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Monday, April 11, 2016

Néstor Díaz de Villegas vs. Jorge I. Domínguez

Mientras en las catacumbas de la UNEAC se celebraba la misa gris del Quinquenio Prieto, en las alturas de la blogosfera estallaba un iridiscente petardo cargado de silogismos: se trataba del erudito cubanoamericano Jorge I. Domínguez, embutido en un chaleco de ideas peligrosas.
   Estadista sagaz y estratega empeñado en consolidar las conquistas espirituales y territoriales del castrismo, Jorge I. Domínguez sería la “esperanza blanca” de la cubanología si nos quedara aún el ápice de voluntad necesario para imprimir un vuelco a nuestra Weltanschauung. Pero, ¡ay!, al parecer estamos demasiado viejos para revoluciones.
   El laureado profesor, descrito simultáneamente como “cubanólogo” y “dialoguero” por un internauta que oculta su identidad tras el seudónimoel hermano de juanita, tal vez sea el único comentarista cubano que merezca integrar hoy un gobierno de transición auténticamente revolucionario.
   Precisamente, es el conformismo y la esclerosis de todo lo que se nos presenta como alternativa lo que produce tanta alarma y desazón en el actual panorama de los “estudios cubanos”. Si bien es cierto que al archiduque Carlos Alberto y al juglar Raúl Rivero –por poner dos ejemplos sacados de las “popularizaciones”– no les falta carisma, sensatez o valor, no lo es menos que carecen escandalosamente del elemento sorpresa que debía acompañar a lo nuevo.
   El doctor Domínguez, en cambio, corta por lo sano: después del castrismo no viene, ni puede venir, la democracia: ¡eso sería un retroceso! Lo que venga tiene que ser mucho más elaborado: ya Cuba probó sus designios continentales, globales; produjo ideología, injerencias, presiones, guerras, crisis, chantajes, conflagraciones directas o indirectas, y hasta homeopatías para curar a la chusma. ¿Cómo contraernos, después del castrismo, en los confines asfixiantes del pluralismo, en el provincianismo de una República, con su propiedad, su prosperidad y su representatividad? De eso nada. Después del castrismo, nuestra idea del mundo se consolida y regresa enunciada por teóricos de Harvard. Nuestra democracia, si es que llega a serlo, será un gobierno dedemocrats, es decir, de puritanos socialistas, porque nuestra política es, y será siempre, un asunto de geografía, y en Norteamérica lo “democrático” ya ha tomado el camino del socialismo. También en esto –Reinaldo Arenas dixit– los cubanos “venimos del futuro”.
   Lleva razón el profesor Domínguez cuando, en su contaminado castellano de Nueva Inglaterra, predica (en El comienzo de un fin, octubre-diciembre 2006, edición mexicana de Foreign Affairs): “En el informe de gobierno de Estados Unidos publicado, precisamente, en julio de 2006, días antes de la delegación de mando de Fidel a Raúl (…) se menciona una asistencia para impedir las enfermedades infecciosas, sin darse cuenta de que el sistema de salud cubano puede brindar mejor tales lecciones al estadounidense.” ¿Y quién duda –cabría preguntarse– de que el inminente retorno de los Clinton a la Casa Blanca significará la puesta en práctica de “tales lecciones”? Si los cubanos nos anticipamos revolucionariamente en cuestiones salutíferas, ¿quién quita que un clintoniano sistema de Salud Pública, calcado del castrista, no adopte también su epidemiología, y que, igual que absorbió nuestra falsa conciencia, la emita en esporas de política externa, y de medicinainterna?
   Ante el retrato hablado de su Raúl Castro, Domínguez pondera: “¿Cómo gobernar a una Cuba que no le conoce, a una Cuba que nunca le otorgará el galardón de líder carismático?”. Y la respuesta, en forma de oráculo, nos llega dentro de una galletita china: “Prosperidad”, como si en Cuba esa palabra no fuera sinónimo de “exilio”, de “pasado”, de “batistato” incluso, por ser éste el último referente de “lo próspero” que se ofrece –en las ruinas de una Edad de Oro– a la imaginación de los cubanos. “Prosperidad”, en Cuba, evoca cualquier cosa menos un “futuro” oriental.
