¿Era ésta una antología de hipnotismo revolucionario? Haberlo anunciado en portada y nos habríamos ahorrado los 150 pesos. Repasadas sus últimas páginas, parece que ninguno de nuestros cuentistas haya leído a Cortázar o a Onetti. Porque, como se ha dicho muchas veces, son algunos autores de la última generación quienes proponen una ruptura en este canon viciado por el realismo. Dejando a un lado las discutibles virtudes de la llamada “narrativa de la violencia” (Heras León, Norberto Fuentes, Jesús Díaz; literatura de filiación testimonial, obsesionada por la épica, es decir, empobrecida de entrada), tenemos dos décadas (sesentas y setentas) armadas con fórmulas de taller literario, congeladas en el estilo ojeroso del didactismo. Desde Piñera y hasta los novísimos, el cuento cubano sobrevive con mala conciencia de sí mismo, incapaz de mostrar un Carver entre tantos epígonos tropicales de Hemingway. Salvemos la excepción que confirma la regla (sólo Miguel Collazo logra sacar la cabeza de ese magma de dialogismo idiosincrásico) y citemos, para alegrarnos, a un par de excluidos: Rolando Sánchez Mejías y José Manuel Prieto. El primero introduce en la ficción reciente un corte radical que afecta no sólo los modos de escritura, sino también las conexiones con la tradición. En cuanto a Prieto, es la mejor prueba de que no hace falta escribir diez libros para volverse indispensable en un canon expoliado por la crítica provinciana. Los relatos de Nunca antes habías visto el rojo (reeditado por Tusquets como El tartamudo y la rusa) nos recuerdan lo que olvidaron estos compiladores: el cuento cubano no necesita pasar por el corsé de “lo nacional” para entrar en antologías definitivas.
(Un escándalo canónico, Letras Libres, marzo 2003)
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