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Thursday, December 31, 2015

Antonio José Ponte vs. Francisco López Sacha

Días después, en una terraza de la Unión de Escritores, dos funcionarios me notificaron la expulsión de la ciudad letrada: en adelante ningún trabajo mío podría aparecer en las revistas y editoriales del país, suspenderían cualquier presentación en público que intentara y, ya que no podían controlar mis movimientos en el extranjero, no iba a encontrar ayuda de ninguna institución para afrontar las gestiones migratorias. Me dejaban a solas en el laberinto burocrático.
   Una mesa y cuatro sillas plásticas parecían haber caído en aquella terraza durante un aguacero. Las flores de un árbol cuyas ramas alcanzaríamos con sólo estirar los brazos cubrían las baldosas. Una secretaria se asomó para limpiar la mesa (la carpeta de uno de los funcionarios esperaba en vilo), pero en el curso de nuestra conversación el árbol volvió a ganar la partida. Eran flores de pétalos atigrados, repletas de filamentos.
   Dada la temperatura de la tarde, el par de funcionarios habría agradecido que subieran cervezas del bar de los bajos. Nos trajeron, en cambio, cortas raciones de jugo de mango y un café azucaradísimo que hizo relamerse de gusto a mis interlocutores.
   Como si nos hubiese reunido un brindis, sólo cuando estuvieran terminadas las bebidas la carpeta fue abierta y pareció arribar el tiempo de los asuntos grandes.
   El más viejo de ellos dos era músico, un mulato de piel despigmentada en algunos parches de sus brazos. Hablaba y sus mofletes se hinchaban como si tocara algún instrumento de viento. Llevaba un anillo con piedra como esos con los que algunos flautistas acostumbran a resaltar sus digitaciones de chachachá. En una vida anterior podía haber sido flautista de alguna orquesta no demasiado conocida. Trabajo que le envidiaría su compañero de tarea, escritor apasionado por la música hasta el punto de forzar su entrada en varios relatos y recurrir, durante las presentaciones de sus libros, al recuerdo en voz alta de canciones de The Beatles.
   Éste se comportaba como si, llegado a un punto del diálogo, no tuviera otra salida que ponerse en pie; retrasarse unos pasos y entrar de lleno en los predios de la comedia musical. (En su caso se echaba de menos orquesta, afinación y un inglés que resultara más o menos comprensible.)
   La fascinación por la música y leyenda de The Beatles, compartida con tantos narradores de su generación, le venía de la atmósfera represiva en que había crecido. Prohibida oficialmente la música del cuarteto inglés, sus canciones debieron tener para aquellos adolescentes cubanos de los años sesenta el valor de lo secreto. Habían tenido que reunirse en catacumbas para oírlas y, cincuentones ya, seguían siendo esos mismos muchachos. Centraban el conflicto de sus cuentos en la posibilidad o no de escuchar una balada de moda.
   Atrás habían dejado las discusiones que comparaban el poderío militar soviético y el poderío militar estadounidense, las apuestas por cuál de éstos quedaría en pie en caso de calentarse a fuego vivo la guerra. Pero aún podrían empeñarse en discusión acerca de la llegada de Yoko Ono a la vida de John Lennon, o animar controversia que comparara distintos álbumes del grupo musical.
   Él había insistido ante diversas autoridades para que fuese levantada en un parque de La Habana una estatua de John Lennon. Algo creía recuperarse así, sin ver mácula en que los responsables de la vieja prohibición asistieran desde puestos de honor al desvelamiento de aquel bulto. Por el contrario, parecía complacerle que esas autoridades resaltaran, tantos años después, cuánta afinidad habrían podido tener con el difunto músico a propósito de la guerra en Vietnam.
   Censores y censurado habrían coincidido como aliados, y era una pena (aunque no se explicitara en el acto de inauguración) que los primeros no reparasen a tiempo en ello.
   Dulce perdón, por fin habían sentado a Lennon en un parque del Vedado. Con parque póstumo le pagaban el silenciamiento de años antes. John Lennon pasaba de fantasma a escultura y allí estaba, al alcance de quien quisiera compartir banco con él (o de quien se antojara de sus gafas, por lo que hubo necesidad de apostar en las cercanías de la escultura a un vigilante.) Lo mismo que Fernando Pessoa en el Chiado de Lisboa, Lennon de campante habanero. Tan habitual de aquel espacio como lo fuera del Café A Brasileira el poeta portugués.
   En plan de comedia musical, no costaba imaginar al funcionario escritor entonando cancioncilla alusiva junto a la estatua de su ídolo, abejorreándole por los alrededores, y hasta incluido en una lista de sospechosos del robo de las gafas de la estatua.
   “¿Y por qué no les habrá dado por los Rolling Stones?”, cabía la pregunta siempre que uno se interesara por los gustos de aquel grupo de escritores.
   Pues se antojaba una oportunidad desperdiciada la de encerrarse en una catacumba para escuchar candideces como las de The Beatles.
   Aquello sonaba como el robo de un banco de bóvedas vacías.
   Como esconderse de los adultos para hacer las tareas escolares.
   Andaban necesitados de candidez, eso era todo. Se autoinfligían credulidad, precisaban creer a pesar de las circunstancias. Confiaban en ilusionarse y los chicos de Liverpool ofrecían la música perfecta: baladas de moda que extendían la promesa de eternidad más lejos que otras con las que compartieran lista de éxitos. Música de fiesta a la que tomar como música culta.
