El Vuelo del Gato es, a mi estrábico ver, una novela exótica. O no es una novela. En caso de que, con mucha resistencia de mi parte, convinamos que se trata de una novela, no quiero dejar de apuntar algunas cosas. Se levanta de ella un tono más exegético que narrativo. El distanciamiento (a veces con matices de descrédito o desprecio por el género) con que su autor se adentra en las historias se acerca más a la exposición reflexiva, conceptual del etnólogo, el sociólogo o el filósofo que a la descripción fabuladora del novelista. No creo que haya narratología, por más heterodoxa que sea, que no exija de la novela un argumento contado. Y es que en El Vuelo del Gato hay un afán, anterior a la concepción misma de la progresión dramática, de legitimar, por medio de los recursos del género, ciertos rasgos psico-sociales de los personajes que los desnaturaliza. Viajan por el entramado de la narración con un alma prestada por su creador. Son marionetas puestas a actuar, sin azares fácticos, para hacer válidos los presupuestos de una utopía narrativa que revalide una utopía política venida a menos. El lenguaje es un vehículo catequizador más que narrador. Se hace demasiado obvio el propósito de probar una hipótesis social antes que culminar una historia de ficción que luego resulte, ante los ojos de los analistas, la reinvención artística de una realidad social con todos sus matices; y esto despoja de toda cripticidad estética a la obra. Pretende ser misterio y develación a la vez, y con ello se crea un engendro macabro más que un híbrido armónico.
(Volar es otra cosa, Cubanet, Abr. 2001)
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