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Tuesday, April 21, 2015

Heberto Padilla pasa lista: Belkis Cuza Malé, Pablo Armando Fernández, César López, José Yanes, Norberto Fuentes, Manuel Díaz Martínez, Lezama Lima, David Buzzi...

Yo estoy seguro de que si yo me levantara aquí ahora y yo señalara los nombres de muchos de los compañeros que iban camino de esa misma situación, esos compañeros serían incapaces de contradecirme, porque esos compañeros saben que estoy diciendo la verdad; porque no sería ni revolucionario de su parte —si es que no han sido detenidos ni lo serán, y porque lo mismo se deben sentir más revolucionarios de lo que yo fui— el desmentirme aquí.
   Porque si yo mencionara, por ejemplo, ahora, a mi propia mujer, Belkis, que tanto ha sufrido con todo esto, y le dijese, como le podría decir, cuánto grado de amargura, de desafecto y de resentimiento ella ha acumulado inexplicablemente durante estos años, en que yo también por una serie de mis defectos de mi carácter la he hecho sufrir, ella sería incapaz de ponerse de pie y desmentirme. Porque ella sabe que yo estoy diciendo la verdad.
   Y lo mismo podría decir de un amigo entrañable, de un amigo que tanto calor de hogar me ha prestado en los últimos tiempos, de un amigo que tantas cosas positivas ha hecho por la Revolución en otros momentos, pero que últimamente se ha mostrado amargado, desafecto, enfermo y triste y por lo mismo  contrarrevolucionario, como es Pablo Armando Fernández. Y yo sé que Pablo Armando, qué está aquí, sería incapaz de levantarse y desmentirme, porque Pablo sabe que muchas veces hemos hablado de estos temas y Pablo se ha mostrado muy triste en relación con la Revolución. Y yo no admitiría, no podría admitirlo, no comprendería que fuera honesto de su parte el que Pablo se parase aquí y me dijese que hay justificaciones para su actitud.
   Y lo mismo, compañeros, podría decir de otro querido amigo como es César López, a quien yo admiro y respeto, que escribió un hermosísimo libro, queridísimo y respetadísimo, que tuvo una mención en la Casa de las Américas, como es El primer libro de la ciudad. Pero es que César López ha hecho conmigo análisis derrotistas, análisis negativos de la Revolución. ¡Qué va a pararse César a contradecirme! Se pondría de pie para decirme que tengo la razón. Además, César López ha llevado a la poesía también esa épica de la derrota. Ha hecho en su último libro una épica de la derrota, de una serie de etapas que la Revolución en su madurez revolucionaria ha sido la primera en superar. César ha retenido los momentos desagradables y los ha puesto en su libro; libro que ha enviado a España antes de que se publicase en Cuba, como es lo correcto, como debe ser la moral de nuestros escritores revolucionarios: publicar antes en nuestra patria y después mandar afuera. Porque es que hay muchos intereses, y en esos intereses intervienen muchos matices no siempre positivos. Y César mandó su libro fuera. Yo mismo hice una nota a José Agustín Goytisolo sobre ese libro. Y yo sé que César, estoy convencido, convencidísimo, de que César López es un compañero honrado, honesto, que sabe que hay que rectificar esa conducta. Estoy convencidísimo que César... ¡qué va a pararse César López a contradecirme! César López se pararía en este momento, se pondría de pie para decirme que tengo la razón. Lo mismo que digo de César lo puedo decir de muchos otros amigos en quienes pensaba, en quienes pensaba, compañeros, porque tuve muchos días, muchísimos, porque los días son largos en un mes. Muchos días para pensar, compañeros. Lo mismo pensaba no sólo en César, pensaba en los más jóvenes, en aquellos escritores que tenían doce o trece años cuando llega la Revolución; escritores jóvenes a quienes la Revolución se lo ha dado todo.
