera ante cierto orden de la realidad, "es aceptar a otro la descripción de uno mismo, ejecutar un programa previamente preparado, escribir a lo máximo variaciones de poemas previamente escritos", resignarnos a hacernos las mismas preguntas de siempre en lugar de plantearnos cuestiones nuevas. Insistir en el mismo vocabulario habla menos de cierta comprensión del pasado que de una profunda y entendible desesperanza ante el presente.
   Que un intelectual de la talla y el rigor conceptual de Rafael Rojas use esos términos para referirse al régimen cubano como manera de atestiguar el carácter objetivo de su estudio nos da una idea de lo absoluta que ha sido la victoria del castrismo sobre el imaginario colectivo de su época. De lo inevitable que nos parece su control, no solo sobre el presente, sino también sobre el futuro cubano.
   Ya se sabe que quien controla el presente controla a su vez el futuro y el pasado y, ante el previsible futuro que le aguarda a Cuba, parece lógico excluir del pasado todo elemento que desentone, ya sea en el plano de los conceptos o el de los hechos, con "la postergada reforma del sistema político heredado de la Revolución de 1959" (pág. 193). Cierto que, dadas las actuales circunstancias, una sucesión dentro del marco castrista sería el escenario más esperable pero, como todo historiador debe saber, lo único seguro en el transcurso de las cosas humanas es su carácter incierto. De modo que lo más prudente es tener a mano todos los pasados que tengamos a nuestra disposición, sin excluir ninguno. Ya el futuro sabrá qué hacer con ellos.  

(Una historia mínima de la Revolución. Diario de Cuba, septiembre 2015)

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