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Friday, December 25, 2015

Gustavo Pérez-Firmat sobre Eliseo Diego

El personaje que con más frecuencia sale al escenario, la estrella del circo, es el payaso, detrás de cuya máscara se esconde la vergüenza que engendra la simulación y el terror que la origina. “Ahora está el miedo entre nosotros, y el miedo tiene una sombra que no es fácil penetrar,” Diego le escribe a Luis en julio de 1964 (Luis 113). Ya en su primer libro Diego había nombrado los “harinados terrores” de la máscara del payaso (OP 44). Décadas después, suyo sería el terror del payaso que hace su papel “a puntapiés, / trastabillando de aire en casi nada, / de tumbo en vuelo” (OP 332).  
   El que Eliseo Diego se haya sentido como un azorado payaso no debe sorprendernos, puesto que no hay manera de reconciliar la angustia de “Toma de la estacada,” “Cuando todo es tan claro,” “En esta extraña calle,” “El lugar donde vivo” y otros poemas afines con sus pronunciamientos – en prosa y en verso – en favor de la dictadura castrista. Diego siempre dijo que la secuencia de poemas en sus libros era tan determinante como la secuencia de versos en un poema. ¿Cómo explicar, entonces, que dos poemas antes que “Toma de la estacada” aparezca “Pequeña historia de Cuba,” que es algo así como una versificación de Ese sol del mundo moral, y que concluye, como el libro de Vitier, con una imagen utópica de la Cuba revolucionaria:

Desde los bancos de los parques el humo sube poquito a poco, empinándose,
confundiendo al murciélago: sobre la hoja del plátano
amanece el cocuyo, la trémula belleza del origen,
y ya podemos irnos, soñando, a casa. Mañana será la Isla
como la vio Cristóbal, el Almirante, el genovés de los duros ojos abiertos,
en amistad la tierra con el mar, tierra naciente,
de transparencia en transparencia, iluminada. (OP 312)

   Esta vista de amanecer en el trópico, con su mata de plátano y cocuyo siboneyistas, no sólo raya en la cursilería, sino que disuena en un libro tan sombrío como Los días de tu vida. El estribillo de “Pequeña historia,” dirigido a la alta burguesía cubana, esos “vivos, vivones, vivarachos” que “masticaban” el inglés y se “emporcaban” en El Encanto, es: “ya no hay oro.” El escenario de la novela de Stevenson es la “isla del tesoro,” donde sí hay oro y cuyo modelo es, en parte, la Isla de Pinos. Cuando Diego afirma que ya puede irse, soñando, a casa, yo me pregunto: ¿a casa de quién? Ciertamente no a Villa Berta, la estacada que el viento se llevó. Y tampoco es fácil entender qué relación guarda la “Pequeña historia” con los dos poemas que median entre ésta y “Toma de la estacada.” El primero es “En el mismo medio del día,” la apoteosis de su padre; el segundo, “Inventos,” sobre la niñez de su madre en Estados Unidos, un país donde otros cubanos siguen masticando el inglés. 
   En “En esta extraña calle,” Diego se queja de tener que expresarse con “palabras que jamás se amigan.” Lo mismo podría decirse de las palabras de “Pequeña historia de Cuba” y “Toma de la estacada.” La “Pequeña historia” es una dolorosa payasada. Tal vez el golpe más duro que Diego padeció no fue la expulsión del paraíso de la niñez en el 1929, ni la entrega de la quinta años después, sino el conjunto de payasadas que se vio obligado a hacer en la Cuba castrista, payasadas que engendraron un autodesprecio – “el reverso de la ira” – que Diego no se ocultaba: “de modo que das asco y cuánta pena / porque no puedes remediarlo” (OP 409). La simulación puede perseguir fines estéticos, como en Sarduy, o puede ser un medio de lucha por la vida, como en el clásico estudio de José Ingenieros, pero además – o a la vez – puede ser un método de auto-aniquilamiento: “eres se torna en eras.”

(Eliseo Diego entre el porrazo y la payasada. La Habana Elegante, segunda época, noviembre 2015)

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