   Por ejemplo, yo pensaba —y voy a decir aquí su nombre, porque le tengo un gran cariño y porque sé que sería incapaz tampoco de contradecirme—, yo pensaba en cuánto se diferencia la poesía de José Yanes, que todos conocemos, de hace dos años, del último José Yanes que todos hemos oído en los últimos poemas, de cuánto se diferencia. Porque Yanes, el poeta que escribió aquel poema a su madre porque se había ido de Cuba a los Estados Unidos, y era un poema lleno de desgarramiento, pues José Yanes reaparecía con una poesía indigna de su edad y de su época, una poesía derrotista, una poesía parecida a la de César también, parecida a la mía, por la misma línea enferma, por la misma línea en que quieren convertir en desgarramiento de lo histórico lo que no es más que un desafecto, compañeros, porque primero hay que hacer la historia y después escribir su comentario.
   Yo pensaba en Yanes y yo sabía, yo estaba convencido... Porque yo decía: qué lástima no poder ir ahora y decirle: ¿Tú no te das cuenta, Yanes? ¿Tú no comprendes que la Revolución a ti te lo ha dado todo? ¿Tú no te das cuenta de que esa poesía no te corresponde, que esa poesía es de un viejo viejísimo? Porque hay viejos con años juveniles —como decía Marinello hablando de Enrique González Martínez en sus ochenta años juveniles. No se daba cuenta, no se daba cuenta Yanes, ese muchacho formidable, inteligente, sensible, que estaba escribiendo una poesía que no se correspondía con él, el joven pobre que había vivido en el barrio de Pocitos, el joven que tiene un dignísimo empleo en La Gaceta de Cuba, a quien la Revolución le ha proporcionado los bienes materiales que tiene —que los tiene—, que tiene un empleo, que escribe, que hace su literatura, que tiene una esposa formidable, inteligente, una doctora en medicina que puede ayudarle a rectificar. Yo me preguntaba: ¿No se da cuenta? Y yo decía: ¡Sí, sí! ¡Sí se va a dar cuenta! ¡Sí, yo quiero hablar! Yo pedía a la Revolución que me dejara hablar, yo necesitaba hablar, yo necesitaba que mi experiencia fuera más allá de mi persona, que esto fuese compartido por aquellos que iban camino de mi propio camino, que buscaban objetivos iguales a los míos, que querían beneficiarse de la Revolución para obtener notoriedad.
   Y yo pensaba en otro joven, en un joven de un talento excepcional, un joven al que quiero mucho y que siempre me ha profesado afecto, que me ha dicho que me tiene afecto y que me admira; en un joven que ha tenido las oportunidades que muy pocos jóvenes de su edad tuvieron; en un joven que conoció de cerca, que tocó de cerca uno de los momentos más serios y más profundos y más ejemplares de nuestra Revolución: la lucha contra bandidos. Yo pensaba en Norberto, en Norberto Fuentes, que acabo de ver hace un momento, no lo había podido ver antes; lo llamé a su casa, pero sonaba el timbre y no respondía nadie.
   Y yo pensaba en Norberto, pensaba mucho en Norberto. ¿Y saben por qué? Yo pensaba en Norberto porque Norberto tuvo una experiencia intelectual y política extraordinaria. Era muy joven en el año 1962 o 1961, sumamente joven. Porque Norberto había hablado conmigo de esa experiencia, con pasión de esa experiencia; y porque yo sentía, recordaba yo allí donde estaba, en Seguridad, cuánta diferencia había entre los cuentos apasionados y llenos de cariño de Norberto por los combatientes revolucionarios, cuánta diferencia había con sus actitudes personales, con las opiniones que él y yo habíamos compartido tanto; él, que había vivido tan estrechamente unido a la Seguridad del Estado; él, en quien la Seguridad del Estado había depositado una confianza absoluta, a quien el organismo de la Seguridad del Estado le había puesto archivos para que hiciese la épica de aquellos soldados que habían combatido las bandas de mercenarios que habían asesinado alfabetizadores y familias enteras de campesinos.
   Y decía: no es justo, por ejemplo; no es justo, no puede ser justo, que Norberto y yo coincidamos tan amargamente en la práctica diaria de la Revolución, cuando él tiene esta experiencia extraordinaria que yo no he tenido.