   Lo que no quiere decir que el despegue económico que elude a la mayoría de los países de la región, no sobrevenga en Cuba naturalmente, y casisobrenaturalmente. Pero una Cuba próspera y capitalista también atraería una ola imparable de inmigración latinoamericana hacia “el milagro cubano”. A la caída de Castro, La Habana será por fin la Meca y el Hong Kong de las Américas, y si no contraponemos un gobierno fuerte a la avalancha de buscadores de reliquias, pereceremos como cultura en unos pocos años. Como se sabe, somos cada vez más populares, más hot, y quizás, hasta demasiado cool. A ese efecto geopolítico lo llamaré aquí “nuestro recalentamiento global”.
   De estas cosas no parecen percatarse nuestros pensadores, por estar demasiado comprometidos con el negocio de las lamentaciones. Salir de Cuba y sumarse a la disidencia los vuelve automáticamente cretinos. Las cubanerías dejan dividendos, y la paz y el amor son un negocio redondo. Pocos están enfrascados en formular políticas. Los estimados académicos de estos 50 años dejan mucho que desear. LASA, por ejemplo, se ha convertido en un club de convencionalistas que cada dos veranos se dedica a surfear en la estela del castrismo. Lo mismo pasa con el Cuban Research Institute y otros think tanks estancados. Los intrépidos “dialogueros” de los 70’s —como la prescindible señora Pérez-Stable— degeneraron en comentaristas ñoños, en zurcidores de retazos. Los filósofos están ocupados en sacarse del ombligo la suciedad del desengaño. Y es en este panorama donde entra el profesor Domínguez como un jihadi, o como lo que en Massachussets llaman un maverick.
   Mas he aquí que, como una mano de naipes que llevara las jetas de los diez más buscados, el equipo de transición castrista perdía, con elPavongate, su primera apuesta. Y lo de Jorge I. Domínguez, por ser menos conspicuo aunque más relevante, no acaparaba gigabytes. Mirábamos furiosamente al pasado como quien mira al sudeste, cuando el enfant terrible de la cubanología yanqui puso en axiomas eso que entre nosotros –cubanos uníos­ de todos los países– se había considerado siempre impensable, inconcebible, inefable: que el castrismo no deja ver a Castro. O lo que es peor: que Castro no deja ver el castrismo.
   Examinemos este razonamiento bomba del profesor Domínguez: “Si bien es cierto que se transfiere a [José Ramón] Balaguer, actual ministro de Salud Pública, la responsabilidad principal sobre ese tema, no es menos cierto que Balaguer ha sido principalmente un político y que su especialidad es la ortodoxia ideológica y el entorno internacional de Cuba”. Dicho de otra manera, que nuestras enfermeras han desembarcado ya en Normandía; que el Ministerio de Santé Publique sobrecumple sus metas; que en el quirófano del CIMEQ se decide la política exterior de la República.
   El gobierno castrista, to be sure, también “podría brindarle mejor tales lecciones al estadounidense” en lo tocante a política regional. Pero, de nuevo, se trata de lecciones que “el estadounidense” sólo aplicaría si llega a efectuar el tan anticipado cambio de régimen. Ya se sabe: los Demócratas serían los únicos interesados en clonar los éxitos sociales del castrismo en Latinoamérica.
   Sobre los éxitos militares cubanos en el continente africano, el profesor Domínguez nos revela que fue “una fuerza profesional, disciplinada, muy bien entrenada, fiel y eficaz, capaz de lograr tres veces en África lo que Estados Unidos no logró en Viet Nam”, la responsable de tales hazañas. Aquí se impone aquel apócrifo napoleónico: nuestras victorias pírricas se ganaron, doctor Domínguez, sólo en las páginas del periódico Granma. El costo económico, moral y político de la aventura africana fue más alto para Cuba –aunque ni se admitió ni se debatió públicamente– que el de dos, tres, muchos Viet Nam. Aunque el verdadero hecho a considerar, según se desprende del ensayo dominguezco es que, de alguna manera, nuestra sola presencia en África nos distingue del resto de las naciones, pues, más que su impronta real, el pensador de Harvard parece interesado en demostrar la eficacia simbólica de “lo cubano”.
   Esa “eficacia simbólica” ha salido otra vez a la palestra pública a raíz del reciente debate entre el ex canciller mexicano Jorge Castañeda y el ex presidente Carlos Salinas de Gortari: Cuba es “la puerta del frente” de la política exterior mexicana, se ha confesado, un poco embarazosamente. ¡Cáspita! Si en otra parte dije que México es “nuestro Egipto” –por dar lamedida de nuestra excepcionalidad–, ahora tendría que añadir que nuestro mercurial pueblecillo de judíos errantes desborda, metafísicamente, todos sus recipientes.