   Gracias a ella pudieron soportar las delaciones (si no delataron ellos), atravesaron las cacerías de brujas estudiantiles, consolaron sus penas propias y borraron los remordimientos frente a las de otros.
   No existía bajeza ya que esa música los redimía. Lennon había muerto a la salida del edificio Dakota para redimir a toda una generación y a los de generaciones sucesivas que supieran arrimársele.
   Había, pues, que levantarle estatua.
   Más aún, periódicos congresos de entomología que se ocuparan de los insectos de Liverpool.
   La candidez, sin embargo, se les caía a pedazos a aquellos cincuentones. Porque si el ejemplar que tenía ante mí quería convencerme de la suya, resultaba un pésimo actor. Imperdonable como cantante, su falta de naturalidad para los diálogos tampoco lo llevaría a reparto de comedia musical.
   Con la dicción acostumbrada a no pasar por alto ninguna consonante, dicción de buen maestro de instituto, se remontaba al momento en que nos habíamos conocido, recordaba a un amigo mío (ya en el exilio) que entonces era alumno suyo y a quien escuchara mencionarme por primera vez.
   Altisonante a fuerza de tantas actuaciones públicas (lo mismo presentaba un libro que despedía una vida), se puso a detallar un almuerzo que compartiéramos cuatro o cinco años antes. Enumeró los platos de aquel almuerzo uno a uno, casi se chupó los dedos, consideró la mucha amistad que nos había unido.
   Que nos unía aún, de creerle a su empecinamiento.
   Mientras tanto, el mulato flautista no movía ni el dedo del anillo. Si su compañero seguía adentrándose en lo sentimental, él tendría que adoptar la contrapartida razonable. Pero no demostraba prisa, ambos se tomaban su misión con tanta calma como los asesinos en el famoso cuento de Hemingway. (Ernest Hemingway era otra de las pasiones de aquellos cincuentones. La búsqueda de candidez los conducía hacia el escritor estadounidense puesto que Hemingway era el duro de los cándidos.)
   Las flores de pétalos atrigrados seguían cubriendo la mesa y uno de los funcionarios abundaba en viejas amistoserías. La Banda de  Corazones Solitarios del Sargento Pimienta tocaba para nosotros.
   Verse en aquel trance le dolía, confesó.
   Recurrió a dos o tres gestos infalibles que expresaban dolor. Bajar los párpados era uno, otro incrustrarse el mentón en el pecho.
   Sacudidas de hombros y de brazos, batidas de cabeza en negación: su gestualidad recordaba accionada por un enfermo de Parkinson.
   Hasta que consiguió, por fin, soltar el manojo de sanciones que le habían encargado anunciarme.
   Luego juró que si mi vida espiritual resultaba afectada por tales medidas él abandonaría su cargo en la Unión de Escritores. (Dijo “vida espiritual” sin importarle cuán de manual de autoayuda sonara.) Simuló indignación, contrariedades, incomodidad en su butaca plástica. Hizo como si fuera a lagrimear, se puso en pie para ocultar la lágrima que no llegaba, gesticuló igual que si combatiera en contra de las flores.
   A su lado, el músico acompañante se ocupó de rebajar momento tan dramático. Con voz pastosa de quien acumula saliva mientras no sopla en su instrumento, procuró ofrecerme una dosis de bonanza: las sanciones podrían levantarse en dependencia de mi conducta futura, yo podría apelar de inmediato.
   Tal apelación debería constar por escrito en misiva dirigida al presidente de la Unión de Escritores. La institución, en cambio, no ofrecería por escrito noticia del castigo. Ya era suficiente con que los hubiese enviado a ellos a darme aviso.
   De modo que la carpeta era pura utilería, no extraerían de ella ningún documento.
   “No es tradición de la Unión de Escritores ofrecer sus sanciones por escrito”, consideraron mis interlocutores.
   Yo tendría que apelar por escrito a una sanción hecha en el aire (en el aire que espolvoreaba de florecitas la mesa de una terraza del Vedado). Al parecer, la institución blanqueaba desde ya sus archivos. Cualquier investigador futuro, por suspicaz que fuera, podría revisar la documentación salvaguardada en aquel edificio.
   “¿Prohibido ese escritor de que me habla?”, llegarían a desentenderse los responsables. “¿Y en cuál papel consta?”
   Mi etapa de fantasma comenzaba sin prueba alguna.
   “¿Ves esta orden de censura en contra tuya?”, venía a decirme el par de funcionarios. “Pues vas a cobrar su misma consistencia.”
   Y la orden, el documento oficial, el papel, no existía. Era aire en la mano de ellos, una balada boba de los años sesenta, presto de chachachá para flauta.
   Algo de crueldad me hizo preguntar al funcionario escritor a qué altura de afectación debería avisarle para que sopesara el abandono de su argo. (Era impensable que dijera adiós a sus prebendas para acogerse a una simple vida de escritor.)
   Pero una vez terminado nuestro encuentro comprendí a qué se refería cuando hablaba de afectaciones: todo podría haber sucedido de un modo muy distinto. Sin terraza, sin el toque de gentileza que aportaba la caída de unas florecitas, sin jugo de mango, sin café.
   Podía ser como antes, como en el caso del viejo escritor muerto.
   De un modo más policial.
   Estrictamente policial.

(La fiesta vigilada. Anagrama, 2007)

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