   Y yo decía: si yo pudiera ir y ver ahora, en este momento, a Norberto; si yo pudiera hablarle. Y este era justamente el motor de mi interés, el interés máximo, la insistencia constante en que se me diera esta oportunidad de hablar con mis amigos escritores, de ver estos jóvenes, pensando en gente del valor extraordinario de Norberto, en un hombre que podía poner justamente su estilo conciso, breve, apto para una épica extraordinaria al servicio de nuestra Revolución; en un joven como este que pensaba, sin embargo, que, no sé, la Revolución había construido una especie de maquinaria especial contra él, contra nosotros, para devorarnos, que hablamos tantas veces de esto. Y yo recuerdo que justamente estuvimos un día antes de mi detención juntos, hablando siempre sobre temas en que la Seguridad aparecía como la gente que nos iba a devorar.
   Ah, yo sé perfectamente que Norberto Fuentes se para aquí y sería más feroz que yo en su crítica de esas posiciones, y que sería mucho más brillante en definir las mías, y que sería mucho más lúcido en compartir hoy conmigo la esperanza y el entusiasmo —como lo fuimos ayer en compartir el pesimismo, el derrotismo y el espíritu enemigo de la Revolución—. Y yo sé además que él puede darle a nuestra literatura páginas hermosísimas, y yo sé que él no me va a desmentir de ninguna manera; porque no podría hacerlo, no sería honrado, no sería revolucionario de su parte; él no podría encontrar las justificaciones que muchas veces nos dimos mutuamente de que si no se discutía con nosotros. No, no, eso es injustificable. Nosotros no podemos de ningún modo justificarnos diciendo que el Comité Central nos tiene que llamar para discutir a nosotros. Si somos revolucionarios y lo sentimos, tenemos que estar ahí, al pie de nuestras responsabilidades. Y él ha hecho muchos servicios utilísimos al periodismo nacional y ha dado páginas hermosísimas además a la literatura cubana, y le va a seguir dando esas páginas hermosas. Y si antes se inspiró en un escritor ruso como era babel, yo sé que en el futuro se inspirará más en la vida; y en vez de vivir otra historia, como me decía —no me decía, pero yo sabía, sentía que me decía— Norberto en ealgún momento, en vez de haber vivido otra historia va a vivir su historia, en vez de vivir a Babel va a vivir su experiencia.
   Porque hemos hablado de su última novela, que no prospera, novela en la cual siente inquietud él, novela en la que dice que todavía no acaba de encontrar su forma. Y yo me decía: ¿Y no será esto una exigencia moral, una forma o réplica profunda de su organismo que le dice que, no sé, que de algún modo tiene que replantearse los problemas? Y me decía: ¡Sí!
   Compañeros, la Revolución no podía, no podía tolerar esta situación; yo lo comprendo. Yo he discutido, he hablado días y días, he argumentado con todas las argucias de la palabrería; pero ese cúmulo de mis errores tiene que tener un valor, tiene que tenerlo, tiene que tener un valor ejemplarizante para cada uno de nosotros.
   Yo, por ejemplo, pensaba, recordaba a Manuel Díaz Martínez, y yo decía: cuando muchos jóvenes era políticamente indiferentes, Manuel Díaz Martínez era un militante convencido y radical. Yo decía: ¿cómo es posible que Manuel Díaz Martínez, a quien tanto admiro, a quien tanta amistad debo, a quien tantas muestras de solidaridad tengo que agradecer, cómo es posible que Díaz Martínez se dé a este tipo de actitud desafecta, triste, amargada? Yo sé que esta experiencia mía, compañeros, va a servir de ejemplo, tiene que servir de ejemplo a todos los demás. Yo sé, por ejemplo... No sé si está aquí, pero me atrevo aquí a mencionar su nombre con todo el respeto que merece su obra, con todo el respeto que merece su conducta en tantos planos, con todo el respeto que me merece su persona; yo sé que puedo mencionar a José Lezama Lima. Lo puedo mencionar por una simple razón: la Revolución Cubana le ha editado a Lezama este año dos libros hermosísimamente impresos.