   Pongámonos en perspectiva: el bolivarismo no es más que castrismo adaptado para Venevisión; y el chavismo, la conquista irrenunciable de nuestras tropas de asalto, de nuestra ideología cubana. Las brigadas del doctor Balaguer, enmendando un diagnóstico previo del doctor Guevara, han suplantado con terapeutas a los guerrilleros de las provincias bárbaras. Ya metimos la mano en el petróleo de Maracaibo, y un cable nos conecta al indigenismo rabioso, en vivo y en directo. El bolivarismo equivale al derecho de pernada del castrismo sobre las poblaciones indígenas del continente. Si antes, como consecuencia del Exilio, nos habíamos adueñado de las Telecomunicaciones venezolanas (purgas, fuga de cerebros, exilios, pavonatos, Papito Serguera, parametraciones, y telenovelas estaban íntimamente relacionados), ahora, en el gran esquema cósmico, renunciábamos a los canales de televisión para dedicarnos a los pozos de petróleo. Era una jugada de Cuba consigo misma, una jugada de Castro con su Exilio. (El castrismo se emite y absorbe, ¡a sí mismo!). Nuestra Diáspora obliga –aún cuando desistiéramos de las escaramuzas guerrilleroterapéuticas– con el peso específico de su presencia, y de su ausencia. La clonación del Líder ya está en marcha. Ha llegado el momento de lograr, sin Fidel, lo que Fidel nos impidió lograr. Dudamos, paralizados ante la imparable globalización del castrismo: pero míster Domínguez esboza –casi sin proponérselo– los prolegómenos de cualquier futuro foreign affair.
   Porque solamente un cubanoamericano podría concebir el castrismo como negocio –o como negociación–, es decir, como contrato social panamericano, con derechos de clonación y tributos de autoría intelectual. Que hemos patentizado la revolución no es meramente un tópico: es una auténtica prioridad legislativa de la futura República. La Revolución es nuestro primer renglón, nuestro producto nacional bruto, pues la sociedad revolucionaria –como avisara Guy Debord– producirá sólo espectáculo.
   Fidel, como buen hidalgo –Jorge I. Domínguez lo equipara a Alonso Quijano: “¿Quién no le reconoce como un descendiente lineal de Don Quijote que se enfrenta a gigantes?”– mal administró la Revolución: ahora toca a un equipo de tecnócratas cubanoamericanos reimaginar las funciones plenipotenciarias del comendador de Indias. Compárese el jesuitismo soso de los disidentes “varelianos”, o la rapacidad empresarial de los “talibanes”, y se verá por qué no hay cabida para ellos en nuestro porvenir geopolítico.
   Redescubrir América no es el logro exclusivo del ingenioso hidalgo Fidel Castro Ruz: Martí, Carpentier y Lezama, tanto como Castro, son redescubridores de Américas. Lo cubano ya aspiró a redefinir –con el modernismo, el origenismo y el castrismo– lo Eterno americano. “Nuestra” América –después del modernismo, del origenismo y del castrismo– es un territorio cubanizado, conquistado. A eso aluden los mexicanos cuando nos llaman “umbral”.
   Y por eso Domínguez, el solipsista, entona su “Honrar honra”: la antigua divisa de una nueva hidalguía. Mientras los ingenieros-taxistas, los doctores-lavaplatos y los senadores-limpiabotas son ya cuentos de camino del primer Éxodo, en La Habana de hoy los ingenieros son taxistas; los doctores, camareros; los abogados, lavaplatos y las filólogas, jineteras: proceso de reversibilidad anfibológica, de corsi e ricorsi, no muy distinto del que se operó siempre, al final de la Historia, entre hidalgos y escuderos. Los papeles se cambian, los roles se trastocan, nuestro mundo da una vuelta en redondo. Acabamos de vivir, sin percatarnos, la otra revolución: la Revolución que nadie anticipaba, porque sucedió dentro de la revolución.
   Como un “dialoguero” cargado de explosivos que sube por la puerta del fondo a la guagua del revisionismo a go-go, lo que ha detonado con Jorge de Harvard es un petitio principii –revolucionario en toda su subversiva autoreferencialidad. O, dicho con ese hijo de España que perdió el seso mirando girar las aspas del Eterno retorno de lo mismo: “Dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución nada, dentro de la Revolución todo, fuera de la Revoluc…”

(The Dominguez Affaire. Blog Penúltimos Días, febrero 2007)

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