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Monday, December 29, 2014

Argelio Santiesteban vs. “Breve historia de Cuba”, de Jaime Suchlicki

Se dice –con toda la razón capaz de albergarse bajo la bóveda celeste– que la ignorancia es descocada, desaforadamente atrevida. Sí, la estulticia se muestra en cueros, desvergonzada, a calzón quitado.
   Esa idea me vino al occipucio cuando hojeaba el libro Breve historia de Cuba, de Jaime Suchlicki, publicado en la Florida.
   Los dislates, en este engendro infeliz, ya saltan a la vista cuando se pretende historiar los mismísimos días inaugurales. Nos dicen que, en 1492, “Cristóbal Colón descubrió y exploró a Cuba” (p. 229). Y los dos verbos contenidos en la declaración constituyen barbaridades que no absolvería ningún padre confesor.
   En primer lugar, desempolva el manido tópico del “Descubrimiento”. Ya Eduardo Galeano –con su deliciosa ironía– ha dicho que las legiones romanas, cuando arribaron a la península ibérica, no “descubrieron” esa área, pues ya estaba habitada. Y, que yo sepa, los mal llamados indocubanos eran gente, y no jutías ni almiquíes.
   Por otra parte, el Gran Almirante de la Mar Océana no “exploró” a Cuba en su incursión. Dio unas cuantas vueltecitas por la costa nororiental. Envió a tierra a una avanzadilla, primeros europeos que vieron fumar. Dijo aquello de “ninguna cosa tan fermosa vide”, cliché que repetiría en otros parajes, pues la riqueza literaria no era su fuerte. Plantó una cruz en Baracoa. Y se largó hacia Quisqueya. Pero el territorio del archipiélago permanecería inexplorado hasta muchas décadas tras el desembarco de Diego Velásquez.
   Estimados acompañantes en este accidentado viaje libresco: movámonos en el tiempo para saber que “bajo la administración de Carlos III (1759-1788) se convirtió en un monopolio del gobierno” la comercialización del tabaco (p. 22). Cualquier mediano conocedor del ayer cubano sabe que los vegueros protagonizaron, en la primera mitad de los 1700, varias asonadas, por el trato abusivo que sufrían bajo el estanco. Por lo que dice el libro, da la impresión de que a los isleños de Jesús del Monte no los ahorcaron por rebeldía, sino que su diversión preferida estribaba en balacearse al extremo de una soga. (El propio autor se contradice en la p. 36).
   El Papel Periódico de La Havana, que vio la luz en 1790, fue –nos revela Suchlicki– el “primer diario de Cuba” (p. 45). Para empezar, dos publicaciones periódicas le antecedieron: El Pensador y Gazeta. Además, El Papel jamás fue un diario, pues se inauguró como hebdomadario y después tuvo frecuencia bisemanal, nunca cotidiana.
   Ahora sí, sufridos lectores, han ustedes de ajustarse el cinturón de seguridad. Porque este pozo de ciencia nos pone al tanto de que Aponte no terminó con la cabeza sobre una pica, en la intersección de las calles hoy llamadas Reina y Belascoaín, sino que “liberó a los negros” (p. 230). (No comment!, como dicen los anglófonos cuando quieren guardar silencio).
   Desde la Península –ahora la floridana, no la ibérica– el enterado profesor Suchlicki nos hace saber que Juan Gualberto Gómez fue “un distinguido general negro de la guerra contra España” (p. 70). Y a eso sí que le zumba el proverbial merequetén.
   Hallamos en Juan Gualberto a una cúspide inconmensurable del civilismo independentista, lo que le valió dos estancias en el infierno de Ceuta. Fue enemigo jurado de la Enmienda Platt, del entreguista Estrada Palma, de José Miguel –la corrupción en dos patas–, de la hiena que se apellidó Machado.
   Pero bien lejos estuvo de ser un adalid guerrero. Su única participación bélica fue en el fallido Grito de Ibarra, que quizás durase unos diez minutos. Sospecho que jamás tuvo ni la mínima idea de cómo funcionaba un fusil de cerrojo, un bolt action, es decir, un mauser o un remington.
   Ah, pero el historiador miamense nos presenta a Juan Gualberto como si –por ejemplo– él hubiese capitaneado –y no Quintín Banderas– la aguerrida infantería oriental en la oleada invasora maceísta.
   El siglo XX no queda a salvo en cuanto a las meteduras de pata, en las cuales el doctor Suchlicki resulta un indiscutible perito ejecutor. Así, nos informa que la Primera Intervención se mantuvo durante “dos años” (p. 69). La más elemental aritmética de bodeguero permite saber que entre el momento en que se inaugura 1899 y el 20 de mayo de 1902 media un lapso temporal superior a los tres años y cuatro meses. Pero el autor tampoco es diestro en tan pedestre cómputo.
   ¿Qué más? Pues olvidaba decirles que Ramón Grau San Martín fue “un distinguido profesor de Filosofía” (p. 86), y nunca ejerció la docencia en Fisiología. (Estos desatinos… ¿tendrán alguna relación con el estrecho vínculo que Suchlicki mantiene con los Bacardí, y sus espirituosos productos?).
   Ya casi en nuestros días, Ricardo Bofill resulta investido como “vicerrector de la Universidad de La Habana” (p.244). Ese hijo de Madruga, en su trayectoria académica, tuvo como clímax el nombramiento de administrador del cine Actualidades, en la viejohabanera calle Zulueta.
   Dígase que sólo me he referido a dislates históricos. Pero, de la redacción, ni hablar. Esto parece escrito con el último tramo del intestino grueso.

(Originalmente publicado en El Caimán Barbudo, transcrito por Emilio Ichikawa Blog, marzo 2010)

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