   Pero los juicios de Lezama no han sido siempre justos con la Revolución Cubana. Y todos estos juicios, compañeros, todas estas actitudes y estas actividades a que yo me refiero, son muy conocidas, y además muy conocidas en todos los sitios, y además muy conocidas en Seguridad del Estado. Yo no estoy dando noticias aquí a nadie, y mucho menos a Seguridad del Estado; esas actitudes las conoce la Seguridad del Estado, esas opiniones dichas entre cubanos y extranjeros, opiniones que van más allá de la opinión en sí, opiniones que constituyen todo un punto de vista que instrumenta análisis de libros que después difaman a la Revolución sobre la base de apoyarse en juicios de escritores connotados.
   Yo me decía: Lezama no es justo y no ha sido justo, en mis conversaciones con él, en conversaciones que ha tenido delante de mí con otros escritores extranjeros, no ha sido justo con la Revolución. Ahora, yo estoy convencido de que Lezama sería capaz de venir aquí a decirlo, a reconocerlo; estoy convencido, porque Lezama es un hombre de una honestidad extraordinaria, de una capacidad de rectificación sin medida. Y Lezama sería capaz de venir aquí y decirlo, y decir: sí, chico, tú tienes razón; y la única justificación posible es la rectificación de nuestra conducta.
   Porque, ¿cómo se puede explicar que una Revolución cuyos principios sean el marxismo-leninismo, cómo se puede explicar sino por la amplitud de criterios, por la comprensión extraordinaria que esa Revolución tiene, que publique justamente una obra como la de Lezama, que se apoya en otras concepciones políticas, filosóficas, en otros intereses?
   Yo pensaba en todos estos compañeros. Y además, pensaba mucho allí, mucho, en Seguridad, en esa celda, en esa celda que no era una celda precisamente sombría donde los soldados apenas respondían lacónicamente a nuestras preocupaciones, a nuestras llamadas —como me había dicho el compañero Buzzi, a quien no veo por aquí. ¿Está aquí? Ah, sí, allí está el compañero Buzzi. Y digo esto, y hablo de Buzzi, que si no me quiero referir a sus actitudes es porque Buzzi ha tenido su dolor, y yo no quiero ni agregar aquí ningún dolor al que ya tuvo, y porque sé que él estaba preocupado mientras yo hablaba de que fuese a mencionar su nombre; porque Buzzi es uno de los hombres que más me ha visitado en los últimos tiempos, y es uno de los hombres que cumplió su condena muy bien, es uno de los hombres que estuvo en la Seguridad del Estado. Y yo no vi aquella atmósfera que él me decía. Yo vi compañeros, yo vi soldados cubanos, de nuestro pueblo, cumpliendo cabalmente con su responsabilidad, con un afecto, con un sentido de humanidad, con una constancia en su preocupación por cada uno de nosotros, que era una sanción constante a mi callada previa, anterior y constante.
   Y yo me decía: ¡qué cosa más increíble! Si yo le dijera esto a Buzzi, yo estoy seguro que Buzzi sería el hombre que primero sacaría provecho, el que más urgentemente se pondría a rectificar con mi experiencia; porque Buzzi, meses después de que cumpliera su sanción, obtuvo una mención en La Casa de las Américas —cosa que no impidió la Revolución—, y además de obtener la mención fue publicada su novela, con críticas muy positivas de escritores revolucionarios y de escritores extranjeros, en las Ediciones Unión. Y además, la Revolución no impidió que Buzzi fuera Premio Nacional de Novela, y además no impidió tampoco la Seguridad del Estado que fuese a la Unión Soviética.
   Y yo sé que él, yo sé no, estoy más que convencido de que la actitud de Buzzi en este momento es la de César, es la que vi que fue la de Norberto, es la que sé que es de Pablo Armando, es la de Belkis, es la de Lezama, es la de Manuel Díaz Martínez: es la convicción de que no podemos seguir por este camino y de que tenemos que rectificar esta conducta.

(Intervención en la UNEAC. Casa de las Américas, Nos. 65/66, 1971)

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