Cuando lo conocí en La Habana en 1959, venía de Caracas, precedido de la peor reputación política. Los exiliados cubanos destacaban su indiferencia ante la causa revolucionaria, y los venezolanos radicales le reprochaban su colaboración profesional con el dictador Pérez Jiménez, que acababa de ser depuesto. Pero Alejo no llegó a Cuba para obtener reconocimiento político. Lo hacía como editor de libros, acompañado de Manuel Scorza, administrador de un capital peruano que no revelaba su nombre, para hacer en Cuba un festival de libros cubanos como lo había hecho en otros países latinoamericanos. Los últimos habían sido los de Colombia y México. Se trataba de una colección de libros de bolsillo, diez libros en total de libros clásicos de cada país conjuntamente con los de figuras oficiales de la cultura que apoyaban de inmediato el proyecto al ver sus nombres unidos a los ilustres del país y en ediciones baratísimas con tiradas de 150.000 ejemplares que se distribuían en kioscos multicolores, lo mismo que en las ferias. Alejo y Scorza se aliaron al joven matrimonio propietario de la librería La Tertulia. Leo era suiza y Reinaldo un cubano que había vivido en París por largo tiempo, de modo que constituyeron el mejor grupo que pudo encontrar el proyecto editorial. Carpentier y Scorza aprovecharon el momento político. Como el país estaba gobernado por una fiebre de solidaridad, los kioscos del Primer Festival del Libro cubano se llenaron de muchachas pertenecientes a las familias más conocidas del país, que colaboraban como vendedoras. Las hijas de Carlos Rafael Rodríguez fueron también valiosas vendedoras. Alejo y Scorza ganaron miles de dólares.
(El Alejo Carpentier que conocí, Vuelta, Sep. 1985)
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